El hotel de cristal. Emily St. John Mandel

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El hotel de cristal - Emily St. John Mandel


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su polo, pero el segurata apenas se fijó en él y solo había un cincuenta por ciento de vampiros entre la gente. Baltica era un trío: un tío que tocaba el bajo eléctrico, otro que se volcaba sobre un montón de componentes electrónicos inescrutables conectados a un teclado y una chica con un violín eléctrico. Lo que hacían en el escenario no parecía música, más bien una radio que no funcionase bien, con estallidos extraños de notas estáticas y desconectadas, el tipo de electrónica de ambiente que Paul, que era un fanático de Beethoven desde siempre, no entendía en absoluto. Pero la chica era guapa, así que no le importó, y, aunque no disfrutaba de la música, al menos podía disfrutar mientras la miraba a ella. La chica se inclinó hacia el micro y cantó: «Siempre voy hacia ti», pero había un eco (el tío del teclado había apretado un pedal), así que se oía:

      «Siempre voy hacia ti, voy hacia ti, voy hacia ti».

      Y era discordante de una manera fascinante, la voz con las notas del teclado y los estallidos de estática, pero luego la chica levantó su violín y resultó que era el elemento que faltaba. Cuando movió el arco, la nota fue como un puente entre las islas de estática y Paul se dio cuenta de que todo encajaba: el violín y la estática y el tono oscuro y subyacente del bajo eléctrico; fue emocionante durante un instante, entonces la chica bajó su violín, la música volvió a deshacerse entre sus distintos elementos y Paul se maravilló de nuevo ante el hecho de que alguien escuchara esa música.

      Más tarde, mientras la banda bebía en la barra, Paul esperó a un momento en que la violinista no hablara con nadie y se lanzó.

      —Disculpa —dijo—, eh, quería decirte que me encanta tu música.

      —Gracias —repuso la violinista. Sonrió, pero a la manera cautelosa de las chicas muy guapas que saben lo que viene después.

      —Ha sido realmente fantástico —comentó Paul al bajista para confundir las expectativas de la chica y despistarla.

      —Gracias, tío. —El bajista resplandeció tanto que Paul pensó que tal vez iba fumado.

      —Me llamo Paul, por cierto.

      —Theo —apuntó el bajista—. Estos son Charlie y Annika.

      Charlie, el teclista, asintió y levantó su cerveza, mientras que Annika observó a Paul por encima del borde de su vaso.

      —¿Puedo haceros una pregunta un poco rara? —Paul se moría de ganas de ver a Annika de nuevo—. Soy nuevo en la ciudad y no conozco ningún sitio para salir a bailar.

      —Ve a Richmond Street y gira hacia la izquierda —indicó Charlie.

      —No, quiero decir que he estado en algunos sitios por ahí abajo y resulta difícil encontrar un sitio donde la música no sea una mierda, y me preguntaba si podríais recomendarme…

      —Oh, sí. —Theo se tragó el resto de su cerveza—. Sí, prueba con System Sound.

      —Pero es un agujero infernal los fines de semana —añadió Charlie.

      —Sí, tío, no vayas los fines de semana. Los martes por la noche son bastante buenos.

      —Los martes por la noche son los mejores —confirmó Charlie—. ¿De dónde eres?

      —De lo más profundo de los suburbios —respondió Paul—. Los martes por la noche en System, vale, gracias, lo comprobaré. —Y añadió dirigiéndose a Annika—: Quizá nos veamos por allí alguna vez. —Y se giró a medias para no ver su desinterés, que sintió como un frío viento en la espalda en su camino hasta la puerta.

      El martes después de los exámenes (tres aprobados, un aprobado bajo, libertad condicional académica) Paul se acercó al System Soundbar y bailó solo. En realidad, no le gustaba la música, pero se lo pasó bien entre la multitud. Los ritmos eran complicados y no estaba muy seguro de cómo bailar, así que se limitó a avanzar y recular con una cerveza en la mano y trató de no pensar en nada. ¿Las discotecas no servían para eso? ¿Para aniquilar tus pensamientos con alcohol y música? Había esperado que Annika estuviera allí, pero no la vio, ni tampoco a ninguno de los otros componentes de Baltica, entre el gentío. Siguió buscándolos y ellos siguieron sin aparecer, hasta que al final le compró una bolsita de pastillas azules brillantes a una chica con el pelo rosa, porque el éxtasis no era heroína y no contaba, pero las pastillas no funcionaban o a Paul le pasaba algo: mordió la mitad de una, solo la mitad, y se la tragó, pero no sintió nada, así que se tragó la otra mitad con su cerveza, y entonces la sala empezó a balancearse, él empezó a sudar, su corazón se detuvo un instante y durante ese segundo pensó que iba a morir. La chica con el pelo rosa había desaparecido. Paul encontró un banco contra la pared.

