Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

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Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean


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encima de la línea de su ves­ti­do, los mús­cu­los de su gar­gan­ta tensos mien­tras lo es­cu­cha­ba—. Y creo que sabe que tengo la in­ten­ción de con­se­g­uir un nombre.

      —¿Es eso una ame­na­za? —Lo miró en­tre­ce­rran­do los ojos. Él no res­pon­dió, y en el si­len­c­io, ella pa­re­ció cal­mar­se; su res­pi­ra­ción se hizo más tran­q­ui­la mien­tras sus hom­bros se en­de­re­za­ban—. No me gustan las ame­na­zas. Es la se­gun­da vez que in­te­rrum­pe mi noche, señor. Haría bien en re­cor­dar que fui yo quien le salvó el pe­lle­jo antes.

      —Casi me mata. —Ella ex­pe­ri­men­tó un cambio no­ta­ble.

      —Por favor, ha sido usted muy ágil —se burló—. Lo vi ate­rri­zar en el suelo como si no fuera la pri­me­ra vez que lo lanzan de un ca­rr­ua­je—. Hizo una pausa—. No lo fue, ¿o sí?

      —Eso no sig­ni­fi­ca que desee con­ver­tir­lo en un hábito.

      —El punto es que, sin mí, podría estar muerto en una zanja. Un ca­ba­lle­ro ra­zo­na­ble me lo agra­de­ce­ría ama­ble­men­te y se iría a otro lugar ahora mismo.

      —Tiene mala suerte, en­ton­ces, de que yo no lo sea.

      —¿Ra­zo­na­ble?

      —Un ca­ba­lle­ro.

      Se rio un poco sor­pren­di­da por eso.

      —Bueno, como es­ta­mos en un burdel, creo que nin­gu­no de los dos puede re­cla­mar mucha gen­ti­le­za.

      —¿Eso no estaba en su lista de re­q­ui­si­tos?

      —Oh, lo estaba —dijo—, pero es­pe­ra­ba más una apro­xi­ma­ción a la ca­ba­lle­ro­si­dad que la ca­ba­lle­ro­si­dad misma. Y ahí está el pro­ble­ma: tengo planes, mal­di­ción, y no voy a per­mi­tir que los arr­ui­ne.

      —Los planes de los que habló antes de ti­rar­me del ca­rr­ua­je.

      —Yo no lo tiré. —Cuando él no res­pon­dió, ella le dijo—: Está bien, lo eché. Pero todo ha ido bien.

      —No gra­c­ias a usted.

      —No tengo la in­for­ma­ción que quiere.

      —No la creo.

      Abrió la boca y la cerró.

      —¡Qué gro­se­ro!

      —Quí­te­se la más­ca­ra.

      —No.

      —¿Qué es el Año de Hattie? —pre­gun­tó ante el no ta­jan­te.

      Ella le­van­tó la bar­bi­lla de­sa­f­ian­te, pero se quedó en si­len­c­io. Whit gruñó y se di­ri­gió al cham­pán y se sirvió una copa. Cuando ter­mi­nó, de­vol­vió la bo­te­lla a su sitio y se apoyó en el al­féi­zar de la ven­ta­na ob­ser­van­do cómo ella se movía.

      Siem­pre estaba en mo­vi­m­ien­to, ali­sán­do­se las faldas o ju­gan­do con la manga; él bebía hip­no­ti­za­do por la larga línea del ves­ti­do, por la forma en que este en­vol­vía sus curvas re­bel­des y hacía pro­me­sas que un hombre de­se­a­ba que cum­pl­ie­ra. La luz de las velas se re­fle­ja­ba en su piel, do­rán­do­la. No era una mujer que tomara té. Era una mujer que tomaba el sol.

      Tenía dinero, sal­ta­ba a la vista. Y poder. Una mujer ne­ce­si­ta­ba de ambos para entrar en el 72 de Shel­ton Street. In­clu­so sa­b­ien­do que el lugar exis­tía, ne­ce­si­ta­ba con­tac­tos que no eran fá­ci­les de con­se­g­uir. Había miles de ra­zo­nes por las que ella podría estar allí, y Whit las había es­cu­cha­do todas: abu­rri­m­ien­to, in­sa­tis­fac­ción, im­pru­den­c­ia. Pero no de­tec­ta­ba nin­gu­na de ellas en Hattie. No era una chica im­pe­t­uo­sa, era lo su­fi­c­ien­te­men­te mayor para ser ra­zo­na­ble y tomar sus de­ci­s­io­nes. Tam­po­co era simple o su­per­fi­c­ial.

