Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson


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para comprar velas, melaza o queso, pues el tabernero regentaba además una pequeña tienda en la parte de atrás de su local, y también ellos querían saber qué hacían allí los adultos. Dentro, los hijos del tabernero se levantaban sigilosamente de la cama y se sentaban en las escaleras vestidos con sus camisones. La escalera subía desde la taberna, lo único que mediaba entre ambas zonas era un banco de madera, y una noche los hombres se sobresaltaron al ver lo que en un primer momento les pareció un pájaro blanco que descendía aleteando hacia ellos. Era la pequeña Florrie, que, después de quedarse dormida en las escaleras, se había caído. La sentaron en sus rodillas, acercaron sus pies al fuego y sus lágrimas enseguida se secaron, pues no se había hecho daño, tan solo estaba asustada.

      Los niños no escuchaban lenguajes inapropiados, salvo alguna que otra maldición, pues su madre era una mujer muy respetada y el menor indicio de algo más fuerte era acallado con un codazo en las costillas y susurros de «No te olvides de la patrona» o «¡Cuidaado que hay mujeres delante!». Tampoco se repetían aquí las historias de los campos ni había canciones picantes, pues cada cosa tenía su momento y su lugar.

      La política era uno de los temas preferidos, ya que con la reciente ampliación del derecho al voto todo padre de familia podía acudir a las urnas y se tomaban muy en serio su nueva responsabilidad. Un moderado liberalismo prevalecía entre los presentes, un liberalismo que hoy día sería considerado como velado conservadurismo, aunque entonces resultaba bastante atrevido. Un hombre que había estado trabajando en Northampton se declaraba a sí mismo un radical, pero enseguida era apaciguado por el tabernero, que se consideraba un ferviente conservador. Con este vaivén entre izquierda y derecha, salían a relucir los temas más candentes, que por lo general se solventaban para satisfacción de la mayoría.

      Se hablaba sin ambages sobre los «Tres acres y una vaca», «El voto secreto», «La Comisión Parnel y el crimen» o «La separación Iglesia-Estado». A veces se leía en voz alta del periódico un discurso de Gladstone o de algún otro líder, salpicado por las fervientes exhortaciones del grupo: «¡Escuchad, escuchad!». O Sam, un hombre de opiniones modernas, relataba con orgullo su último encuentro, apretón de manos incluido, con Joseph Arch, el paladín de los jornaleros. «¡Joseph Arch! —gritaba—. ¡Joseph Arch es el hombre que necesitan los trabajadores de las granjas!», y daba un puñetazo en la mesa al tiempo que levantaba su jarra, con mucho cuidado de no derramar nada, eso sí, pues cada gota de cerveza era un don precioso.

      Entonces el tabernero, sentado a horcajadas en su silla de espaldas a la chimenea, decía con la autoridad de quien se sabe en su propia casa: «No os servirá de nada ir en contra de los burgueses. Ellos tienen la tierra y el dinero, y así seguirá siendo. ¿Dónde estaríais de no ser por ellos, que os dan trabajo y os pagan por él? Me gustaría saberlo». Y esa pregunta, aún sin respuesta, lograba que todos se quedaran callados, sin saber qué decir, hasta que alguien del grupo rompía el silencio con el nombre de Gladstone. ¡William Gladstone! ¡El viejo gran hombre, líder del Partido Liberal! ¡El William del pueblo! Su fe en su poder resultaba emocionante, y todas las voces se unían a coro para cantar:

      Dios bendiga a William del pueblo,

      que durante largo tiempo guíe la nave

      de la libertad y la emancipación,

      Dios bendiga al viejo gran hombre.

      Sin embargo, los niños que escuchaban de cuando en cuando preferían las noches en que se contaban historias. Historias que helaban la sangre y ponían los pelos de punta, como la del fantasma de la carretera que, a poco más de un kilómetro de donde estaban, había sido visto, si acaso un ente invisible puede ser visto, agitando un candil encendido y persiguiendo a los desprevenidos viajeros. O la del hombre del pueblo vecino que había salido de casa en mitad de la noche con la intención de conseguir medicinas para su mujer enferma y se había topado con un enorme perro negro de ojos llameantes —el diablo, evidentemente—. Otras veces la conversación derivaba hacia los viejos tiempos de los ladrones de ovejas y entonces se acordaban del fantasma que, según contaban, todavía frecuentaba el lugar donde ahora se alzaba el cadalso; o de la mujer sin cabeza vestida de blanco que cada noche, cuando el reloj daba las doce, cabalgaba sobre el puente en dirección a la ciudad a lomos de un caballo también blanco.

