Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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tenían objeciones tan firmes como las de frau Koch, y por motivos similares, pero se las estaban callando por respeto a su derecho a decidir por sí misma?

      El resto de la velada transcurrió sin incidentes, pero cuando Dieter se despidió de ella no solo le dio un beso sino que también la dejó con la perturbadora sensación de que surgirían más objeciones antes de que se hubieran resuelto estas. Alegando jaqueca, agradeció a sus padres la cena, les dio un beso de buenas noches y subió corriendo a su dormitorio.

      Se preparó para acostarse y se metió en la cama con un ejemplar muy gastado de La llamada de lo salvaje que le había prestado Mildred Harnack y que Sara no se atrevía a leer en ningún otro sitio más que en casa, ya que las obras de Jack London estaban entre las quemadas y prohibidas por la verbrennungstakt del 10 de mayo. Hasta entonces, su evocadora prosa siempre la había transportado en un abrir y cerrar de ojos a la vasta naturaleza salvaje de Yukón, pero aquella noche no se quitaba de la cabeza los asuntos planteados durante la cena y los que todavía quedaban por discutir. Dejó el libro a un lado y apagó la luz, pero el sueño le era esquivo. Al final apartó las sábanas de un tirón, se puso la bata y fue a prepararse una taza de manzanilla para que se le pasara el comecome. Salió sigilosamente para no despertar a sus padres, pero desde lo alto de la escalera vio luz en el salón y se dio cuenta de que seguían despiertos.

      Seguro que una conversación sincera la tranquilizaría más que una manzanilla, se dijo, y bajó las escaleras. Justo cuando iba a dar unos toquecitos en la puerta abierta, oyó a su padre decir:

      —Todo va a ir bien. No es un joven desagradable, ni cruel, ni inaceptable desde ningún punto de vista.

      —Y entonces, ¿por qué nos oponemos? —contestó su madre.

      El corazón de Sara latía aceleradamente. Respiró hondo, sin hacer ruido, y aguzó el oído.

      —¿Oponernos? —dijo su padre—. Es una palabra muy fuerte para referirse a una pequeña reticencia.

      —Natan dice de él que es un traje vacío.

      —Natan tiene expectativas muy altas para los jóvenes que persiguen a sus hermanas.

      —Siempre ha sido así —dijo su madre—. Sara quiere a Dieter. ¿No debería bastarnos con eso?

      —Supongo. —Su padre suspiró—. Tenemos que pensar en todas las cosas buenas que pueden salir de este matrimonio. Está progresando en su profesión y seguro que mantendrá bien a su familia.

      —Sí, y es muy guapo, así que tendremos nietos preciosos.

      —¿Judíos preciosos o cristianos preciosos? Creo que la última palabra la tendrá la suegra de Sara.

      —Jakob…

      —Sí, es verdad, centrémonos en lo bueno. —Se oyó el crujido de una silla, como si su padre se hubiese levantado para pasearse por la estancia—. Sara tendrá un apellido ario. Puede que eso la proteja del acoso de los nazis.

      —Y viaja a menudo al extranjero. Si Sara necesita abandonar el país, supongo que su marido podrá organizar una huida rápida.

      Las voces se convirtieron en susurros, pero Sara ya había oído bastante. Volvió a subir en silencio, olvidándose de la manzanilla. Estuvo un rato tumbada bajo las sábanas, abatida y confusa, hasta que oyó que sus padres subían las escaleras y se retiraban a su cuarto, al fondo del pasillo. Solo entonces consiguió conciliar el sueño.

      A la mañana siguiente, como le remordía la conciencia por haber escuchado a escondidas, no dijo nada a sus padres sobre lo que había oído. Si la notaron alicaída, disimularon bien. Aun así, cuando estaba a punto de irse a clase, su madre, sin venir a cuento, la siguió hasta la puerta y la abrazó.

      —Es verdad que Dieter y tú tenéis mucho de lo que hablar antes de casaros —dijo—, pero eso les pasa a todas las parejas. Anímate, cielo.

