La última vez que te vi. Liv Constantine

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La última vez que te vi - Liv Constantine


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de que quien fuera que hubiera dejado los ratones estaba en su casa en ese preciso instante, escondido en alguna parte, acechando tras una puerta cerrada, escuchando.

      Se había pasado la mañana en la cama y ahora solo le quedaban unos minutos para vestirse antes de la lectura del testamento de su madre, que estaba prevista para las diez de aquella mañana en el despacho de Gordon. Habían considerado la posibilidad de cancelarlo tras las amenazas, pero decidieron que era mejor quitárselo de encima. Cuando entró en la cocina con el sencillo vestido gris de tubo que había escogido, Simon estaba leyendo el periódico. Su padre estaba sentado a la mesa jugando a las cartas con Annabelle. No había vuelto a su casa desde aquella terrible noche y, en su lugar, se había instalado en el apartamento frente al río en el centro de Baltimore que Lily y él habían comprado el año anterior como retiro de fin de semana. Annabelle levantó la mirada de las cartas y se bajó de la silla de un salto.

      —¡Mami!

      Kate tomó a su hija en brazos y aspiró el aroma de su champú de fresa.

      —Buenos días, cielo. ¿Quién va ganando?

      —¡Yo! —gritó la niña, y volvió corriendo a la mesa.

      Kate siguió a su hija hasta la mesa para agacharse a darle a su padre un beso en la mejilla y volvió a fijarse en el tono grisáceo de su piel y en la falta de brillo de sus ojos.

      —Buenos días —dijo Simon, cerró el periódico, lo dejó en la mesa frente a él y se levantó—. ¿Cómo te encuentras?

      —No muy bien.

      —¿Café?

      —Sí, gracias.

      Le sirvió una taza y se la entregó, pero, al agarrarla, a Kate le temblaron tanto los dedos que cayó al suelo. Contempló el desastre a sus pies y se echó a llorar. Al ver el nerviosismo de su madre, Annabelle empezó a llorar también.

      —Oh, cariño, no pasa nada. Mami está bien —le dijo Kate, abrazándola hasta que se calmó.

      —Kate, necesitas comer algo —le dijo Simon, agachándose para recoger el café y los trozos de porcelana.

      Kate se secó las mejillas con el dorso de la mano.

      —No puedo.

      Simon se puso en pie, con los trozos de porcelana rota en la mano, y le dirigió una mirada a Harrison, pero ninguno de los dos discutió con ella.

      —¿Quieres ir a preguntarle a Hilda si está preparada? Y recuérdale que lleve algunas cosas para entretener a Annabelle mientras estamos donde Gordon.

      —¿Estás segura de que quieres llevar a Annabelle? ¿No estaría mejor aquí? —le preguntó Simon con cautela. Kate advirtió la súplica en su mirada y se preguntó si estaría intentando otra vez parecer el protector, el marido con el que querría seguir casada después de todo. En cierto modo, le conmovían sus atenciones. Parecía casi como si las cosas volvieran a ser como antes.

      Aunque sabía que lo más probable era que Simon llevase razón, que Annabelle estaría igual de segura, o más segura incluso, en casa con toda la protección que habían contratado, Kate necesitaba tener a su hija cerca por el momento. Se alejó para que la niña no pudiera oírla.

      —Su abuela acaba de morir —susurró, aunque aquellas palabras seguían sin parecerle ciertas—. Annabelle está triste aunque no lo entienda del todo. Ve aquí a la policía, a los de seguridad. No es más que una niña, pero sabe que algo no va bien. Quiero tenerla conmigo.

      —Supongo que no lo había pensado de ese modo —respondió él—. Le diré a Hilda que estamos listos para irnos.

      Se montaron en el coche y Kate se dio cuenta de que se había cambiado de bolso. Se volvió hacia Simon.

      —Espera. Tengo que ir a buscar mi inyección de epinefrina por si acaso decidimos ir a comer algo después. —Su alergia a los cacahuetes la obligaba a llevarla siempre encima. Cuando se pusieron en camino, Annabelle comenzó a hablar sin parar en el asiento de atrás. Cuando se metieron en el aparcamiento subterráneo, la niña se sorprendió y se rio de aquella oscuridad inesperada. Kate se volvió hacia ella y sonrió al ver aquella alegría tan inocente.

