Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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escribir cartas, para organizar los asuntos domésticos de mis padres… —Greta se encogió de hombros—. A fin de cuentas, es mía y no he hecho nada malo, nada que merezca que me confisquen mis cosas.

      —Creo que le vendrá bien no tener la tentación de una máquina de escribir, fräulein Lorke. —El oficial mayor cerró la carpeta y se puso en pie—. Le daremos un buen uso en beneficio del Reich.

      Greta apretó los labios para reprimir una contestación furiosa. No podía permitirse comprar una máquina de escribir nueva cada vez que un nazi metía la pata.

      Echando pestes para sus adentros, se dejó acompañar hasta la puerta por el oficial joven, a cuyo brazo alzado se limitó a responder con un seco movimiento de cabeza. Se fue directamente a la universidad, donde confirmó que el Departamento de Sociología estaba prácticamente difunto. El profesor Mannheim se había ido justo a tiempo.

      No había ya nada que la retuviera en Fráncfort. Avisó a su casera de que se marchaba, cerró las cuentas bancarias y pagó recibos pendientes, y empaquetó todas sus cosas. Dos días después, se embarcó en el tren de la mañana con rumbo a Berlín.

      Lo primero era encontrar un lugar donde alojarse. Como solo disponía de unos pequeños ahorros y no tenía ninguna certeza de que fuese a encontrar trabajo enseguida, se abstuvo de lujos y comodidades y alquiló una habitación en un cobertizo para botes en la orilla del río Havel en Pichelswerder, un lejano barrio del oeste situado al norte de Grunewald.

      Después dejó un mensaje para Adam en el Staatstheater: si quería verla estaría en el Romanisches Café a las tres de la tarde del día siguiente.

      Tal y como se imaginaba, Adam acudió; para su sorpresa, fue el primero en llegar. Al verla entrar, se levantó de la mesa y cruzó la sala para salir a su encuentro. La cogió de las manos, la acercó a él, le dio un beso en la mejilla y murmuró tiernas palabras de bienvenida, todo con una energía intensa, casi febril.

      Se sentaron y pidieron café y tarta.

      —¿Has venido solo de visita o piensas quedarte?

      —Me quedo. —Quiso ser sincera, y añadió—: Por ahora.

      Si se quedaba sin ahorros antes de encontrar trabajo, tal vez tuviera que volver a casa con sus padres.

      —Has vuelto a una ciudad muy distinta de la que dejaste.

      —Me di cuenta nada más bajarme del tren. —Reprimiendo un escalofrío, Greta dio un sorbo al café y miró la calle; en la acera de enfrente vio banderas con la esvástica colgando de ventanas y balcones—. Anna Klug insiste en que el teatro alemán está muerto. Dime por favor que se equivoca.

      Adam hizo una mueca.

      —Ojalá pudiera.

      El Staatstheater se había vuelto insufrible bajo la nueva dirección, explicó mientras Greta disfrutaba del sonido de su voz, de las expresiones y ademanes que tan bien conocía. El director no había renovado el contrato del cuñado de Adam, Hans Otto, a pesar de los elogios que había recibido su magnífica actuación en Fausto: Segunda Parte. La coprotagonista ocasional de Otto, la hermosa y aclamada Elizabeth Bergner, judía, había huido de Alemania. El escritor Armin Wegner, colaborador asiduo de Adam, había desaparecido en los campos de prisioneros de la Gestapo después de escribir una apasionada carta denunciando el antisemitismo y enviársela a Hitler a través del cuartel general de los nazis en Múnich. Otros amigos y colegas habían sido arrestados o habían huido del país, o habían elegido guardar un cauto silencio que Adam despreciaba.

      —No puedo eludir la responsabilidad de mantenerme políticamente activo —dijo con vehemencia, suscitando la admiración a la vez que la inquietud de Greta—. Tú también tienes que comprometerte políticamente. Abandona ese desapego profesional de socióloga y comprométete. No te quedes al margen observando, analizando.

