Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

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Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean


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estaba ha­c­ien­do?

      Era la única opción.

      «Men­ti­ra».

      Hattie cogió la más­ca­ra con la mano libre y la bajó entre ellos. Se puso a ju­g­ue­te­ar con ella, y sus dedos lo ro­za­ron. Lo que­ma­ron.

      —Será di­fí­cil en­con­trar otro hombre que me ayude sin que haya con­se­c­uen­c­ias.

      —Le ase­gu­ro que no —dijo él in­cli­nán­do­se y ba­jan­do la voz.

      —¿Pre­ten­de en­con­trar­me un hombre así? —Ella tragó saliva.

      —No.

      Hattie frun­ció el ceño y Whit le pasó el pulgar por las cejas varias veces, hasta que el ceño dejó de estar frun­ci­do. Trazó las líneas de su cara, el con­tor­no de sus pó­mu­los, la suave curva de su man­dí­bu­la. Su grueso labio in­fe­r­ior, tan suave como lo re­cor­da­ba.

      —Tengo la in­ten­ción de ha­cer­lo yo.

      Capítulo 5

      Ya que había lle­ga­do al 72 de Shel­ton Street con la in­ten­ción de que la arr­ui­na­ran, Hattie de­be­ría haber con­si­de­ra­do la po­si­bi­li­dad de que el asunto de perder la vir­gi­ni­dad fuera pla­cen­te­ro.

      Nunca lo había visto así. De hecho, siem­pre había pen­sa­do que sería un asunto poco tras­cen­den­tal. Algo ru­ti­na­r­io. Un medio para con­se­g­uir un fin. Pero, cuando aquel hombre la tocó, mis­te­r­io­so, guapo e in­q­u­ie­tan­te y más bien­ve­ni­do de lo que le gus­ta­ría ad­mi­tir, no pudo pensar en nada más que en los medios.

      Medios muy pla­cen­te­ros.

      Medios tan pla­cen­te­ros que se apro­p­ia­ron de todos sus pen­sa­m­ien­tos cuando él le su­gi­rió que podía ser quien la ayu­da­ra a perder su vir­gi­ni­dad.

      Pero la com­bi­na­ción de un grave gru­ñi­do y una lenta ca­ri­c­ia con el pulgar sobre su labio in­fe­r­ior hizo que Hattie pen­sa­ra que podría hacer más que eso. Que podría que­mar­la. Que ella iba a per­mi­tír­se­lo, que aquel fuego la con­de­na­ría.

      Y luego hizo que Hattie pen­sa­ra so­la­men­te una pa­la­bra: «Sí».

      Había lle­ga­do con la pro­me­sa de en­con­trar un hombre ex­tre­ma­da­men­te mi­nu­c­io­so que de­mos­tra­ría ser un asis­ten­te es­te­lar. Pero ese hombre, con sus ojos ámbar que lo veían todo, con su tacto que lo en­ten­día todo, con su voz que lle­na­ba sus más os­cu­ros y se­cre­tos rin­co­nes, era más que un asis­ten­te.

      Ese hombre era puro do­mi­n­io, del tipo que Hattie no había ima­gi­na­do, pero que ya no podía dejar de ima­gi­nar. Y se estaba ofre­c­ien­do a hacer re­a­li­dad todo lo que ella anhe­la­ba.

      «Sí».

      Estaba muy cerca. Era muy grande, lo su­fi­c­ien­te­men­te grande como para que ella se sin­t­ie­ra pe­q­ue­ña y guapa, lo bas­tan­te guapa como para que no pu­d­ie­ra pensar más que en una noche em­br­ia­ga­do­ra, in­cre­í­ble y ca­l­ien­te en aq­ue­lla fría ha­bi­ta­ción.

      Él iba a be­sar­la. No a cambio de dinero, sino porque quería. «Im­po­si­ble». «Nadie nunca había…».

      —¿Tú… —Él le des­li­zó la mano por el ca­be­llo ha­c­ien­do que aq­ue­lla idea se es­fu­ma­ra antes de asi­mi­lar­la. Si­len­c­io— … me ayu­da­rí­as… —Él con­tra­jo los dedos— … con… —La man­tu­vo como a una rehén con su con­tac­to y su si­len­c­io. Le estaba ha­c­ien­do ol­vi­dar lo que estaba pen­san­do, ¡mal­di­ción! La frase… ¿En qué estaba pen­san­do?— … eso?

