Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson


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se ubicaba la pocilga; y los desechos de la familia se apilaban cerca de allí en lo que denominaban «la montonera», que además estaba estratégicamente situada para que las filtraciones de la pocilga se drenaran en esa dirección, donde también arrojaban el estiércol cada vez que tocaba limpiarla. De modo que el conjunto de todos los residuos daba lugar a un apestoso y desagradable engendro que crecía a escasos metros de las ventanas. El viento sopla «de aquí o de allá —decía a veces la madre—, ya huele la montonera». Y entonces alguien le recordaba el dicho: «Todo lo que sale del cerdo es sano» o le decía que aquel era un olor muy saludable.

      Y en cierto modo realmente lo era, pues tener a un buen cerdo engordando en la pocilga suponía la promesa de un buen invierno. Durante toda su vida, el cerdo era un importante miembro de la familia e incluso en las cartas que los padres escribían a los hijos que estaban lejos de casa se informaba regularmente sobre su salud, junto con las últimas noticias acerca de sus hermanos. Los hombres que aparecían de visita los domingos por la tarde no acudían a ver a la familia, sino al cerdo; y se pasaban más de una hora a la puerta de la pocilga con su propietario rascándole el lomo al animal y alabando sus bondades o torciendo el gesto cada vez que descubrían algún defecto. Entre diez y quince chelines era el precio habitual por un lechón recién destetado y todos disfrutaban tratando de conseguir una ganga. Algunos hombres apostaban por el «canijo», como llamaban al más pequeño de la camada, diciendo que era pequeño y bueno, por lo que pronto alcanzaría a los demás. Otros, sin embargo, preferían pagar unos chelines más por un cochinillo de mayor tamaño.

      El cerdo de la familia era el orgullo de todos y todos se ocupaban de él. La madre pasaba horas hirviendo restos y mondas de patata en el caldo sobrante del último guiso para darle de comer al cerdo por la tarde y ahorrar así un poco de cebada, que tan cara resultaba. Al volver de la escuela los niños recogían cerraja, diente de león y pasto bien crecido o merodeaban entre los arbustos en las tardes húmedas recogiendo caracoles en un balde para la cena del animal, que se los comía encantado haciendo crujir sus conchas entre las fauces. Además de preparar la porqueriza, cambiar el heno, ocuparse de su salud y todo lo demás, a veces el padre de familia incluso olvidaba tomar su media pinta de por las noches cuando, hacia el final, el animal había crecido tanto que «incluso asustaba».

      De cuando en cuando, si los ingresos semanales no alcanzaban para aumentar la ración de comida, se llegaba a un acuerdo con el molinero o el panadero para comprar cereal a crédito a cambio de una porción de carne después de la matanza. Bastante a menudo la mitad del cerdo quedaba hipotecada de esa forma y no era raro oír a alguna mujer decir: «¡El Señor esté con nosotros el viernes, porque mataremos medio cerdo!», dejando que los no iniciados creyeran que la otra mitad seguiría correteando por la pocilga.

      Algunas familias mataban dos medios cerdos al año, otras uno solo o dos enteros, lo que aseguraba su reserva de tocino para todo el invierno o incluso durante más tiempo. La carne fresca era un lujo que solo se disfrutaba los domingos en algunas casas, cuando compraban piezas por valor de seis peniques para hacer pudin de carne. Si el sábado por la noche aparecía en la mesa una pequeña ración fruto de alguna ganga de última hora, los que no tenían parrilla para asar colgaban la carne sobre el fuego atada con un cordel mientras alguno de los chiquillos se ocupaba de vigilarla como lo habría hecho el ayudante de un asador. También podían preparar un «estofado» poniendo la carne sobre un poco de mantequilla o algo de grasa en una cacerola de hierro y removiéndola bien sobre el fuego. Pero entre todas las opciones, como solían decir, no había nada mejor que un buen «pastel de salchichas». Para prepararlo envolvían la carne en sebo y la cocían bien, de tal modo que conservara sus deliciosos jugos, para convertir la ganga del día en un excelente pastel. Cuando alguien de cierta categoría pretendía darles consejos, las mujeres solían decir: «Tú dinos cómo conseguir las viandas y nosotras nos encargaremos de prepararlas». Y vaya si sabían cómo hacerlo.

