Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

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Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean


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ha pasado? —pre­gun­tó acer­cán­do­se con el tazón a la mesa para ins­pec­c­io­nar el muslo de Augie que aún san­gra­ba—. No de­be­rí­as ha­ber­te ex­tra­í­do el cu­chi­llo.

      —Rus­sell dijo…

      —No me im­por­ta. Rus­sell es un bruto y de­be­rí­as haber dejado el cu­chi­llo dentro. —Hattie sa­cu­dió la cabeza mien­tras lim­p­ia­ba la herida dis­fru­tan­do de los mal­di­tos que­ji­dos de su her­ma­no más de lo que de­be­ría. Golpeó dos veces la mesa—. Re­cués­ta­te.

      —Estoy san­gran­do —se quejó Augie.

      —Sí, ya lo veo —res­pon­dió Hattie—. Pero como estás cons­c­ien­te, para mí sería más fácil que es­tu­v­ie­ras tum­ba­do.

      —¡Date prisa! —con­tes­tó Augie mien­tras se re­cos­ta­ba.

      —Nadie te cul­pa­rá por to­mar­te tu tiempo —dijo Nora acer­cán­do­se con una lata de ga­lle­tas en la mano.

      —¡Vete a casa, Nora! —dijo Augie.

      —¿Por qué voy a ha­cer­lo cuando estoy dis­fru­tan­do tanto? —Le ex­ten­dió la lata de ga­lle­tas a Hattie—. ¿Qu­ie­res una?

      Hattie sa­cu­dió la cabeza y se con­cen­tró en la lesión, ahora limpia.

      —Tienes suerte de que la hoja es­tu­v­ie­ra tan afi­la­da. Esto se de­be­ría poder coser fá­cil­men­te. —Ex­tra­jo una aguja e hilo de la caja—. No te muevas.

      —¿Dolerá?

      —No más que el cu­chi­llo.

      Nora se rio, y Augie frun­ció el ceño.

      —Eso es cruel. —Un que­ji­do siguió a sus pa­la­bras cuando Hattie co­men­zó a cerrar la herida—. No puedo creer que el tipo diera en el blanco.

      —¿Quién? —Hattie con­tu­vo el al­ien­to. «Bestia».

      —Nadie —con­tes­tó su her­ma­no.

      —No puede ser nadie, Aug —señaló Nora con la boca llena de biz­co­chos—. Tienes un buen agu­je­ro.

      —Sí. Me he dado cuenta de eso —se quejó de nuevo mien­tras Hattie con­ti­n­ua­ba co­s­ien­do.

      —¿En qué estás metido, Augie?

      —En nada. —Su her­ma­na pre­s­io­nó la aguja con más fir­me­za en el si­g­u­ien­te punto—. ¡Mal­di­ta sea!

      —¿En qué nos has metido a todos? —Clavó la mirada en la azul pálido de su her­ma­no.

      Él la rehuyó. Gri­ta­ba cul­pa­ble. Porque lo que fuera que hu­b­ie­se hecho, lo que fuera que lo hu­b­ie­se puesto en pe­li­gro esa noche… los había puesto en pe­li­gro a todos. No solo a Augie. A su padre. Al ne­go­c­io.

      A ella. Todos los planes que había hecho y todo lo que había puesto en marcha para el Año de Hattie: ne­go­c­ios, casa, for­tu­na, futuro. Y si el hombre con el que había hecho un trato estaba in­vo­lu­cra­do, ame­na­za­ba al resto. Su vir­gi­ni­dad.

      La frus­tra­ción se apo­de­ró de ella y le en­tra­ron ganas de gritar, de sa­cu­dir­lo hasta que le dijera la verdad sobre qué había hecho para que le cla­va­ran un cu­chi­llo en el muslo. Que con­fe­sa­ra que había dejado a un hombre in­cons­c­ien­te en su ca­rr­ua­je. Y Dios sabía qué más.

      Cosió otro punto. Y otro.

      Se quedó ca­lla­da y se puso ner­v­io­sa.