      —Gracias, mutti —dijo Sara parpadeando para contener las lágrimas y dándole un beso en la mejilla.

      Esa misma tarde, en vez de volver derecha a casa al acabar la última clase, cogió el metro y se fue al barrio de su hermana. Llegó a su casa en el preciso instante en que Amalie y la niñera estaban saliendo con las niñas, que iban preciosas con sus vestidos a juego y sus trenzas morenas.

      —¿Te vienes al parque con nosotras? —sugirió Amalie, pero al ver la expresión de Sara se le borró la sonrisa—. O si no, que se lleve la señora Gruen a las niñas y tú yo nos quedamos aquí charlando con un café.

      Cuando Sara, conteniendo las lágrimas, asintió con la cabeza, su hermana dio un beso rápido a las niñas, murmuró instrucciones a la señora Gruen y les dijo adiós. Cogiendo a Sara por el hombro, la hizo pasar a la cocina, le dijo que se sentara y puso la cafetera al fuego.

      —A ver —dijo, una vez sentadas a la mesa con sendas tazas de café humeante y con un plato de galletas inglesas entre las dos—, ¿qué tal si me cuentas lo que te preocupa?

      Y Sara le soltó todo a borbotones: los comentarios de Natan, las preocupaciones de frau Koch, los valerosos intentos de sus padres de ver el lado bueno del compromiso…

      —No sé qué hacer —se lamentó Sara—. Era feliz, y ahora… —Alzó las manos y las dejó caer sobre el regazo—. Todo el mundo está agobiado, y odio haber disgustado a mamá y a papá, y lo único que quiero es que Dieter caiga bien a todos y que se alegren por nosotros.

      —A mí Dieter me cae bien —dijo Amalie—. Me alegro por ti. Y sé que Wilhelm también.

      Sara sintió una profunda gratitud.

      —¿De veras?

      —Sí, de veras. —Amalie estrechó la mano de Sara sobre la mesa—. No voy a negar que las diferencias religiosas sean importantes, porque por supuesto que lo son. Como también las cuestiones relativas a la crianza de los hijos. Wilhelm y yo también pasamos por todo esto antes de casarnos. —Sonrió, pero frunció el ceño, preocupada—. No rehúyas las preguntas difíciles, incómodas. Esas son las que más vas a necesitar responder. Es imposible prepararse para todos los desafíos que pueden presentarse en un matrimonio, pero la cuestión de la religión de tus hijos la tenéis que resolver antes de casaros. No pienses que todo se arreglará una vez nacidos. Decidáis lo que decidáis, los dos debéis estar seguros de que podéis acatar la decisión sin albergar secretas esperanzas de que el otro vaya a cambiar de opinión.

      A regañadientes, Sara se obligó a sí misma a preguntar:

      —¿Tú no crees que debería romper el compromiso?

      —Pues claro que no. Nadie lo ha sugerido, ni siquiera frau Koch. —Amalie la observó detenidamente—. A no ser que lo hayas dicho a modo de sugerencia. ¿Es así?

      —No, en absoluto —se apresuró a responder moviendo la cabeza—. Quiero a Dieter con todo mi corazón. Quiero casarme con él.

      —Entonces, debes hacerlo. —Amalie sonrió, pero en sus ojos había un brillo de lágrimas—. ¡Ay, Sara! Con todo el odio y el miedo que hay en el mundo en estos momentos, si tienes la suerte de encontrar el amor verdadero deberías abrazarlo, conservarlo como el raro y valioso regalo que es.

      Sara sonrió a través de las lágrimas y apretó la mano de su hermana. Ojalá que lo que tenían Dieter y ella fuese amor verdadero. ¿Había algún modo de saberlo antes de que por lo que fuera se pusiese a prueba y o bien se fortaleciese o bien se hiciese añicos?

      —Conserva el amor, Sara. —La voz de Amalie era un susurrro quedo y feroz—. El amor es lo único que nos podrá mantener a flote en estos tiempos oscuros. Eso el miedo no puede hacerlo. Tampoco la preocupación. Solo el amor.

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