      Se había quedado embarazada por accidente en su primer año de trabajo. Simon y ella estaban indecisos sobre la idea de tener hijos. Con dos carreras exigentes, no creían que fuese justo. En cambio, cuando descubrieron que estaba embarazada, ambos se sintieron felices. Recordaba estar tumbada en la camilla para hacerse una ecografía, con Simon sentado a su lado, mientras su doctora le extendía el gel por la tripa y movía la sonda por su abdomen. «Aquí está el latido», dijo la doctora, y ambos se miraron maravillados. Y, cuando Annabelle nació, ya no pudieron imaginar su vida sin ella.

      Kate contempló el perfil de Simon mientras aparcaba y, pese a todo lo que había sucedido entre ellos, sintió la necesidad de extender el brazo y tocarlo. Amaba a Simon, o al menos hasta hacía unos meses. Lo había conocido en una clase de filosofía en el otoño del último curso, cuando ella aún estaba consumida por la pena. Había pasado aquel primer cuatrimestre tras la muerte de Jake aturdida y Simon había sido un buen amigo, ayudándola en su dolor. Y entonces, un día, se convirtió en algo más.

      Simon era muy diferente a Jake. Era un rompecorazones moreno cuyo aspecto de estrella de cine le aseguraba poder tener a casi cualquier chica que deseara, mientras que Jake poseía una combinación de seguridad en sí mismo e inteligencia. Nunca le había gustado llamar la atención, mientras que con Simon era imposible no fijarse en él. Al principio Kate lo había catalogado como el típico chico guapo, pero después vio que había algo más en él además de su aspecto. Simon hacía que la clase fuese divertida. Su ingenio alentaba las discusiones con el punto justo de irreverencia para animar la charla, y cuando la invitó a unirse a su grupo de estudio, Kate se dio cuenta de que tenía ganas de verlo, de que sus sentimientos habían ido cambiando con mucha sutileza a medida que avanzaba el curso.

      Se había sorprendido a sí misma al decir que sí a su declaración tras graduarse, la palabra le salió antes de darse cuenta, pero pensó que todo iría bien. Simon le hacía olvidar aquello que no podía tener. Juntos tendrían una buena vida, sus diferencias los complementarían. ¿Y no era eso mejor que estar con alguien que se pareciera demasiado a ella? Eso sería aburrido. A sus padres el compromiso les pareció demasiado precipitado al principio, pues llevaba saliendo con él menos de un año y, según le señalaron, aún le quedaban cuatro años de medicina en John Hopkins. Pero al final la apoyaron, probablemente porque se alegraban de volver a verla feliz.

      En alguna ocasión, antes de que naciera Annabelle, Kate se preguntó si habría tomado la decisión correcta. El día de su boda, las palabras airadas de Blaire se repetían en su cabeza, y se preguntó si en efecto estaría casándose con Simon por despecho. Pero Jake había muerto. Se permitió a sí misma por un instante desear que fuera él quien la esperaba en el altar, pero después lo expulsó de su mente. Al fin y al cabo, sí que amaba a Simon.

      El claxon de un coche le hizo levantar la mirada mientras caminaban los cinco por Pratt Street hacia las oficinas de Barton and Rothman, un punto de referencia del centro de Baltimore hecho de acero y cristal que se parecía a una pirámide construida con piezas de Lego. Barton and Rothman se remontaban a los tiempos en los que su tatarabuelo Evans fundó su agencia inmobiliaria, que se había convertido en un imperio, y el tatarabuelo de Gordon había invertido y gestionado el dinero. Desde entonces hasta ahora, sus familias habían estado entrelazadas, y el dinero de la familia de ella había estado en manos de la familia de él. Gordon, que ahora era socio, se mostraba un inversor astuto, pero por desgracia no había heredado ni el encanto ni el atractivo de sus antepasados.

      Se estremeció cuando se levantó viento, acercó a Annabelle y le ajustó el gorro de lana. Las aceras estaban abarrotadas de gente; oficinistas, los hombres con traje y abrigo y las mujeres con parkas con capucha. Había turistas con chaquetas abultadas que paseaban por Inner Harbor, donde los adornos navideños brillaban en todos los escaparates. Kate se descubrió a sí misma otra vez examinando a la gente, buscando a cualquiera que le pareciera


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