      No hacía ni seis meses, su padre había con­vo­ca­do a Augie y Hattie para in­for­mar­les de que ya no podía ma­ne­jar el ne­go­c­io que había con­ver­ti­do en un im­pe­r­io. El conde había en­ve­je­ci­do de­ma­s­ia­do para tra­ba­jar en los barcos, para ma­ne­jar a los hom­bres. Para vi­gi­lar los en­tre­si­jos del ne­go­c­io. Así que les ofre­ció la única so­lu­ción po­si­ble para un hombre con un título vi­ta­li­c­io y un ne­go­c­io que fun­c­io­na­ba: la he­ren­c­ia.

      Ambos niños habían cre­ci­do entre la ar­bo­la­du­ra de los barcos Sedley; ambos habían pasado sus pri­me­ros años, antes de que le con­ce­d­ie­ran un título vi­ta­li­c­io a su padre, pi­sán­do­le los ta­lo­nes, apren­d­ien­do el ne­go­c­io de la na­ve­ga­ción. Ambos sabían izar una vela, a hacer un nudo. Pero solo uno de ellos había apren­di­do bien. De­sa­for­tu­na­da­men­te, era la chica.

      Así que su padre le había dado a Augie la opor­tu­ni­dad de pro­bar­se a sí mismo y, du­ran­te los úl­ti­mos seis meses, Hattie había tra­ba­ja­do más duro que nunca para hacer lo mismo, para pro­bar­se a sí misma que era digna de asumir el con­trol del ne­go­c­io; todo, mien­tras Augie se dormía en los lau­re­les es­pe­ran­do su mo­men­to, cuando su padre de­ci­d­ie­ra en­tre­gar­le todo el ne­go­c­io sin otra razón que la de que Augie era un hombre, porque así es como debía ser. No había forma de cam­b­iar el ra­zo­na­m­ien­to del conde:

      «Los hom­bres de los mue­lles ne­ce­si­tan una mano firme».

      Como si Hattie no tu­v­ie­ra for­ta­le­za para ma­ne­jar­los.

      «Los envíos ne­ce­si­tan un cuerpo capaz».

      Como si Hattie fuera de­ma­s­ia­do blanda para el tra­ba­jo.

      «Eres buena chica y con­ti­go al frente todo iría bien…».

      Un cum­pli­do, aunque no fuese esa la in­ten­ción.

      «… pero ¿y si apa­re­ce un hombre?».

      Eso era lo más in­si­d­io­so. Que la se­ña­la­ra como una sol­te­ro­na era lo que re­sal­ta­ba el hecho de que las mu­je­res no tenían vida propia frente a cual­q­u­ier hombre.

      Y peor aún, era lo que le indicó que su padre no creía en ella. Algo que, por su­p­ues­to, así era. No im­por­ta­ba cuán­tas veces le ase­gu­ra­ra que su vida era solo suya y que no bus­ca­ba ma­tri­mo­n­io.

      «Eso no está bien, hija», decía el conde, vol­v­ien­do a su tra­ba­jo.

      Hattie se había pro­p­ues­to de­mos­trar­le que estaba eq­ui­vo­ca­do. Había di­se­ña­do es­tra­te­g­ias para au­men­tar los in­gre­sos. Lle­va­ba los libros y re­gis­tros, y pasaba tiempo con los hom­bres en los mue­lles para que, cuando sur­g­ie­ra la opor­tu­ni­dad de gu­iar­los, con­f­ia­ran en ella… Y la si­g­u­ie­ran.

      Y esa noche, había co­men­za­do el Año de Hattie. El año en que se ase­gu­ra­ría todo por lo que había tra­ba­ja­do tan duro. Solo ne­ce­si­ta­ba un poco de ayuda para po­ner­lo en marcha, una ayuda que pen­sa­ba que sería más fácil con­se­g­uir.

      Tenía in­ten­ción de volver a casa para de­cir­le a su padre que el ma­tri­mo­n­io ya no en­tra­ba en sus planes. Que se había arr­ui­na­do a sí misma. No estaba con­ten­ta de haber re­gre­sa­do con su vir­gi­ni­dad in­tac­ta, pero es­ta­ría más que feliz de poder in­for­mar­le de que había en­con­tra­do un ca­ba­lle­ro ideal para en­car­gar­se de la si­t­ua­ción.

      Bueno… Tal vez no fuera un ca­ba­lle­ro.

      «Bestia».

      El nombre le llegó en una oleada de cálido placer, to­tal­men­te ina­pro­p­ia­do y di­fí­cil de ig­no­rar. Pero lo manejó lo mejor que pudo.

      In­clu­so él había sido un


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