Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson


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adicional, pues se pagaba poco y de ese modo era posible labrar debidamente hasta el último metro cuadrado de tierra.

      Cuando los hombres y los jóvenes de la aldea llegaban a la granja por la mañana, el carretero y su ayudante ya llevaban trabajando una hora, alimentando y preparando a los caballos. Después de ayudar en lo que fuera necesario, hombres y muchachos colocaban los arneses a los animales y arreaban a sus yuntas en dirección a los campos, donde transcurriría toda su jornada de trabajo.

      Si llovía, se cubrían con sacos que rasgaban por un lateral improvisando una combinación de capa y capucha. Si helaba, se soplaban las manos y se palmeaban con fuerza los costados cruzando ambos brazos delante del pecho para calentarlas. Si tenían hambre después de su desayuno a base de pan y manteca de cerdo, pelaban un nabo y lo mascaban o probaban uno o dos bocados de la torta de borujo que llevaban para los animales. Algunos de los jóvenes mordisqueaban las velas de sebo de los candiles del establo, aunque eso siempre era más bien por pillería que por hambre, pues, mal que bien, todas las madres se preocupaban de que su Tom o su Dicky tuvieran «algo que llevarse a la boca entre comidas»: media torta fría o el último pedazo de brazo de gitano del día anterior.

      Con gritos de «¡Arre!», «¡Vamos!» y «¡Palante ya!», los equipos se ponían en marcha. Los muchachos eran aupados a lomos de los altos caballos de tiro, y los hombres, caminando a su lado, llenaban de picadura sus pipas de barro y disfrutaban de las primeras y preciosas caladas del día mientras, acompañados por el chasquido de las fustas, el golpeteo de las pezuñas de los animales y el tintineo de los arreos, los equipos avanzaban lentamente por los cenagosos caminos.

      Los nombres de los campos daban pistas sobre la historia de cada uno de ellos. Cerca del caserío, «Campo de la fosa», «Los estanques», «Antiguo palomar», «Los criaderos» y «La madriguera» hablaban de los tiempos anteriores a la construcción de la granja estilo Tudor, que había sustituido a otro edificio más antiguo. Más lejos, «El cerro de las alondras», «La mata del cuco», «Los mimbres» y «Campo de la charca» habían sido bautizados por elementos del paisaje; mientras «El terruño de Gibbard» y «Campo Blackwell» probablemente conmemoraban a antiguos habitantes de la región olvidados mucho tiempo atrás. Los nuevos y vastos campos de labranza que rodeaban la aldea habían sido desbrozados demasiado tarde para ser bautizados y eran conocidos como «Los cien acres», «Los sesenta acres» y así sucesivamente, dependiendo de su extensión. Dos de los hombres más ancianos de la zona insistían en llamar a uno de esos «El brezal» y al otro «La pista».

      Cualquiera de los dos nombres les valía; pues para ellos no era más que eso, un nombre sin el menor interés. Lo que importaba de cada campo donde les tocaba trabajar era si los caminos que conducían desde la granja hasta allí eran buenos o malos, si estaba bien resguardado o era uno de esos siniestros descampados azotados por el viento y la lluvia donde siempre acababan calados hasta los huesos, y si el suelo era fácil de trabajar o de esos que a uno le rompen la espalda, con tierra tan dura y amazacotada que ni el arado es capaz de surcarla.

      Por lo general, en cada campo trabajaban tres o cuatro arados tirados por yugadas de tres caballos, con un muchacho delante del guía y el arador detrás de las rejas. Durante toda la jornada avanzaban de un extremo a otro trazando oscuros surcos en los pálidos rastrojos que, a medida que el día avanzaba, se iban extendiendo a lo ancho hasta cubrir por completo el campo de un vistoso y aterciopelado color melocotón.

      Cada arado tenía su propia bandada de grajos, que examinaban de soslayo los terrones en busca de gusanos y larvas. Los pajarillos que anidaban en los matorrales revoloteaban de aquí para allá, a la espera de conseguir su pequeña parte de cuanto se pusiera a su alcance; las ovejas, encerradas en un campo vecino, balaban quejosas; y por encima de los balidos, los graznidos y los trinos, se alzaban los inmemoriales gritos del jornalero: «¡Ale!», «¡Arre!», «¡Tira palante, Poppet!», «¡Vamos, Lightfoot!», «¡Chiico! ¡Es que estás sordo o solo eres duro de oído, maldito seas!».

