2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado


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expertos buscan como asesores a personas valiosas

       En ocasiones es preciso envalentonar a quienes no desean verse involucrados en la gestión pero cuentan con preparación

       Es aconsejable dar oportunidades, pero no tantas que se publicite la debilidad

       Es error grave considerar que se atrae con continuas cesiones

       Descalificar a otros manifiesta bajeza

       Para quien actúa con conciencia clara y recta, lo que opinen otros no tiene relevancia

      Cuidar la selección, requisito para la solidez de un proyecto

      San Bruno (1035-1101) y la Cartuja (1084)

      San Bruno de Girolamo Marchesi, 1525. Fuente: Henry Walters. Colección Massarenti.

      Bruno de Hartenfaust nació en el 1035 en Colonia (Alemania) en el seno de una familia de añejo abolengo. Recién alcanzado su tercer lustro emprendió viaje hacia la ciudad de Reims (Francia) con intención de proseguir estudios. Culminados, regresó a Colonia, donde se incorporó como canónigo de la iglesia de San Cuniberto. Pronto recibió encargos del obispo de Reims: director de estudios superiores, inspector general de las escuelas de la archidiócesis… Entre sus alumnos se contó Odón de Chantillon, luego Urbano II, predicador de las Cruzadas. Bruno tomó parte activa durante las disputas entre Gregorio VII y Enrique IV. En ese esfuerzo empeñó títulos y caudales. El ensañamiento fue incrementándose y tuvo que exiliarse. Como las voluntades son tornadizas e imprevisibles, regresó triunfante y le ofrecieron un arzobispado. Se le abría una relevante carrera eclesiástica, pero renunció de forma completa al mundo, liquidando el patrimonio que le quedaba para distribuirlo y, acompañado por Pedro de Bethune y Lambrerto de Burgogne, ingresó en el monasterio de Molesme. Allí fueron admitidos por Roberto, el abad.

      Marchó posteriormente a las montañas del Delfinado, hasta llegar a Grenoble. Después de cambiar impresiones con el obispo de la ciudad, su antiguo alumno Hugo de Chateauneuf, se instaló junto a sus compañeros en Chartreuse. Edificaron chozas con piedras y ramas a modo de celdas. Constituían la cuna de la Orden cartujana, como será reconocida después. Era el 24 de junio de 1084.

      Al igual que un niño construye un puzle, ellos procuraron seguir las inspiraciones que el Supremo Ser ponía en sus corazones. Sin embargo, en la primavera de 1090, una carta de Urbano II reclamó el papa Urbano II a Bruno ad servitium Apostolicae Sedis, para el servicio de la Sede Apostólica. Sucedió entonces lo que siglos después estudiosos como Collins y Porras conceptualizaron para la Harvard Business Review: lo relevante es que las personas vinculadas a un proyecto interioricen el propósito, aunque no lo entiendan todos del todo. Es decisivo encontrar individuos que asuman el objetivo colectivo como inseparable a su persona.

      Renunció en primer término al arzobispado de Reggio, en contra del empeño mostrado por el pontífice y Roger, duque de Pulla. Después se instaló en Calabria, en la diócesis de Esquilache, por imposición del papa, que quería tenerlo cerca. Vivió once años con algunos seguidores en el eremitorio de Santa María de la Torre hasta su fallecimiento el 6 de octubre de 1101.

      Unos giróvagos emprendieron campaña de difamación contra los cartujos, echándoles en cara lo indiscreto de las penitencias. Ajenos a las insidias, esos primeros monjes tampoco se preocuparon en exceso por la creación de la marca, que en organizaciones paredañas se manifiesta en el afán por lograr la canonización de sus miembros y promocionar así su modelo. Su propósito fue centrarse en lo esencial y no en lo que de algún modo denominaríamos marketing: non tan sollictius fuit Ordo Carthusiensis multos Sanctos suos patefacere quam multos Sanctos facere, no fue la Orden cartuja tan solícita en que fuesen nombrados santos como en hacer santos.

