Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

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Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean


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—No era la peor pre­gun­ta del mundo. Hattie miró a Nora, cuyas cejas es­ta­ban tan ar­q­ue­a­das que casi ro­za­ban la línea de cre­ci­m­ien­to de su ca­be­llo, como res­p­ues­ta si­len­c­io­sa a la pre­gun­ta de Augie.

      —Ha­re­mos un trato por la carga. Com­par­ti­re­mos los in­gre­sos de nues­tros envíos hasta que aca­be­mos de pa­gár­se­la. —Hattie en­de­re­zó sus hom­bros más segura de sí misma que nunca.

      —No será su­fi­c­ien­te.

      —Lo será. —Ella haría que lo fuera. Le ase­gu­ra­ría que no habría más robos. Y le daría los in­gre­sos. Con in­te­re­ses. Si era un hombre de ne­go­c­ios, re­co­no­ce­ría que era un buen ne­go­c­io en cuanto se lo dijera. Matar a Augie no le de­vol­ve­ría la carga per­di­da y haría caer a la Corona sobre su cabeza, algo que a los con­tra­ban­dis­tas no les gus­ta­ría.

      El dinero era real. Ella lo con­ven­ce­ría.

      —No te metas en esto —señaló mien­tras miraba a los ojos a su her­ma­no.

      —No lo co­no­ces, Hattie.

      —He hecho un trato con él.

      —¿Qué clase de trato? —Augie se quedó pa­ra­li­za­do.

      —Sí, ¿qué clase de trato? —re­pi­tió Nora cur­van­do los labios como mues­tra de di­ver­sión.

      —Nada serio.

      «No estás en po­si­ción de ha­cer­me una oferta. Yo con­si­go todo lo que es mío».

      Un cos­q­ui­lleo de placer re­co­rrió a Hattie al re­cor­dar lo que había acep­ta­do, aunque aún que­da­ba la pro­me­sa de la última re­tri­bu­ción. El calor de su beso. La pro­me­sa de su tacto.

      —Hattie, si ac­ce­dió a verte de nuevo, lo que sea que haya dicho, debes saber que no es por ti —dijo Augie, in­te­rrum­p­ien­do sus pen­sa­m­ien­tos.

      Es­con­dió la de­cep­ción que le pro­vo­có aq­ue­lla afir­ma­ción. Augie no se eq­ui­vo­ca­ba. Hom­bres como el que había co­no­ci­do esa noche, hom­bres como Bestia, no eran para mu­je­res como ella. No se fi­ja­ban en mu­je­res como Hattie. Se fi­ja­ban en her­mo­sas fé­mi­nas con cuer­pos pe­q­ue­ños y del­ga­dos y de­li­ca­dos tem­pe­ra­men­tos. Ya lo sabía.

      Lo sabía, pero aun así…, la sin­ce­ri­dad sin fil­tros sobre su falta de atrac­ti­vo le mo­les­ta­ba.

      Apagó el dolor con una car­ca­ja­da, como hacía siem­pre.

      —Lo sé, Augie. Y ahora sé lo que busca. Al idiota de mi her­ma­no. —Dis­fru­tó más de lo que de­be­ría de la pre­o­cu­pa­ción que bañó la cara de Augie—. Pero tengo la in­ten­ción de que man­ten­ga nues­tro ac­uer­do. Y para ello, tendrá que acep­tar nues­tra oferta.

      —Iré con­ti­go.

      —¡No! —Lo último que ne­ce­si­ta­ba era que Augie la acom­pa­ña­ra y lo es­tro­pe­a­ra todo—. ¡No!

      —Al­g­u­ien tiene que ir con­ti­go. No sale de Covent Garden.

      —En­ton­ces iré a Covent Garden —dijo.

      —No es lugar para las damas —le re­cor­dó Augie.

      Si había cinco pa­la­bras que ca­ta­pul­ta­ran a una mujer al mo­vi­m­ien­to, se­gu­ra­men­te eran aq­ue­llas.

      —¿Ne­ce­si­to re­cor­dar­te que crecí entre los apa­re­jos de los barcos de carga?

      —Hará lo que sea ne­ce­sa­r­io para cas­ti­gar­me. Y tú eres mi her­ma­na. —Augie in­ten­tó cam­b­iar el rumbo de la con­ver­sa­ción.

