Un hijo inesperado. Diana Hamilton

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Un hijo inesperado - Diana Hamilton


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que enfrentar la verdad. Debía decírselo antes de que terminase el día.

      ¿Podría usar su don de las palabras para hacerle comprender por qué había actuado de aquella manera? No parecía posible.

      Desde el fin de su desastroso matrimonio, se había negado a dejarse derrotar por nada, a perder su independencia. Pero aquello… Aquello era diferente.

      –No has comido nada –Jed se había puesto de pie detrás de Elena, sin tocarla. Ella sentía el calor de su cuerpo, no obstante. A pesar de ello, Elena tembló.

      –¿No tienes hambre? ¿Has perdido el apetito de repente?

      Aquel tono frío la aterraba. ¿Sospecharía algo? No. No era posible.

      Elena sonrió forzadamente.

      –No. Simplemente estoy perezosa, supongo –dijo. Volvió a la mesa. Tendría que obligarse a comer algo, aunque su estómago rechazara cualquier cosa que le ofreciera–. Creí que íbamos a ir a la costa hoy –tomó algunas uvas–. A Cádiz, tal vez, o a Vejer de la Frontera si quieres algo más tranquilo. No hemos salido apenas en toda la semana.

      –No hemos sentido la necesidad de hacerlo. ¿No te acuerdas?

      Ella mordió la uva. Jed había hablado con desgana, pero no podía negar que aquellas palabras tenían un cierto tono de acusación.

      No habían necesitado abandonar la casa. Les bastaba con ellos solos. Sólo habían hecho algunas excursiones a los jardines y a los pinares, habían comido en el patio o en la pérgola llena de flores, disfrutando de la maravillosa soledad, de hacer el amor, sólo conscientes de estar viviendo. Juntos.

      –Por supuesto que sí –contestó ella, con un nudo en la garganta.

      De pronto, pareció evaporarse aquel sentimiento de intimidad, de ser el uno para el otro. Sabía que aquello ocurriría cuando le diera la noticia, pero en aquel momento no tenía por qué ser así.

      Algo había pasado desde que había empezado a hablar de Sam.

      –Le dije a Pilar, la persona que me ayuda con las cosas de la casa, que se marchara después de poner la compra en el frigorífico. Ya no vendrá por aquí –ella habló suavemente, tratando de reconstruir la maravillosa atmósfera durante un tiempo más–. Estamos quedándonos sin provisiones, así que pensé que podríamos combinar las excursiones y paseos con las compras. Eso es todo –agregó Elena.

      –¿Sí? –él se echó hacia atrás en la silla y se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. Sus ojos grises de acero observaron el rostro de Elena. Habló en voz baja, pero sombría–. Sam y yo teníamos nuestras diferencias, pero él era mi hermano y yo lo quería. Su muerte fue un duro golpe para mí. Hasta que no llegué aquí, donde él fue feliz, donde encontró paz y alivio, no he podido ser capaz de ver lo que sentía. Pero me parece que tú no quieres hablar acerca de él. Parece que te resulta molesto hablar de Sam. ¿Por qué? –preguntó Jed.

      Ella no podía negarlo. Tomó la taza de café, que se había quedado frío, y tragó la mitad.

      –¿Erais amantes? ¿Es ésa la razón?

      Ella sintió un dolor en su corazón, un nudo en el estómago y el sudor asomando a su frente. Por primera vez desde que lo había conocido lamentó profundamente aquella habilidad que tenía Jed para leer su alma. Se retorció las manos en su regazo e intentó sonreír.

      –¿Por qué lo preguntas? ¡No me digas que quieres empezar una pelea!

      –Pregunto porque el que yo hable de él parece perturbarte. Es algo en lo que no había pensado antes. Pero, por lo visto, Sam pasó bastante tiempo aquí. Él era un hombre atractivo. Y a eso hay que agregarle el aura de peligro de su profesión, no era simplemente el «dueño de una tienda», y tú eres una mujer extremadamente hermosa con un talento que él admiraba… Te repito la pregunta.

