Un hijo inesperado. Diana Hamilton

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Un hijo inesperado - Diana Hamilton


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mirada y su vida había cambiado. Ella había cambiado.

      Jed se echó y la abrazó. Ella apoyó su cabeza en su hombro.

      –No quería a ninguna de las mujeres que puedes encontrar si haces vida social: superficiales y vacías, el tipo de mujer que sólo se interesa por la cuenta bancaria de un hombre. Yo te quería a ti. Una mujer inteligente, con éxito, una mujer hecha a sí misma, y extremadamente bella. ¡Y muy sexy! Y por lo que me has contado, tu anterior matrimonio está totalmente superado. Te casaste cuando eras casi una niña. ¿Cuántos años tenías? ¿Diecinueve? Cariño, todo el mundo tiene derecho a cometer un error, ¡y tu error fue tu marido!

      ¿Un error? ¿Y qué pasaba con el último que había cometido? ¿Sería capaz de ser tan comprensivo?, pensó Elena.

      Si por lo menos no se hubieran casado tan rápidamente. Si hubiera tenido en cuenta las posibles consecuencias de lo que habían hecho Sam y ella aquella noche… Los efectos del vino, la embriagadora promesa de una primavera temprana en España, la sensación de que le faltaba algo en su vida aparentemente perfecta, y una dosis de sentimentalismo la habían llevado a algo que podía estropear la relación con el hombre que amaba, el que le había enseñado a reconocer la profundidad y fuerza de un amor que jamás había podido imaginar.

      Elena dio vuelta la cabeza y besó el pecho de Jed; buscó sus tetillas, acarició el calor de su piel hasta llegar a su vientre musculoso. Oyó la respiración agitada de Jed, sintió la respuesta de su cuerpo y reprimió sus lágrimas saladas y calientes. No quería llorar. ¡No lloraría!

      Jed la besó apasionadamente, poseyéndola en aquel beso, y ella le respondió con el fuego de su deseo, de su adoración por él. Lo envolvió con sus piernas, y se abrió a él, aceptándolo con avidez, reaccionando a sus caricias, que exploraban todo su cuerpo.

      Ella sintió la intensidad de su deseo cuando él la poseyó. Se perdió en aquella pasión, se olvidó del miedo por un momento mientras hacían el amor, mientras se volvían locos de placer y llegaban a las puertas del éxtasis. Ella le besó el cuello, sintió el latido de su corazón y se aferró a aquel momento, porque tal vez fuera la última vez.

      –¡Podría acostumbrarme a esto!

      A pesar de que había salido descalza de la casa encalada hacia el patio, Jed debía de haberla oído. O había presentido su presencia, del mismo modo en que ella siempre intuía su cercanía, antes de verlo.

      Llevaba la camiseta metida en un pantalón de algodón gris. Aquel aspecto tan varonil confundía sus sentidos. Jed bordeó la pared baja que dividía el patio de los jardines que formaban una suave pendiente hacia abajo.

      –Por si piensas que soy un aprovechado que me ahorro dinero en la luna de miel usando la casa de mi esposa como hotel, he hecho el desayuno.

      Había preparado café, un plato con fruta fresca, pan crujiente y aceitunas.

      –Aunque había pensado que podría arreglarme sin comida. ¡Realmente estás para comerte! ¡Satisfaces todos mis apetitos!

      Elena fijó sus ojos azules verdosos en los de él.

      A partir de aquel momento, cada instante era aún más preciado para ella: cada palabra dicha con amor, cada gesto se hacía más valioso, porque pronto aquello se terminaría.

      Después de ducharse, Elena se había puesto unos pantalones cortos y una vieja camiseta. No se había molestado mucho en arreglarse, porque hacía una hora, cuando él se había levantado ella había fingido estar dormida y había aprovechado el tiempo que había estado sola en la cama para pensar, y había decidido que no tenía sentido esperar el momento oportuno para meter la serpiente venenosa en aquel paraíso.

      Nunca iba a ser buen momento para lo que tenía que decirle, y cuanto más tiempo le ocultase la verdad, sería peor.

      Pero las miradas de Jed a su cuerpo delgado, alto, elegante, y a sus piernas levemente bronceadas, la paralizaban y despertaban en ella un deseo que borraba momentáneamente sus intenciones de confesarle la verdad. Despreciaba su debilidad, pero no era capaz de hacer nada.

