Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

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Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean


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quinto punto?

      Sus me­ji­llas se ti­ñe­ron de rojo al es­cu­char la pre­gun­ta, y la cu­r­io­si­dad que sintió Whit por aq­ue­lla ex­tra­ña mujer se volvió casi in­so­por­ta­ble.

      —Cuerpo —dijo ella en­ton­ces, en un tono claro como el tañido del pa­si­llo.

      Cuando Whit tenía die­ci­s­ie­te años, salió del cua­dri­lá­te­ro tam­ba­leán­do­se, tras un com­ba­te que duró de­ma­s­ia­do con un opo­nen­te de­ma­s­ia­do grande; el rugido de la mul­ti­tud se le clavó en los oídos por la can­ti­dad de golpes que so­por­tó. Ate­rri­zó en el ca­lle­jón tra­se­ro de un al­ma­cén, donde llenó de aire frío sus pul­mo­nes mien­tras se ima­gi­na­ba en cual­q­u­ier lugar menos allí, en un club de lucha de Covent Garden.

      La puerta se abrió y se cerró, y una mujer se había acercó a él con un trozo de lino en la mano. Se ofre­ció a lim­p­iar­le la sangre de la cara. Sus pa­la­bras suaves y su amable gesto fueron el mayor placer que había sen­ti­do en su vida.

      Hasta el mo­men­to en que es­cu­chó a Hattie decir la pa­la­bra «cuerpo».

      Se hizo el si­len­c­io entre ellos. Ella rio, ner­v­io­sa.

      —Su­pon­go que es más bien el primer punto, con­si­de­ran­do que es esen­c­ial para el resto.

      «Cuerpo».

      —Ex­plí­q­ue­se —gruñó Whit.

      Pa­re­cía estar con­si­de­ran­do la po­si­bi­li­dad de no dar ex­pli­ca­c­io­nes, como si él le fuera a per­mi­tir salir de la ha­bi­ta­ción sin ha­cer­lo.

      —Hay dos ra­zo­nes —dijo fi­nal­men­te, pues debió de darse cuenta de que él no iba a ceder—. Al­gu­nas mu­je­res se pasan toda la vida bus­can­do un ma­tri­mo­n­io.

      —¿Y usted no?

      Negó con la cabeza.

      —Tal vez en algún mo­men­to lo con­si­de­ré… —Se alejó, y Whit con­tu­vo la res­pi­ra­ción es­pe­ran­do ver qué venía a con­ti­n­ua­ción. La vio en­co­ger­se de hom­bros—. Mañana cumplo vein­ti­n­ue­ve años. En este mo­men­to, soy una dote y nada más.

      Whit no la creyó ni por un mo­men­to.

      —No quiero ser una dote. —Lo miró—. No deseo que me con­v­ier­tan en mer­can­cía. Deseo ser yo misma. Elegir por mí misma.

      —Ne­go­c­ios. Casa. For­tu­na. Futuro —dijo.

      Ella sonrió sa­tis­fe­cha, for­man­do aquel mal­di­to ho­y­ue­lo que cen­te­lle­a­ba, y él no pudo re­sis­tir­se a re­pa­rar en esos labios, cuya sen­sa­ción re­cor­da­ba vi­va­men­te desde el prin­ci­p­io de la noche. Los vio mo­ver­se de nuevo.

      —Solo hay una manera de ase­gu­rar que se me per­mi­ta elegir por mí misma. —Hizo una pausa—. Me desha­go de la única cosa de mí que es pre­c­ia­da. Me re­cla­mo a mí misma. Y gano.

      —Y vino aquí para… —Se alejó sa­b­ien­do la res­p­ues­ta, pero quería que ella lo dijera.

      Quería es­cu­char­lo.

      Ese rubor otra vez.

      —Perder la vir­gi­ni­dad —dijo fi­nal­men­te.

      Las pa­la­bras re­so­na­ron en sus oídos.

      —Bueno, yo sola no puedo perder mi propia vir­gi­ni­dad, ob­v­ia­men­te. Es más bien una me­tá­fo­ra. Nelson iba a ha­cer­lo por mí —añadió ella bro­me­an­do.

      Dejó que el si­len­c­io rei­na­ra un se­gun­do mien­tras él ponía en orden sus pen­sa­m­ien­tos.