      Elena sintió que temblaba todo su interior. Aunque Jed hacía todo lo posible por parecer sereno, sus manos estaban apretadas en forma de puños dentro de los bolsillos y su mandíbula parecía tensa. Había algo más en aquel hombre que ella no podía comprender.

      El hecho de que ella hubiera estado casada antes no le había importado. No había querido que ella le hablase de ello. Lo había asimilado perfectamente.

      –Fue un error terrible. Él resultó ser un hombre despreciable –había dicho ella. Pero no la había dejado continuar con más explicaciones.

      Él había quitado importancia a su matrimonio con Liam Forrester. Lo había considerado totalmente irrelevante y no había preguntado si había habido algún otro hombre en su vida después de entonces. Había actuado como si lo único que le hubiera importado hubiera sido su futuro con ella.

      Sin embargo, al mentar a Sam había empezado a mirarla con algo parecido a los celos y el enfado con aquellos ojos que antes sólo la habían mirado con amor, calidez y deseo hambriento.

      ¿Sería porque Sam había sido su hermano? ¿Había una cierta amargura en aquella boca sensual en aquel momento? El tono con el que había pronunciado la palabra «dueño de una tienda» le hacía pensar que Sam había empleado aquel término alguna vez con él. Y que el resentimiento aún estaba vivo en él.

      ¿Había sido apuesto Sam? Desde luego no había sido tan alto como su hermano. Ni tan atractivo. Sam no tenía aquel aura de peligrosa masculinidad, ni de fruto prohibido que tenía Jed.

      –Elena, necesito saberlo –dijo con tensión en la voz.

      Hacía unas horas podría haberlo tranquilizado. Pero en aquel momento, después de saber lo que sabía, era imposible.

      –Conocí a tu hermano en una fiesta que di para celebrar mi segundo contrato para una película. Hice muchos amigos en aquel momento. Sam asistió con Cynthia y Ed Parry. Él se alojaba en su casa por unos días. Al parecer conocía a Ed desde los tiempos de universidad.

      Jed no le quitaba los ojos de encima. Quería saber. Pero ella sólo podría hacerlo a su modo.

      –De eso debe de hacer un par de años –siguió ella–. Y como sabes, él a menudo visitaba este rincón de España cuando necesitaba desconectar. Normalmente se quedaba en casa de los Parry…

      –Pero no siempre.

      –No. Empezamos a conocernos bien, a disfrutar de la mutua compañía. Él pasaba por aquí por las noches y nos gustaba conversar, y, algunas veces, si se hacía tarde, le ofrecía quedarse en una de las habitaciones de invitados que tengo. Me preguntas si éramos amantes… Él una vez me dijo algo así como que no era una persona muy sexual, algo que tenía que ver con el hecho de usar toda su energía física y emocional en su trabajo. Él conocía los peligros que entrañaba el conseguir noticias en los lugares más conflictivos del mundo. Me habló mucho acerca de ti, de tu madre, de tu casa. Él estaba orgulloso de su familia. Me dijo que jamás se casaría, que un compromiso semejante no habría sido sensato por su parte, ni justo, por el modo en que se ganaba la vida. Pero me dijo que tú sí querrías hacerlo; con alguna mujer que te diera hijos, porque tú no querrías que se acabara el negocio familiar contigo. Dijo que las mujeres se te echaban encima. Pero que tú eras exigente. Y discreto.

      Ella se dio cuenta tarde de lo que estaba haciendo. Y se arrepintió de ello. Estaba intentando dar vuelta la situación y dar a entender que usaba a las mujeres y que luego las dejaba.

      Y su mirada de resentimiento le decía que él se había dado cuenta de lo que estaba haciendo ella. Y por qué.

      De pronto, las náuseas que la habían estado amenazando toda la mañana se hicieron un hecho innegable. Se puso en pie rápidamente. Se tapó la boca y corrió por la casa hacia el cuarto de baño.

      Él la siguió.

      Cuando terminó todo, ella se apoyó en la pared alicatada, deseando poder volver en el tiempo tres meses atrás.

      –Cariño… ven aquí –él la estrechó en sus brazos. Ella apoyó


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