      San Bruno, como se ha mencionado, ocupó numerosos cargos a lo largo de su existencia: consejero del papa, maestro de las Escuelas de Reims, fundador de una orden religiosa…, pero nunca perdió el norte. Las algazaras no le desviaron de la meta. No faltaron los encomios, aunque ni los necesitaba ni los buscó; más bien le desagradaban. «Fue Bruno un gran hombre y un gran cristiano», escribió uno de sus prosélitos. «Dios, que le tenía destinado a ser la gloria más pura de su época, le colmó de gracias escogidas y depositó en él, como en vaso precioso, tesoros de sabiduría y de bondad; a un ardiente amor a Dios, juntaba una devoción filial a su bendita Madre. Vencedor de la vanidad y falso honor del mundo, fue la gloria de los ermitaños; emuló en la Tierra la vida angélica del Cielo; fundó una orden religiosa que es escuela de santidad, de abnegación y de amor a la Cruz. Semejante a Elías y Juan Bautista, pobló la soledad y difundió por todas partes los perfumes del desierto. Fue un padre amantísimo, la alegría de sus hermanos y dulce encanto de todos los corazones. Fue más que hombre: fue un héroe del Evangelio, un solitario incomparable, un gran santo».

      Mejor se le definió al escribir que «por temor al Juez que había de venir a juzgarle, despreció Bruno las riquezas mundanas y huyó al desierto (…). Por muchos títulos merece Bruno que se le alabe, pero lo que le hace digno de especial elogio fue la regularidad de su vida y la igualdad inalterable de su carácter. Su aspecto se mantuvo siempre afable y risueño; sus palabras eran humildes y modestas; a la severidad de un padre unía la ternura de una madre. Nadie notó en él el menor asomo de orgullo; antes, al contrario, se mostraba dulce y manso como un cordero. Fue el verdadero israelita, sin dolo ni ficción, de que se habla en el Evangelio».

      En 1142 habían sido erigidos cinco eremitorios independientes sujetos a la jurisdicción del obispo. Optaron por agregarse a la comunidad de la Cartuja, constituyendo una confederación sometida a la autoridad del capítulo general, que aquel mismo año, suscitado por los superiores de los cinco monasterios, se reunió por primera vez bajo la presidencia de san Antelmo, séptimo prior. Cada uno proseguiría, sin mengua de la unidad, gobernándose con autonomía dentro de la obediencia y sujeción al capítulo general.

      El mínimo de edad para incorporarse quedó establecido en los dieciocho años. Se exigía al aspirante, si era para el coro, que contase con suficiente dominio del latín, buena salud y predisposición para el canto. Tras sestear un par de días a su llegada se incorporaba a una semana de ejercicios. Entonces se le conducía a la celda, donde se lavaba los pies y rezaba el salmo Miserere. La ceremonia simbolizaba el abandono del mundo y la apertura a un nuevo estilo de vida. Durante las cuatro semanas de postulación conservaba el traje secular, sobre el que portaba una capa negra de estameña para asistir a los actos comunitarios.

      El prior era nombrado por tiempo indefinido por el capítulo general o por su representante. En algunos casos, a la comunidad se le concedía el derecho de elegir prior, quien de cualquier forma disponía de anchurosos poderes. Sin embargo, su autoridad no era absoluta: respondía ante el capítulo general y durante la visita canónica ante los visitadores. Se le instaba además a tener presente que es juicio rigurosísimo el que corresponde a quienes gobiernan. Se les encomendaba asir bien el timón, pero a la vez trato afable con los súbditos y recordar que estaban para ayudar a los demás, no para distorsionar o imponerse. El prior era esbozado en la cartuja como un primus inter pares. Nada le distinguía de los demás en su manera de vestir.

      La elección se llevaba a cabo mediante escrutinio secreto. Para ser elector se requerían cuatro años desde la profesión, poseer sagradas órdenes, al menos el subdiaconado, y residir en el monasterio donde se había nacido a la vida cartujana. Se elegía cuando el anterior había muerto, cuando una visita había depuesto al que había o cuando este había dimitido. Se preparaban con ayuno de tres días. Como en otras organizaciones, incluida la Iglesia en su conjunto, se buscaba el equilibrio entre la jerarquía y el cuerpo electoral, tratando de evitar actitudes dictatoriales y populismos. Para ayudarle se contaba con los oficiales de la casa: vicario, procurador, sacristán, maestro de novicios y coadjutor. El vicario era la mano derecha del prior a quien suplía; el procurador administraba los bienes; el sacristán se centraba en el cuidado de ornamentos y de lo relativo al culto; el maestro de novicios preparaba a postulantes; y el coadjutor,


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