Cluny Brown. Margery Sharp

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Cluny Brown - Margery Sharp


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el lavado y zurcido de toda la ropa de Cluny. El uniforme se lo darían allí. ¡Una chica con suerte!, exclamó la señora Trumper muy animada. ¡No tener que buscarse sus propios delantales! Cluny no dijo nada. Esos últimos días apenas abría la boca y el señor Porritt estaba casi tan callado como ella. Por la noche, cuando Addie se marchaba por fin, el silencio caía como un apagavelas sobre la antes alegre morada de String Street. Los dos habían dicho ya lo que tenían que decir, casi con demasiados pormenores, y al menos el señor Porritt estaba decidido a no volver a empezar. Pero la última noche que Cluny iba a pasar en casa, justo ocho días después de su incursión en la vida artística, su tío llegó con un paquetito rectangular y lo dejó en silencio delante de ella: dentro había tres fotografías, una de él, otra de Floss y otra de la madre de Cluny, dispuestas una junto a otra en un marco dorado de estilo inglés.

      —¡Oh, tío Arn!

      —He pensado que deberías tenerlas —dijo el señor Porritt algo brusco—. No he encontrado ninguna de tu padre.

      —¡Tú eres como mi padre! —exclamó Cluny con vehemencia—. Tío Arn, ¿por qué tengo que marcharme?

      —Es lo mejor.

      Cluny observó su rostro, cuadrado, un poco chato y de expresión decidida, y se dio cuenta de que nada le haría cambiar de opinión. Tenía que irse, entrar a servir en Devonshire. Era su destino. Lo que la suerte le tenía reservado. Las viejas preguntas —Cluny también era consciente de ellas— por fin tenían una respuesta. ¿Quién te crees que eres, Cluny Brown? RESPUESTA: Una Doncella de Altura.

      —¡Tío Arn! —suplicó Cluny—. ¿Puedo volver si no me gusta?

      —No —dijo el señor Porritt—. Que no te guste no es razón suficiente.

      —¿Y si no me dan de comer? ¿Y si me pegan? —insistió Cluny a la desesperada.

      —No harán nada de eso —le aseguró su tío—. Si lo hacen, escríbeme.

      Cluny contempló la habitación con cara de espanto, como si fuera un furgón policial que iba a llevarla a prisión. La imagen de algunas de sus cosas aún desperdigadas por ahí —restos de costura, su colección de calendarios, un libro que había que devolver a la biblioteca de dos peniques— se burlaba de ella con ese falso aire hogareño y, cuando vio el pájaro de cristal hilado en lo alto del reloj, el que había guardado del último árbol de Navidad que la tía Floss y ella habían adornado juntas, se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero no sirvió de nada; no había lágrimas que pudieran ablandar a su tío, que ahora rellenaba su pipa con parsimonia mientras endurecía el corazón con la idea de que aquello era lo mejor. Cluny cogió el marco con las fotografías y lo envolvió de nuevo con cuidado.

      —Es un regalo muy bonito. Pensaré mucho en ti.

      —En lo que tienes que pensar es en el trabajo —repuso su estricto consejero.

      Cluny exhaló un profundo suspiro y rodeó la silla donde estaba sentado su tío, se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

      —Buenas noches, tío Arn. Mañana ya no estaré contigo.

      —Buena chica —dijo el señor Porritt.

      III

      Cluny Brown subió a su habitación y con gran esfuerzo, como si la tristeza fuera un obstáculo físico, se preparó para irse a la cama. Por primera vez en la vida se sentó para cepillarse el pelo, pero después de dos pasadas desistió. Le parecía que la pena llenaba su cuarto como el agua de una cisterna, y aquel símil tan familiar, tan evocador de la pasada felicidad, hizo que Cluny se sintiera peor que nunca. El mundo de la fontanería la había rechazado. Ya no haría facturas por revisar una caldera ni oiría por teléfono los emocionantes indicios de un sótano inundado ni enviaría a su tío como si fuera un coche de bomberos al lugar del desastre; nunca más, en las acogedoras horas de la noche, lo recibiría a su vuelta y le oiría contar cómo se había encontrado un ratón en el desagüe. Era el fin, se había acabado. «¿Por qué las chicas jóvenes dejan sus hogares? —pensó Cluny con amargura—. Porque las echan.»