      —Te ayu­da­ría con todo —con­tes­tó él con un gru­ñi­do, un sonido que ella no habría en­ten­di­do si no es­tu­v­ie­ra tan em­be­le­sa­da. Si no es­tu­v­ie­ra tan an­s­io­sa por… todo.

      Hattie cerró los ojos. ¿Cómo podía un hombre con­ver­tir solo dos letras en tanto placer? Se­gu­ra­men­te iba a be­sar­la. Así era como se em­pe­za­ba, ¿no? Pero no se movía. ¿Por qué no se movía? Se su­po­nía que debía mo­ver­se, ¿no?

      Abrió los ojos de nuevo, él estaba allí, muy cerca, y la ob­ser­va­ba. La miraba. La veía. ¿Cuándo fue la última vez que al­g­u­ien la había visto? Se había pasado toda su vida siendo la mejor en el arte de es­con­der­se: nunca la veían.

      Pero este hombre… la veía. Y des­cu­brió que lo odiaba tanto como le gus­ta­ba. No, lo odiaba más. No quería que él la viera. No quería que enu­me­rar sus in­con­ta­bles de­fec­tos. Sus me­ji­llas llenas, sus cejas de­ma­s­ia­do anchas y su nariz de­ma­s­ia­do grande. Su boca, que otro hombre com­pa­ró una vez, como si le es­tu­v­ie­ra ha­c­ien­do un favor, con la de un ca­ba­llo. Si aquel hombre veía todo eso, podría cam­b­iar de opi­nión.

      —¿Po­de­mos em­pe­zar ya? —dijo Hattie con cierto des­ca­ro, ani­ma­da por aq­ue­llas ideas.

      Un pro­fun­do gru­ñi­do de asen­ti­m­ien­to anun­ció su beso, un sonido tan glo­r­io­so como el choque de sus bocas cuando él posó sus labios sobre los de ella y le dio justo lo que ella quería. Más que eso. No de­be­ría ha­ber­le sor­pren­di­do la sen­sa­ción de te­ner­lo contra ella, lo había besado con va­len­tía en el ca­rr­ua­je antes de echar­lo, pero ese había sido su beso.

      Este era de los dos.

      Él tiró de ella in­cli­nán­do­la de tal manera que que­da­ron per­fec­ta­men­te em­pa­re­ja­dos, hasta que su her­mo­sa boca estuvo ali­ne­a­da con la de ella. Y en­ton­ces le en­ce­rró la cara entre las manos, le aca­ri­ció la me­ji­lla con el pulgar mien­tras asal­ta­ba su boca con pe­q­ue­ños besos, uno tras otro, una y otra vez, mien­tras ella creía en­lo­q­ue­cer. Él le cap­tu­ró el labio in­fe­r­ior y se lo lamió; su lengua ca­l­ien­te y áspera, con sabor como a limón azu­ca­ra­do le pro­vo­có…

      «Hambre». Eso fue lo que sintió. Como si nunca hu­b­ie­ra comido antes y ahora se pre­sen­ta­se frente a ella un ban­q­ue­te sa­bro­so, solo para ella.

      Aq­ue­llos la­me­ta­zos la vol­v­ie­ron sal­va­je. No sabía cómo so­por­tar­los. Cómo ma­ne­jar­los. Todo lo que sabía era que no quería que se de­tu­v­ie­ran.

      Lo agarró por el abrigo para acer­car­lo, se apretó contra él, anhe­lan­do sentir el con­tac­to de aq­ue­llas manos en cada cen­tí­me­tro de su piel. Quería me­ter­se dentro de él. Lanzó un pe­q­ue­ño sus­pi­ro de frus­tra­ción que él en­ten­dió; sus brazos la ro­de­a­ron como si fueran de acero, y la le­van­tó, la forzó a en­tre­gar­se al tiempo que las manos de ella se des­li­za­ban sobre sus enor­mes hom­bros y al­re­de­dor de su cuello. Sobre los mús­cu­los tensos y muy ca­l­ien­tes.

      Ella jadeó al sentir el calor de su cuerpo, y él se separó. ¿Se había de­te­ni­do? ¿Por qué se había de­te­ni­do?

      —¡No! —Por Dios, ¿había dicho eso en voz alta?—. Es que… —Sus me­ji­llas se en­cen­d­ie­ron al ins­tan­te—. Eso es… —Él arqueó una ceja a modo de pre­gun­ta si­len­c­io­sa—. Pre­fe­ri­ría…

      —Sé lo que pre­fe­ri­rí­as. Y te lo daré. Pero antes… —dijo aq­ue­lla bestia si­len­c­io­sa.

      Re­cu­pe­ró el al­ien­to.


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