      Por lo tanto, contestó a su comentario mientras servía el café:

      –No hace falta que me halagues. No tienes nada de aprovechado. ¡Casi te he obligado a que pasáramos la luna de miel aquí!

      Ella estaba muy orgullosa de su casa. Había comprado una antigua casa de labranza andaluza con parte del dinero que había cobrado por la adaptación al cine de una novela suya que había resultado un bestseller. Jed y ella habían decidido usarla como casa para vacaciones e ir allí cada vez que les fuera posible, algo que le haría mucho bien a Jed, sometido a las presiones de su puesto de director general del negocio familiar. Tenía sucursales en Londres, Amsterdam, Nueva York y Roma. La empresa llevaba dos siglos suministrando piedras preciosas a los ricos.

      Sam no había querido saber nada de aquel negocio y se había dedicado al competitivo mundo de la fotografía periodística.

      –Ahora comprendo por qué Sam venía aquí tan a menudo entre trabajo y trabajo. La vida tiene otro ritmo aquí. El paisaje es interminable y el sol generoso. Una vez me dijo que era en el único sitio donde encontraba paz –Jed se volvió a servir café y le acercó la cafetera a ella. Elena agitó la cabeza. Apenas había bebido un sorbo de café. Oírlo hablar de su hermano la ponía nerviosa. ¿Por qué había decidido hablarle de él en aquel momento? No podía mirarlo a los ojos.

      Jed dejó la cafetera en su sitio, tomó una naranja del plato y empezó a pelarla.

      –En los dos últimos años, sobre todo, lo mandaron a los peores lugares del mundo. Aunque se me ocurre que a él siempre le gustaba estar al filo del peligro. Debió de estar agradecido a la tranquilidad que encontraba en este lugar. Contigo. Parecía conocerte muy bien. Debisteis de estar muy unidos.

      Elena volvió a sentir un nudo en la garganta. Jed apenas había nombrado a su hermano desde el día del funeral, pero ahora realmente demostraba su pena. Los hermanos habían tenido muy poco en común, pero se habían querido. Aunque en aquel momento ella presintió que había algo más. Algo extraño. Tal vez una pizca de envidia, de celos quizás.

      –Era un buen amigo –respondió ella, con voz trémula.

      Miró cómo Jed pelaba la fruta. Tenía movimientos bruscos. Se preguntó si lo conocía tanto como había pensado.

      Elena se estremeció y lo oyó decir:

      –En cierto modo, creo que Sam deploraba el hecho de que yo cumpliera con mi deber, como él lo llamaba, el que me hubiera hecho cargo del negocio familiar después de que muriese nuestro padre. Yo diría incluso que me despreciaba un poco.

      –¡No! Él te admiraba y te respetaba, es posible que a su pesar, por cumplir con tu deber, y por hacerlo tan bien. Una vez me dijo que tu cerebro para los negocios lo impresionaba, y que prefería salir y hacer su trabajo por ahí, en lugar de vivir a la sombra de su hermano en la empresa familiar.

      Jed la miró intensamente, como si estuviera reflexionando acerca de ello. Finalmente dijo:

      –No lo sabía. Quizás no debí de envidiar su libertad de hacer lo que quería y mandar a paseo a todo el mundo, si era necesario para lograrlo –la tristeza tensó su voz–. Supongo que había un montón de cosas que no conocía de mi hermano pequeño, excepto cuánto te quería. Cuando venía de visita a casa, siempre hablaba de ti. Me regaló uno de tus libros y me dijo que me impresionaría. Me impresionó. Manejas el terror con una sofisticación, una inteligencia y una sutileza tal, que logras algo refrescante, alejado de las novelas llenas de sangre que abundan en el género.

      –Gracias.

      Notó algo diferente en el tono de voz. Algo que jamás había oído. Tal vez fuera un ápice de reproche. Ella se levantó y se apoyó en la pared, mirando el paisaje, algo que siempre le daba tranquilidad de espíritu. Pero aquella vez no lo logró.

      Su casa estaba en lo alto. Abajo quedaba el pueblo de casas blancas. Aquella altura se beneficiaba de una


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