      —Eh, tío, ¿estás bien? ¿Estás bien?

      Alguien estaba arrodillado frente a él. Había pasado una cantidad de tiempo significativa. Ya no había tanta gente. Habían encendido las luces y el resplandor era terrible, había transformado el System en una habitación pequeña y sucia con charquitos de líquido sin identificar en la pista de baile. Un tipo más mayor de ojos muertos con múltiples piercings se paseaba con una bolsa de basura y recogía botellas y vasos, y, después de toda la intensidad de la música, el silencio era un rugido, un vacío. El hombre arrodillado frente a Paul pertenecía a la dirección del club; vestía ese conjunto de tejanos, camiseta de Radiohead y americana que la dirección de las discotecas siempre llevaba.

      —Sí, estoy bien —contestó Paul—. Lo siento, creo que he bebido demasiado.

      —No sé qué te has tomado, tío, pero no te ha sentado bien —dijo el tipo del club—. Vamos a cerrar, sal de aquí.

      Paul se levantó con paso vacilante y se fue; cuando estaba en la calle recordó que había dejado su chaqueta en el guardarropa, pero ya habían cerrado la puerta detrás de él. Se sintió como si lo hubieran envenenado. Pasaron de largo cinco taxis vacíos antes de que el sexto se detuviera a recogerlo. El conductor era un abstemio proselitista que sermoneó a Paul acerca de los peligros del alcohol durante todo el trayecto de vuelta al campus. Paul quería desesperadamente llegar a la cama, así que apretó los puños y no dijo nada hasta que el taxi se paró frente a su calle, y cuando pagó, sin propina, le soltó al conductor que dejara de joderle con sermones y que se fuera a tomar por culo de vuelta a la India.

      «Quiero que quede claro que ya no soy esa persona —le dijo Paul al terapeuta del centro de rehabilitación de Utah, veinte años después—. Solo trato de ser honesto acerca de quién era entonces».

      —Soy de Bangladés, gilipollas racista —le espetó el conductor, y dejó a Paul en la acera, donde este se arrodilló con cuidado y vomitó. Después se tambaleó hacia el edificio de la residencia universitaria, asombrado ante la escala del desastre. Contra todo pronóstico, se había abierto camino a dentelladas hasta una universidad excelente y era el mes de diciembre de su primer curso y la suerte estaba echada. Ya estaba suspendiendo, con apenas un semestre a cuestas. «Tienes que prepararte para soportar la decepción», le había dicho una vez un terapeuta, pero era incapaz de resistirse a nada, ese había sido siempre su problema.

      Un salto en el tiempo de dos semanas, después del fiasco de las vacaciones de invierno (el psicólogo de su madre le había aconsejado que se distanciara de su hijo, que se tomara un tiempo para ella y le diera una oportunidad a Paul de ser adulto, etcétera, así que se había ido a Winnipeg para estar con su hermana en Navidad, sin invitar a Paul; él se había pasado el día de Navidad solo en su habitación y llamó a su padre, con quien mantuvo una conversación incómoda durante la que mintió sobre casi todo, como en los viejos tiempos), hasta el 28 de diciembre, el nadir de esa semana muerta entre Navidad y Año Nuevo, cuando se vistió para ir al System Soundbar otro martes por la noche, con el pelo peinado hacia atrás y una camisa abotonada que había comprado especialmente para la ocasión. Llevaba los mismos tejanos que la última vez y hasta que llegó a la discoteca no recordó que la bolsita de pastillas azules seguía en el bolsillo delantero.

      Entró en el System y allí estaba el grupo de Baltica, Annika, Charlie y Theo, de pie en la barra. Habrían terminado un concierto cerca de allí. Era


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