      —Eso tenía pensado —respondió, un poco a la defensiva—. ¿Para qué si no te crees que he vuelto? Pero voy a usar la cabeza. No voy a enviarle amables cartas a Adolf Hitler implorándole que deje de odiar a los judíos.

      —Sí, tienes razón; en situaciones de desventaja, la discreción quizá sea el ingrediente más importante del valor. Pero en esta lucha, todo el mundo debe tomar partido. El que no se oponga activamente a los nazis será su cómplice.

      —Yo jamás seré su cómplice —contraatacó, la voz baja y rabiosa. Sus miradas se cruzaron. Los ojos de Adam rebosaban afecto y admiración, y Greta se sintió desbordada por un torrente abrasador de amor y deseo, maravilloso y terrorífico a la vez, hasta que se obligó a apartar la vista, no fuera a arrastrarla y acabara perdiéndose.

      Se hizo un largo silencio. Bebió otro sorbo de café, que se estaba enfriando en la taza, y dio un mordisquito a la tarta.

      —¿Estás trabajando? —preguntó Adam al fin—. ¿Vas a terminar el doctorado en la Universidad de Berlín?

      —¿Ahora que están expulsando a los estudiantes? No creo que me aceptasen. —Greta subrayó sus palabras moviendo la cabeza—. He pensado que podría buscar trabajos de edición y clases particulares. Ya me las he apañado antes trabajando a destajo. Seguro que podré volver a hacerlo.

      —Preguntaré por ahí, si quieres. Puede que alguno de mis amigos del mundo del teatro necesite un ayudante.

      —Gracias. —Sacó un lápiz y un cuadernito del bolso, garabateó su nueva dirección y el número de teléfono, arrancó el papel y lo deslizó por encima de la mesa—. Te agradezco la ayuda.

      Adam hizo ademán de coger el papel, pero le cogió la mano.

      —Greta, me dijiste que te llamase cuando estuviera soltero. No lo estoy.

      Se le cayó el alma a los pies.

      —Cuando me escribiste, tuve la esperanza de que fuera porque habían cambiado las cosas.

      —Si me divorcio de Gertrud, Marie jamás me dejará volver a ver a mi hijo.

      —Eso me dijiste.

      —Gertrud y yo tenemos un pacto.

      —Yo no soy como Gertrud, Marie, Otto y tú. Llámame burguesa o anticuada si quieres, pero no podría ser feliz con un acuerdo así. No necesito estar casada, pero tengo que saber que mi hombre es mío y solo mío.

      La mano de Adam se cerró más sobre la suya.

      —Y yo lo sería. Te quiero más de lo que jamás he querido a nadie. Te lo juro, sería tuyo y de nadie más.

      A regañadientes, Greta apartó la mano.

      —Piénsatelo. Piénsatelo bien, con sinceridad. Cuando estés seguro, y solo entonces, hazme una promesa que pueda creerme.

      —Greta…

      —Piénsatelo, Adam.

      Se levantó rápidamente y salió del café, temiendo que se le fuese al traste la resolución y se retractase de todo lo dicho antes que arriesgarse a perderle para siempre.

      Cuando ya había recorrido dos manzanas, oyó que un hombre la llamaba, y al pronto se sintió dividida entre la euforia y la consternación por que Adam no se hubiese tomado más tiempo para pensarse el ultimátum que le había dado. Pero al volverse vio a un hombre rubio, alto y delgado con gafas redondas de montura de alambre que la saludaba con la mano mientras corría hacia ella.

      —¿Arvid? —balbuceó—. ¿Arvid Harnack?

      —Greta Lorke. Sí, eres tú. —Asombrado, le cogió la mano y le dio un fuerte apretón—. No me lo puedo creer. No has cambiado ni pizca.

      Greta se rio, y la risa le salió un poco temblorosa.

      —Sí que he cambiado, sí.

      —¿Qué has estado haciendo todos estos años? ¿Cuándo te fuiste de Wisconsin? —Movió la cabeza y sonrió—. ¡Cuántas preguntas! Pero Mildred también querrá oír las respuestas. Vente conmigo a casa


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