      Después de que el arado cumpliera con su cometido, se usaba el rodillo tirado también por caballos para deshacer los terrones más grandes. A continuación, la grada para arrancar y apartar en esmeradas pilas las malas hierbas que infestaban los campos, que más tarde se quemaban impregnando el aire de esa neblina de color azul claro y ese olor imposible de olvidar en toda una vida. Entonces había que sembrar, los surcos se arreglaban a golpe de azada; llegado el momento se segaba, y todo el proceso comenzaba de nuevo.

      La maquinaria mecánica para trabajar la tierra empezaba a utilizarse por aquel entonces. Cada otoño aparecían un par de grandes tractores que, situados cada uno en un extremo del campo, arrastraban los arados de una punta a otra, sujetos con cables. Ambos funcionaban a vapor y recorrían el distrito trabajando en las diferentes granjas que los alquilaban. El equipo lo completaba una caravana, conocida como «la caja», donde vivían y dormían los dos conductores. En la década de los noventa, cuando ya habían decidido emigrar y deseaban aprender lo más posible sobre agricultura, los dos hermanos de Laura, de manera consecutiva, decidieron probar el arado de vapor, provocando el horror de los demás vecinos de la aldea, que veían a aquellos nómadas como parias sociales. Sus conocimientos no eran lo bastante amplios para abarcar materias como la mecánica, y solían encasillar a ese tipo de trabajadores en una categoría social inferior, junto con los deshollinadores, los chamarileros y otros cuyos trabajos les manchaban la cara y la ropa de negro. Por otra parte, a los oficinistas y vendedores de toda clase, cuya pulcra elegancia no tenía otro objeto que granjearse fácilmente el respecto ajeno, los miraban con desprecio como simples «dependientes». El mundo que conocían estaba poblado únicamente por hacendados, granjeros, taberneros y jornaleros, seguidos en orden de importancia por el carnicero, el panadero, el molinero y el tendero.

      La máquina que poseía el granjero era propulsada por la fuerza de los caballos y solo se utilizaba para realizar parte de la faena. En algunos campos se empleaba una sembradora tirada por caballos para esparcir las semillas en hileras a lo largo de los surcos, y en otros eran los hombres los que los recorrían de un extremo a otro las veces que fueran necesarias, con un cesto colgado del cuello para sembrar con ambas manos. En tiempo de cosecha, la segadora mecánica ya se había convertido en algo familiar, aunque solo hacía una pequeña parte del trabajo. Los hombres seguían segando a guadaña, y algunas mujeres, a golpe de hoz. Una trilladora alquilada recorría las granjas y su uso ya se había normalizado. En sus casas, sin embargo, los hombres continuaban trillando sus pequeñas parcelas y el fruto del esquileo de sus mujeres a golpe de mayal, y hacían la limpia aventando el cereal al viento de tamiz a tamiz.

      Los jornaleros trabajaban duro y trabajaban bien cuando consideraban que la situación lo requería y mantenían un buen ritmo en todo momento. Por supuesto, algunos eran mejores trabajadores que otros. Pero la mayoría de ellos se enorgullecían de su buen hacer y siempre estaban dispuestos a explicarle a algún forastero que el trabajo del campo no era en absoluto un oficio de idiotas como creía alguna gente de ciudad. Las cosas debían hacerse debidamente y en el momento justo, decían, y había aspectos del trabajo de un jornalero cuyo aprendizaje y dominio requería toda una vida. Algunos de los menos admirables solían alardear: «Ganamos diez chelines a la semana, y nos merecemos hasta el último penique. Pero nada de trabajar de más. Ya nos ocupamos nosotros de eso». Sin embargo, al menos a la hora de trabajar en equipo, incluso los más holgazanes mantenían el ritmo, que, aunque fuera lento, siempre era firme.

      Mientras los aradores dirigían sus yugadas, otros hombres se ocupaban, bien en solitario, bien en parejas o tríos, de sachar, gradar y extender estiércol en campos cercanos; otros desbrozaban zanjas y preparaban drenajes, cortaban madera y barcia o llevaban a cabo todo tipo de tareas en la casa de labranza. De cuando en cuando ponían a dos o tres hombres ya maduros y más hábiles a recortar setos y excavar zanjas, a esquilar ovejas, pastorear, retejar o segar, dependiendo de la estación. El carretero, el pastor, el vaquerizo y el herrero se centraban en su oficio. Eran hombres importantes, esos cuatro, con dos chelines extra a la semana y una casa libre de alquiler muy cerca de la alquería.

      Cuando los jornaleros que se ocupaban de los arados se gritaban unos a otros de surco a surco, no se llamaban «Miller», «Gaskins» o «Tuffrey», ni siquiera «Bill», «Tom» o «Dick», pues todos tenían sus apodos y respondían más rápidamente a «Perro»,


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