      Aquella invectiva, sin embargo, consiguió desviar el curso de su pensamiento. ¿Qué queja tenía su tío de ella? Ni más ni menos —porque todo se reducía a eso— que no sabía cuál era su lugar. Cluny no lo entendía. Pensaba en sus dos grandes delitos y no entendía por qué su lugar no iba a estar en el Ritz, si podía permitirse pagar por tomar el té allí, o en la fiesta del señor Ames, si este tenía la amabilidad de invitarla. (Aquello aún le dolía; era como recibir un portazo en la cara.) Y si dos pequeñeces así podían enojar al señor Porritt hasta el punto de echarla de casa, seguir viviendo con él se le antojaba una interminable pelea de perros. (Nunca se le pasó por la cabeza que tal vez ella debería enmendarse.) Entrar a servir en Devonshire, por otra parte, le ofrecía al menos un horizonte más amplio, y ampliar sus experiencias era en general lo que Cluny buscaba de manera inconsciente. Era lo que estaba buscando cuando fue al Ritz, y cuando se bebió el cóctel del señor Ames, y cuando —ahora volvió a acordarse— había comprado un cachorrito por media corona en Praed Street. Todo aquello le había traído problemas, en especial el cachorrito, que el señor Porritt la obligó a regalar al lechero. Los problemas, de hecho, parecían ser lo suyo, pero si había más esperándola en Devonshire, al menos serían de una clase distinta.

      Como resultado de estas reflexiones, Cluny se metió en la cama con una actitud mucho más optimista. No se había resignado, pues nunca lo hacía, pero sentía cierta expectación. Al menos le estaba ocurriendo algo, y eso era lo único que Cluny Brown había deseado de manera constante toda su vida. No verse ignorada por el destino, incluso al precio de recibir algún garrotazo; no esconderse, ni siquiera de la tormenta; no llevar una vida tranquila, en suma, sino plena.

      CAPÍTULO 4

      I

      En la casita del jardín de Friars Carmel, el sábado anterior, lady Carmel estaba preparando las flores para los jarrones. Como muchas mujeres inglesas de su edad y posición social, encontraba en esta tarea un desahogo estético y no necesitaba ningún otro. Sus arreglos florales al estilo holandés gozaban de una merecida reputación.

      —¡Por favor, querido! —murmuró—. ¡Estás tirando la ceniza sobre el ciruelo!

      La persona a la que se dirigía era su hijo Andrew —recién licenciado en Cambridge y llegado, aún hacía menos tiempo, de un viaje por el continente—, que estaba sentado en un extremo de la mesa de las flores y fumaba con aire impaciente. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el talón.

      —Madre, ¿quieres hacer el favor de escucharme? Esto es muy importante.

      —Te estoy escuchando. Has invitado a un amigo a que pase aquí una temporada y estoy segura de que será muy agradable.

      —No es un amigo. Es un hombre de letras polaco sumamente distinguido.

      —Pues mucho mejor, cariño. Invitaremos a cenar al párroco. Estuvo a punto de ir a Polonia hace solo dos años. No creas que estoy diciendo tonterías —se apresuró a añadir lady Carmel—. Aunque al final no fue, había leído mucho sobre el país en las guías de viaje. Dime otra vez el nombre de tu amigo, querido.

      —Adam Belinski. —Andrew respiró hondo—. Acaba de venir de Alemania. Ha conseguido escapar con vida. No creo que debamos invitar al párroco a cenar; de hecho, cuanta menos gente sepa que está aquí, mejor.

      Lady Carmel esbozó una sonrisa indulgente. Su querido Andrew, pensó, ¡aún era un chiquillo que creía en misterios y conspiraciones! Y, por otra parte, estaba hecho un hombre, siempre preocupado por la política y el Gobierno.

      —¡Mi querido Andrew! —dijo en voz alta.

      Andrew se bajó de la mesa y empezó a pasearse inquieto de un lado a otro.

      —No puedo hacer que lo entiendas, ¿verdad? —se lamentó con amargura.


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