Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson


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que tenían costumbre de anidar en los eriales entre las hileras de maíz.

      A su alrededor, el terruño duro y arcilloso de los campos de cultivo se extendía en todas direcciones; árido, pardo y azotado por el viento durante ocho meses al año. Con la primavera llegaba la verde explosión del maíz, las violetas crecían bajo los setos y los sauces blancos florecían junto al arroyo, en el extremo de «Los cien acres». Pero solo durante unas semanas, a finales de verano, el paisaje era realmente bello. Entonces, el maíz maduro y cimbreante de los campos parecía crecer hasta alcanzar las puertas de las casas y la aldea se convertía en una isla en mitad de un mar de oro oscuro.

      El corro de viviendas estaba achatado en un punto por una carretera. El corte había sido efectuado cuando el páramo se dividió en parcelas para facilitar el trabajo en los campos y conectar la carretera principal de Oxford con el pueblo más cercano a la aldea y otros pueblos más distantes. Partiendo de la aldea, conducía en una dirección hacia la iglesia y la escuela y en la otra hacia la carretera general —o carretera principal, como todavía la llamaban— y, por tanto, hacia el mercado de la villa, donde se hacía la compra de los sábados. Por lo general no había mucho tráfico cerca de la aldea. Algún carromato procedente de las granjas cercanas cargado de sacos o pacas cuadradas de heno; un granjero a caballo o a bordo de su carro; la vieja y pequeña carreta pintada de blanco del panadero; el ocasional grupo de cazadores envueltos en mantas y escoltados por sus mozos haciendo ejercicio a primera hora de la mañana, y un carruaje con gente adinerada de visita a media tarde, era todo lo que solía verse. Ni vehículos ni coches de línea, solo quizá uno de esos viejos biciclos altos muy de cuando en cuando. La gente todavía se asomaba apresuradamente a las puertas de sus casas para verlos pasar.

      Unas pocas casas tenían tejados de paja, muros exteriores encalados y ventanas con cristales en forma de rombo; pero la mayoría eran edificios de ladrillo o piedra, de planta cuadrada y con tejados azulados de pizarra. Las casas más antiguas eran reliquias de los tiempos anteriores al cercamiento y en ellas aún vivían los descendientes de sus ocupantes originales, que ya eran ancianos por aquel entonces. Una pareja muy mayor poseía un burro y un carromato que utilizaba para llevar verduras, huevos y miel al mercado de la villa, y que a veces alquilaba por seis peniques al día a sus vecinos. Una de las casas estaba ocupada por un capataz de granja retirado, del que se decía que había «arreglado su nido la mar de bien» durante sus años de servicio. Otro hombre entrado en años tenía en propiedad un acre de tierra que él mismo trabajaba sin ayuda de nadie. Estos tres, más el tabernero y otro hombre, un albañil que caminaba cada día cinco kilómetros para ir a trabajar al pueblo y otros tantos para volver a su casa, eran los únicos que no estaban empleados como agricultores.

      Algunas casas tenían dos dormitorios; otras, solo uno, en cuyo caso debía dividirse con un biombo o una cortina para acomodar a padres e hijos en la misma estancia. A menudo, los hijos mayores de la familia dormían en la planta baja o se acostaban en el segundo dormitorio de una pareja mayor cuyos hijos ya habían abandonado el hogar. Excepto en vacaciones, no había muchachas mayores que mantener, pues todas solían trabajar como internas fuera de casa. En cualquier caso, muchos de ellos vivían en la mayor estrechez, pues gran cantidad de familias tenían ocho, diez o incluso más hijos; y, aunque pocas eran las ocasiones en que coincidían todos en casa al mismo tiempo —por lo general, el mayor ya se había casado antes del nacimiento del más joven—, los jergones y los lechos improvisados solían estar tan apretujados que los inquilinos se veían obligados a trepar sobre una cama para llegar hasta la otra.

      Sin embargo, Colina de las Alondras no era un arrabal asentado en la campiña. Sus habitantes disfrutaban de la vida al aire libre, las casas se mantenían limpias a base de mucho frotar con agua y jabón, y mantenían abiertas puertas y ventanas siempre que el clima lo permitía. Cuando el viento del este soplaba en la llanura o cuando aullaba procedente del norte, las casas debían cerrarse, pero incluso entonces, como solía decir la gente de la aldea, tenían aire fresco más que suficiente a través del agujero de la cerradura.

      A lo largo de la última década habían sufrido dos epidemias de sarampión, y dos hombres, accidentados en el campo durante la cosecha, habían sido ingresados en el hospital. Pero, durante años, el doctor solamente se dejaba ver por allí cuando alguno de los mayores estaba a punto de morir de viejo o cuando algún primer parto se complicaba, desbordando las habilidades de la anciana que, como solía decirse, era testigo del principio y el fin de todo el mundo. En la aldea no había tullidos ni retrasados mentales y, con excepción de los pocos meses que duró la agonía de una mujer enferma de cáncer, tampoco inválidos. Aunque la comida era dura y nadie se preocupaba demasiado por sus dientes, la indigestión era un mal desconocido, mientras que los trastornos nerviosos, allí como en otras partes, aún no habían sido inventados. La misma palabra «nervio» era utilizada en un sentido muy distinto del moderno. «¡Por Dios, que nervio no le falta!», decían cada vez que alguien exigía injustificadamente más de lo que se consideraba razonable.

      La mayoría de las casas solo tenían una estancia en la planta baja; en muchos casos pobre y austera, con poco más que una mesa y unas sillas o taburetes como únicos muebles, y un viejo saco de patatas extendido en el suelo haciendo las veces de alfombra junto al hogar. Otras habitaciones eran luminosas y acogedoras, con aparadores para la vajilla, sillas confortables, cuadros en las paredes y coloridas alfombras hechas a mano. En estas estancias también había macetas con geranios, fucsias y anticuados ambientadores caseros de almizcle de olor dulzón en el alféizar de la ventana. En las casas más antiguas aún conservaban los relojes de los abuelos, mesas plegables y figuritas de estaño; reliquias de una época en que la vida era más fácil para la gente del campo.

      Los interiores variaban dependiendo del número de bocas que alimentar y de la capacidad de ahorro y habilidades de cada ama de casa —o la carencia de dichas cualidades—; pero todas las familias disponían de los mismos ingresos, pues en esa época el salario estándar de los jornaleros del distrito era de diez chelines semanales.

      Al contemplar la aldea desde la distancia se podía ver una casa un poco apartada de las demás, de espaldas a las de sus vecinos, como si estuviera a punto de echar a correr campo a través en dirección a los prados. Era una pequeña casa de piedra techada de paja, la puerta delantera pintada de verde y un ciruelo que crecía junto a la tapia por encima de los aleros del tejado. Esta vivienda era conocida como «la última casa» y era el hogar del albañil y su familia. A principios de la década el matrimonio tenía dos hijos: Laura, de tres años, y Edmund, un año y medio más joven. En ciertos aspectos, estos niños eran más afortunados que sus vecinos, o al menos lo fueron durante su más tierna infancia. Su padre ganaba algo más de dinero que los jornaleros. Su madre había sido nodriza y estaban muy bien educados y atendidos. Les enseñaban buenos modales y salían a pasear; les compraban leche y se bañaban regularmente los sábados por la noche; y, después de rezar el «Jesusito de mi vida», los arropaban y les daban un caramelo de menta o de clavo. También iban mejor vestidos que los demás niños, pues su madre tenía buen gusto y era hábil


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