Cluny Brown. Margery Sharp

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Cluny Brown - Margery Sharp


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el sombrero… El señor Syrett retiró sus objeciones al profesor de manera implícita, cambiando de tema.

      —¿Postgate ha podido ayudarla, señora Maile?

      La gobernanta volvió a exhibir su calma habitual.

      —Va a enviarme a alguien, así que supongo que debería estarle agradecida. Veinte años y sin ninguna cualificación. No obstante, tal y como he señalado en mi carta de respuesta: mejor sin cualificación que mal enseñada.

      IV

      Antes de ir a arreglarse para el almuerzo, lady Carmel se asomó al despacho de su marido y lo vio escribiendo. A medida que sus facultades físicas se deterioraban y le hacían imposible cazar, sir Henry se había entregado a la pluma. En todos los rincones del mundo, sus amigos de juventud empezaron a recibir las larguísimas y aburridísimas cartas que les enviaba: Rodesia, Tanganica, Singapur, Australia, India, Nueva Zelanda y las Bermudas… Las epístolas de sir Henry viajaban siempre muy lejos, pues no creía que valiese la pena escribir a nadie que estuviera más a mano. Así pues, las cartas tardaban mucho tiempo en llegar y las respuestas aún más en volver, y cualquier noticia se quedaba anticuada en el camino, pero aquello otorgaba a su correspondencia un peculiar carácter atemporal que resultaba muy reconfortante.

      —Harry, querido —le dijo lady Carmel—, ¿ha hablado Andrew contigo sobre ese amigo suyo?

      —¿El gánster? Sí, me lo ha dicho —repuso sir Henry.

      —Querido, no es ningún gánster, estoy segura. Creo que lo has entendido mal.

      —No tenía ni pies ni cabeza —admitió su marido—. Andrew dice que es un caballero y confío en el juicio del muchacho. También me ha contado algo sobre las cuadras, así que espero que le gusten los caballos. ¿Tú sabes quién es?

      —Sí, querido, claro que sí —contestó lady Carmel—. Y deberías prestar más atención porque, por algún motivo, Andrew se toma el asunto muy a pecho. Es un profesor polaco que ha tenido problemas con los nazis. Andrew cree que aún podrían intentar hacerle algún daño, pero desde luego eso es ridículo y yo creo que el profesor le habrá dicho que deseaba pasar unas vacaciones tranquilas, lo cual es muy natural, y Andrew se ha imaginado el resto. Siempre ha sido un romántico.

      —Pobre tipo —dijo sir Henry refiriéndose al profesor. Había dedicado toda su vida a los deportes sangrientos y era una de las personas más bondadosas del mundo.

      V

      De modo que así, capa tras capa, sin ningún esfuerzo consciente, la ostra que era Friars Carmel pulió y recubrió su grano de arena para dar lugar, como si fuera una perla, a un distinguido profesor asiduo de la embajada británica que se estaba recuperando de una operación y era aficionado a los caballos.

      Por supuesto, no sucedió nada parecido con la nueva doncella.

      CAPÍTULO 5

      I

      Cluny Brown llegó a Friars Carmel en un Rolls-Royce. Ese no era el plan original; tendría que haberla recogido el jardinero, junto con un paquete de Harrod’s, en la camioneta, pero a última hora resultó que el jardinero se había ido a buscar un cortacésped y lady Carmel se había llevado el coche. La señora Maile, entonces, telefoneó al jefe de estación, que le dijo que el coronel Duff-Graham estaba en el andén, y el coronel Duff-Graham se mostró más que dispuesto a llevar cualquier cosa a Friars Carmel. No contaba, claro, con que fuese una doncella. Él estaba esperando a un perro labrador, un viajero nervioso que requeriría toda su atención, pero, tal y como se dieron las cosas, el labrador ya había conocido a Cluny, quien, deambulando por el convoy, había descubierto a la magnífica criatura en el vagón del jefe de tren y se pasó el resto del viaje con él. Salieron juntos de un salto, los dos muy contentos de poder estirar las largas piernas, y el coronel fue a toda prisa hacia Roderick con el jefe de estación pisándole los talones. El jefe de estación reconoció a Cluny de inmediato porque era la única persona del andén a la que aún no conocía.