      —Se libera de su vir­gi­ni­dad y se vuelve libre para vivir su vida.

      —¡Exac­ta­men­te! —dijo como si es­tu­v­ie­ra en­can­ta­da de que al­g­u­ien lo en­ten­d­ie­ra.

      —¿Y cuál es la se­gun­da razón? —gruñó Whit.

      Se ru­bo­ri­zó de nuevo. ¿Quién era esta mujer tan audaz como ver­gon­zo­sa?

      —Su­pon­go… —se in­te­rrum­pió para acla­rar­se la gar­gan­ta—. Su­pon­go que es lo que quiero.

      «¡Dios!».

      Podría haber dicho mil cosas y todas las hu­b­ie­ra es­pe­ra­do. Cosas que lo ha­brí­an man­te­ni­do ca­lla­do, im­pa­si­ble. Y en vez de eso, había dicho algo tan con­de­na­da­men­te sin­ce­ro que no tuvo otra opción que de­se­ar­la.

      Lo detuvo antes de que em­pe­za­ra, re­pri­mió su deseo me­t­ien­do la mano en el bol­si­llo y sa­can­do un sa­q­ui­to de papel; del que sacó un ca­ra­me­lo. Se lo metió en la boca; el sabor a limón y miel ex­plo­ta­ron en su lengua.

      Lo que fuera para dis­tra­er­se de sus pa­la­bras.

      «La deseo».

      —¿Son ca­ra­me­los? —Hattie miró la bolsa.

      Whit la miró y gruñó un sí.

      —No de­be­ría tomar go­lo­si­nas si no está dis­p­ues­to a com­par­tir­las, ya sabe… —In­cli­nó la cabeza a un lado.

      Otro gru­ñi­do y tendió la bol­si­ta hacia ella.

      —No, gra­c­ias —dijo con una son­ri­sa.

      —En­ton­ces, ¿por qué me ha pedido uno?

      —No le he pedido uno. Le he pedido que me ofre­c­ie­ra uno. Lo que es to­tal­men­te di­fe­ren­te. —Otra son­ri­sa.

      Era in­cre­í­ble­men­te frus­tran­te. Y fas­ci­nan­te. Pero no tenía tiempo para sen­tir­se fas­ci­na­do por ella.

      De­vol­vió los ca­ra­me­los al bol­si­llo, tra­tan­do de con­cen­trar­se en el limón, un agrio y dulce placer, uno de los pocos que se per­mi­tía. Tra­tan­do de ig­no­rar el hecho de que no era limón lo que de­se­a­ba en ese mo­men­to. Tra­tan­do de no pensar en las al­men­dras.

      Ne­ce­si­ta­ba in­for­ma­ción de esa mujer. Y eso era todo. Ella sabía quién estaba ata­can­do a sus hom­bres, quién estaba ro­ban­do su mer­can­cía; podía con­fir­mar la iden­ti­dad de su ene­mi­go. Y él haría lo que fuera ne­ce­sa­r­io para que ella ha­bla­ra…

      —¿No va a de­cir­me que me eq­ui­vo­co? —pre­gun­tó.

      —¿Qué se eq­ui­vo­ca sobre qué?

      —Que me eq­ui­vo­co al querer… —Se alejó por un mo­men­to, y un hilo de frío miedo atra­ve­só a Whit mien­tras so­pe­sa­ba la po­si­bi­li­dad de que ella lo dijera de nuevo. Cual­q­u­ier hombre hu­b­ie­ra que­ri­do llenar el es­pa­c­io entre esas dos mi­nús­cu­las letras con una vein­te­na de cosas sucias— … ex­plo­rar.

      Dios mío. Eso era peor.

      —No voy a de­cir­le que se eq­ui­vo­ca.

      —¿Por qué?

      No tenía ni idea de por qué lo había dicho. No de­be­ría ha­ber­lo dicho. Debió de­jar­la allí, en aq­ue­lla ha­bi­ta­ción y se­g­uir­la a casa y es­pe­rar a que re­ve­la­ra lo que sabía. Porque no había manera de que esa mujer guar­da­ra bien los se­cre­tos. Era de­ma­s­ia­do sin­ce­ra. Lo su­fi­c­ien­te­men­te sin­ce­ra como para causar pro­ble­mas.


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