      Se acercó a ella len­ta­men­te de forma de­li­be­ra­da.

      —No me dejaré in­ti­mi­dar. —Se puso rígida. Agarró con fuerza el papel que tenía en la mano.

      —Él me ha robado algo y quiero que me lo de­v­uel­va.

      Pero eso no era todo.

      Estaba lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca como para to­car­la. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para medir la altura que ya había notado antes, casi igual a la suya. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para ver sus ojos detrás de la más­ca­ra, fijos en él. Lo su­fi­c­ien­te­men­te cerca para su­mer­gir­se en su aroma a al­men­dras.

      —Lo que sea que le hayan robado —anun­ció mien­tras en­de­re­za­ba los hom­bros—, haré que se lo de­v­uel­van.

      Cuatro envíos. Tres vi­gi­lan­tes ti­ro­te­a­dos. Des­pués de esa noche, el propio Whit había per­di­do unos cu­chi­llos que va­lo­ra­ba por encima de todo. Y, si tenía razón, ella le debía más de lo que podía de­vol­ver­le.

      —No es po­si­ble. Ne­ce­si­to un nombre. —Negó con la cabeza.

      —Le ruego que me per­do­ne, yo no fallo —res­pon­dió sin va­ci­lar.

      Otro hombre podría haber en­con­tra­do aq­ue­llas pa­la­bras di­ver­ti­das, pero Whit ad­vir­tió ho­nes­ti­dad en ellas. ¿Cómo se había visto in­vo­lu­cra­da en este lío? No pudo re­sis­tir­se a re­pe­tir­se.

      —¿Qué es el Año de Hattie?

      —Si se lo digo, ¿me dejará en paz?

      «No», pensó él.

      Res­pi­ró pro­fun­da­men­te en si­len­c­io, como si con­si­de­ra­ra sus op­c­io­nes.

      —Es lo que parece —ex­pli­có ella fi­nal­men­te—. Es mi año. El año que re­cla­mo como mío.

      —¿Cómo?

      —Tengo un plan de cuatro puntos para di­ri­gir mi propio des­ti­no.

      —Cuatro puntos —re­pi­tió él, ar­q­ue­an­do las cejas.

      —Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro. —Le­van­tó una mano mar­can­do las res­p­ues­tas con los largos dedos en­g­uan­ta­dos y luego hizo una pausa—. Ahora, si me dice qué fue con pre­ci­sión lo que le qui­ta­ron, se lo de­vol­ve­ré, y po­dre­mos seguir con nues­tras vidas sin mo­les­tar­nos nunca más.

      —Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro —repasó el plan—. ¿En ese orden?

      —Pro­ba­ble­men­te. —Hattie in­cli­nó la cabeza a un lado.

      —¿Qué clase de ne­go­c­ios? —Él tenía dinero de sobra, y podía ayu­dar­la en cual­q­u­ier ne­go­c­io que de­se­a­ra… a cambio de la in­for­ma­ción que ne­ce­si­ta­ba.

      Ella lo miró fi­ja­men­te y per­ma­ne­ció en si­len­c­io.

      Pro­ba­ble­men­te tenía as­pi­ra­c­io­nes como mo­dis­ta o som­bre­re­ra, ambos ne­go­c­ios le com­pra­rí­an una casa, pero nin­gu­no de ellos le daría una for­tu­na. ¿No sería mejor que bus­ca­se un futuro como esposa y madre? Pa­re­cía la mujer ade­c­ua­da para ser la señora de una casa.

      Eso, y que nin­gu­no de sus cuatro puntos tenía sen­ti­do en el con­tex­to del burdel de Shel­ton Street. Señaló el papel que sos­te­nía en el puño.

      —¿Qué es­pe­ra­ba de Nelson, una in­ver­sión?

      —De


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