      —Señorita C. Brown —afirmó.

      Cluny admitió su identidad y la situación quedó explicada enseguida. Salieron en busca del Rolls. Cluny, por supuesto, tendría que haber ido delante, pero Roderick no dejaba de intentar saltar para ir con ella, con tanta insistencia que tras recorrer apenas un kilómetro el coronel hizo parar el coche y la invitó a sentarse detrás. El labrador se echó de inmediato sobre sus rodillas como si fuese una bonita manta.

      —Parece que se ha encaprichado de usted —dijo el coronel.

      —Es que he ido hablando con él todo el camino —le explicó Cluny.

      —¡No me diga! Pues ha sido muy amable por su parte —repuso el otro con cordialidad—. Es un animal de mucho nervio.

      —Es una preciosidad.

      Tras una rápida ojeada, el coronel decidió que aquello era más de lo que se podía decir de ella: jamás había visto a una joven tan poco agraciada. No es que eso fuera algo importante en una doncella y, en todo caso, no parecía una muchacha vulgar. Con gran cortesía, empezó a señalarle objetos de interés local, bonitas vistas y graneros que necesitaban alguna que otra reparación.

      —¿A qué distancia queda Friars Carmel? —preguntó Cluny.

      —A unos diez kilómetros. El pueblo a ocho, la mansión a diez.

      —¿Y tienen perros?

      —No, ninguno —repuso el coronel con cierto aire de reproche—. Al viejo terrier de sir Henry tuvieron que sacrificarlo el año pasado y ya no quiere otro. Es natural, desde luego. ¿Usted tiene perro?

      Cluny negó con la cabeza.

      —Mi tío no me deja. Dice que Londres no es lugar para un perro.

      —Un hombre sensato. Debería estar prohibido por ley.

      —¿Podré tener un perro en Friars Carmel?

      —No veo por qué… —empezó a decir el coronel, pero se detuvo. En los últimos minutos había olvidado que estaba hablando con una doncella y ahora se acordó. Por supuesto que no podría tener un perro siendo una doncella—. Lo dudo —se apresuró a rectificar.

      Cluny no dijo nada, pero sus ojos negros se volvieron hacia él con una expresión de lo más triste. ¡Qué mirada! A la vez brillante y acuosa, trágica y fiera, inocente y profunda. El coronel Duff-Graham se quedó asombrado. No era, en realidad, más que la mirada de cualquier jovencita afligida, pero el coronel no estaba acostumbrado a observar de cerca a las muchachas jóvenes. (Es cierto que tenía una hija, por la que sentía el debido afecto, pero a ella no le prestaba ese tipo de atención.) Y así, influido por la mirada de Cluny, llegó a concebir una idea extrañamente heterodoxa, la primera de ese tipo que tenía en años: ¿de qué servía tratar bien al servicio, darles buena comida y todo eso, si no les permitías tener un perro? Aquello lo turbó de veras.

      —Le diré lo que puede hacer —dijo en tono amable—. La tarde que tenga libre, venga a mi casa y llévese a Roddy a dar un paseo.

      El rostro de Cluny se despejó de inmediato, le brillaban los ojos e irradiaba felicidad.

      —¡Le tomo la palabra! —exclamó entusiasmada.

      El chófer los había oído y estaba tan escandalizado que, cuando llegaron a Friars Carmel, ignoró la orden de su patrón de acercarse hasta la entrada de la mansión y detuvo el coche en la casa del guarda. Cluny abrazó a Roderick, estrechó la mano al coronel y se bajó con su equipaje. Se quedó allí de pie un momento, agitando el brazo a modo de despedida hasta que perdió de vista el coche, y luego, con una maleta en cada mano, se dio la vuelta y cruzó la verja con paso lento para entrar a servir.

      II

      —Quítate


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