      Una fría noche de invierno, cuando alguien estaba contando esa historia, el doctor, un anciano de ochenta años que todavía recorría kilómetros a diario atendiendo a los enfermos de los pueblos vecinos, detuvo su calesa a la entrada de la taberna y entró para tomarse un brandi caliente con agua.

      —Señor —dijo uno de los hombres—, estoy seguro de que usted ha cruzado muchas veces el Puente de la Dama a medianoche. ¿Cree haber visto algo por allí?

      El doctor negó con la cabeza.

      —No —respondió—. No puedo decir que haya visto nada. Sin embargo —añadió, e hizo una pausa para enfatizar sus palabras—, sí que hay algo muy curioso. Durante los cincuenta años que llevo con vosotros, como sabéis, he tenido muchos caballos y ninguno de ellos ha querido atravesar el puente en plena noche a menos que lo azuzara. Por supuesto, no puedo saber si ellos son capaces de ver más que nosotros, mas ahí queda la historia. Buenas noches, señores.

      Además de esos cuentos de fantasmas del dominio público y bien conocidos por todos, había historias familiares sobre amenazas de muerte, o sobre madres, padres o esposas que se habían aparecido después de morir para advertir, aconsejar o acusar a sus familiares. Pero aquello no pasaba del mero entretenimiento, pues nadie creía realmente en fantasmas. Si bien es cierto que algunos habían ido de noche a lugares embrujados movidos por la curiosidad, aunque todos terminaban por decir lo mismo: «Bueno, si los vivos no nos hacen daño, tampoco pueden los muertos. Los buenos no querrían volver y a los malos no se lo permitirían».

      Las noticias de los periódicos daban lugar a otros cuentos de horror. Jack el Destripador recorría las calles del East End de Londres asesinando a mujeres y cada noche aparecía el cadáver descuartizado de otra desgraciada. En la aldea se hablaba de esos crímenes durante horas y todo el mundo tenía su propia teoría sobre la identidad y los motivos del esquivo asesino. Los niños se horrorizaban con tan solo escuchar su nombre y su oscura figura era la causa de muchas noches insomnes plagadas de pesadillas. Padre estaría martilleando en el cobertizo y Madre cosería tranquilamente sentada en su butaca en el piso de abajo, pero el Destripador, el Destripador estaría aún más cerca, ¡pues podía haber entrado sigilosamente durante el día y ahora estaría escondido en el armario del rellano!

      Había una historia curiosa relacionada con los fenómenos naturales. Varios años atrás, la gente de la aldea había visto a todo un regimiento de soldados marchando por el cielo en formación, a ritmo de pífano y tambor. Después de indagar, descubrieron que un regimiento había pasado a esa misma hora por la carretera cercana a Bicester, a unos diez kilómetros de distancia, por lo que concluyeron que la aparición en el cielo debió de haber sido fruto de algún insólito reflejo.

      Algunas historias contaban bromas pesadas, a menudo crueles, pues en la década de los ochenta el sentido del humor no era demasiado refinado, y al parecer en tiempos pasados había sido incluso peor. Todavía era habitual allí picar a la gente gritando su mote o alguna coletilla, y había en la aldea una mujer muy anciana e inocente a la que llamaban «Contra viento y marea». Una noche de invierno años atrás, en plena tormenta de nieve, un grupo de jóvenes inconscientes había llamado a la puerta de su casa y habían sacado de la cama a la mujer y a su marido para contarles que su hija, que estaba casada y vivía a cinco kilómetros de allí, había pedido que avisaran a sus padres, pues había caído enferma.

      Después de ponerse toda la ropa de abrigo que poseían, los dos ancianos encendieron un candil y salieron de casa, seguidos de cerca por la pequeña comitiva de desaprensivos. Caminaron un trecho a través de la nieve, pero la carretera estaba impracticable y el viejo sugirió que regresaran. La mujer se negó y, decidida a atender a su hija en un momento de necesidad, siguió avanzando a trompicones y animando a su marido: «¡Vamos, John! ¡Contra viento y marea!», y «Contra viento y marea» la habían llamado desde entonces.

      Sin embargo, y aunque fuera lentamente, en los ochenta los gustos estaban cambiando


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