      —No lo sabe. Ni lo sabrá —dijo ella—. Dis­pon­go de esa ven­ta­ja.

      ¿No se habían se­pa­ra­do con ese de­sa­fío? ¿No debía uno en­con­trar al otro? Y ahora…, ella sabía cómo en­con­trar­lo. El placer la re­co­rrió. El tr­iun­fo. Algo pe­li­gro­sa­men­te cer­ca­no al re­go­ci­jo.

      —¿Y si Bestia te hace daño?

      —No lo hará. —Eso lo sabía. Podría bur­lar­se de ella, ten­tar­la, po­ner­la a prueba. Pero no le haría daño.

      Augie con­sin­tió in­va­di­do de alivio. Por su­p­ues­to que se sentía ali­v­ia­do. Ella estaba a punto de arre­glar el de­sas­tre que él había pro­vo­ca­do. Como siem­pre.

      —Está bien —exhaló él.

      —Augie… —Su her­ma­no le­van­tó la mirada y ella se detuvo con el co­ra­zón pal­pi­tan­do—. Si hago esto… —La sos­pe­cha cruzó la cara de Augie, pero no dijo nada—. … Si salvo tu pe­lle­jo, en­ton­ces harás algo por mí.

      —¿Qué es lo que qu­ie­res? —Augie frun­ció el ceño

      —No es lo que quiero, August. Es lo que tú fe­liz­men­te me en­tre­ga­rás.

      —Venga, vamos.

      «Ahora o nunca. Tómalo. Le di­jis­te a Bestia que tú tam­po­co per­dí­as. Hazlo».

      —Le dirás a nues­tro padre que no qu­ie­res ocu­par­te del ne­go­c­io. —Los ojos de Augie se abr­ie­ron de par en par mien­tras Nora sol­ta­ba un sil­bi­do que Hattie ignoró; la frus­tra­ción y la de­ter­mi­na­ción y el tr­iun­fo la in­va­d­ie­ron, todo a la vez—. Le dirás que me lo en­tre­g­ue a mí.

      Pa­re­cía que ese día sí que iba a ser el inicio del Año de Hattie, des­pués de todo.

      Capítulo 7

      La tarde si­g­u­ien­te, mien­tras el sol se hundía por el oeste, Whit se en­con­tra­ba en la pe­q­ue­ña y si­len­c­io­sa en­fer­me­ría, en lo pro­fun­do de la Co­lo­n­ia de Covent Garden, vi­gi­lan­do al chico que había sido tras­la­da­do allí des­pués del ataque al car­ga­men­to.

      La ha­bi­ta­ción, llena de luz dorada, estaba me­ti­cu­lo­sa­men­te limpia en com­pa­ra­ción con el mundo ex­te­r­ior, un mundo donde rei­na­ba la su­c­ie­dad y eso de­be­ría ha­ber­le pro­por­c­io­na­do una pizca de paz.

      No fue así.

      Había ido in­me­d­ia­ta­men­te a la co­lo­n­ia des­pués de salir del 72 de Shel­ton Street… Había ido a ver a aquel chico, Jamie, que estaba en el suelo cuando lo no­q­ue­a­ron, bañado en su propia sangre. In­clu­so cuando había per­di­do el co­no­ci­m­ien­to, algo que lo en­fu­re­cía. Nadie hería a los hom­bres de los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le y so­bre­vi­vía para con­tar­lo.

      Su co­ra­zón se ace­le­ró con el re­c­uer­do y no se fijó en que la puerta de la ha­bi­ta­ción se abría y un joven doctor con gafas en­tra­ba y se acer­ca­ba mien­tras se secaba las manos.

      —Lo he sedado —dijo el doctor, arran­cán­do­lo de sus pen­sa­m­ien­tos—. No se des­per­ta­rá du­ran­te horas. No es ne­ce­sa­r­io que es­pe­res aquí.

      Pero él ne­ce­si­ta­ba ha­cer­lo. Pro­te­gía a los suyos.

      Los Bas­tar­dos Ba­rek­nuck­le rei­na­ban en el re­tor­ci­do la­be­rin­to de Covent Garden, más allá de las ta­ber­nas y de la se­gu­ri­dad de los te­a­tros para los ri­ca­cho­nes de Lon­dres,


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