      Cuando el cerdo estaba gordo —y cuanto más gordo mejor— había que decidir la fecha de su ejecución. Debía llevarse a cabo durante los dos primeros cuartos del ciclo lunar, pues si el cerdo era sacrificado con luna decreciente era posible que el tocino menguara al ser cocinado, y a todo el mundo le gustaba bien jugoso. El paso siguiente era poder contar con el carnicero ambulante —o matarife— que, puesto que trabajaba de día como techador, siempre hacía la matanza al anochecer, por lo que la escena se iluminaba con candiles y una fogata hecha con paja que en las últimas fases del procedimiento se utilizaba para chamuscar las cerdas que cubrían la piel de la víctima.

      La matanza era un asunto ruidoso y sangriento, durante el cual se colocaba al animal en lo alto de un robusto banco para que se desangrara con el fin de preservar la calidad de la carne. A menudo el trabajo se complicaba, pues el cerdo se escapaba y había que perseguirlo. Pero la gente de aquella época no empatizaba demasiado con el sufrimiento del animal, y hombres, mujeres y niños se reunían ansiosos por presenciar la escena.

      Después de chamuscar el cadáver, el matarife arrancaba todas las partes cartilaginosas que se podían despegar de las pezuñas, a las que la gente de la región se refería como «los zapatos», y las repartía entre los chiquillos, que se peleaban por ellas y después las chuperreteaban y mordisqueaban tal como estaban, recién salidas de la pocilga y chamuscadas por el fuego.

      La escena en conjunto, con el barro y la sangre, las luces resplandecientes de los candiles y las oscuras sombras que acechaban en los rincones, no resultaba menos salvaje que cualquier atávico ritual de la jungla africana. Los niños de la última casa se levantaban sigilosamente de la cama para asomarse a la ventana. «¡Mira! ¡Mira! Es el infierno y esos son los demonios», susurraba Edmund, señalando a los hombres mientras levantaban montones de paja ardiente con sus horcas. Pero Laura enseguida se mareaba y volvía a meterse en la cama sollozando. El cerdo le daba pena.

      Sin embargo, había otro aspecto de la matanza del cerdo que se ocultaba a los niños, pues meses de privaciones y duro trabajo por fin concluían con éxito esa noche. Eran momentos de regocijo, y con regocijo lo celebraban, brindando con abundante cerveza, mientras el primer plato de delicioso cerdo chisporroteaba soltando su grasa en la sartén.

      Al día siguiente, cuando el cadáver del animal había sido troceado, se repartían las piezas del cerdo entre los vecinos que previamente habían compartido partes proporcionales de su matanza. Otros recibían pequeñas raciones de fritada y entrañas a modo de simple cumplido, y ninguna persona enferma o que estuviera pasando una mala racha era olvidada en estas ocasiones.

      Entonces la mujer de la casa se ponía «manos a la obra», como solían decir. Los jamones y el tocino se salaban y más adelante se colgaban a secar en la pared junto a la chimenea, una vez retirada la salmuera. La grasa se secaba para hacer pastel de carne y los menudillos se lavaban a conciencia con agua corriente y se les daba la vuelta durante tres días seguidos, siguiendo la costumbre de un antiguo ritual. Era una época de mucha actividad, pero también de alegría, pues las despensas estaban llenas y siempre había algo que compartir, además del orgullo y el regocijo de poseer semejantes riquezas.

      El domingo siguiente se celebraba oficialmente el «festival del puerco», cuando padres y madres, hermanas y hermanos, e incluso los hijos casados y los nietos que vivían a poca distancia acudían a cenar.

      Si la casa no disponía de horno, los anfitriones pedían permiso a alguna de las parejas de ancianos que vivían en las casas con tejado de paja para utilizar el gran horno de pan que tenían en el lavadero. Era como un gran armario con puerta de hierro revestido de ladrillo y profundamente encastrado en la pared. Se encendían las astillas en su interior y se cerraba la puerta hasta que el horno estaba bien caliente. Después se sacaban las cenizas y se introducían las bandejas con carne de cerdo, patatas, púdines, pasteles de carne y a veces una o dos tartas para que se cocieran sin prestarles más atención.

      Mientras tanto, en casa, se preparaban tres o cuatro clases de verduras diferentes, además del imprescindible pudin de carne, que se hacía usando un gran cuenco como molde. No había celebración ni cena de domingo que se preciara sin ese guiso, que se comía solo, sin ninguna verdura, cuando iba seguido de un plato de carne. En días normales el pudin era sustituido por un brazo de gitano relleno de fruta, pasas o mermelada; pero aun así se servía como primer plato, pues su objetivo era apaciguar


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