Castillos en la arena - La caricia del viento. Sherryl Woods

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Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods


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que pensó que ese tema no me interesaría.

      Por alguna extraña razón, saber todo aquello la desanimaba. Quería tener una muy mala opinión de Boone, sentía la necesidad de pensar que él era un impresentable. No le hacía ninguna gracia plantearse que quizás le había juzgado mal, que a lo mejor no era tan ambicioso como ella creía, que había podido cometer un terrible error al dejarle ir sin más. Ella no creía en los arrepentimientos, así que ¿a qué se debía aquella extraña sensación que la embargaba?

      Su hermana la miró desconcertada.

      –Yo creía que hacía mucho que le habías olvidado. Fuiste tú la que rompió la relación y no al revés, ¿verdad? Siempre di por hecho que se lio con Jenny por despecho.

      –¡Pues claro que le he olvidado! –exclamó, indignada–. En los diez años que hace que me largué de aquí, no he pensado en él ni por asomo –la vocecilla interior de su conciencia le gritó que estaba mintiendo.

      –¿A qué viene entonces todo esto?

      –Es que no quiero que se aproveche de la abuela, es demasiado confiada.

      Samantha se echó a reír.

      –¿Cora Jane, confiada? Supongo que estás pensando en otra abuela. La nuestra es tan lista como la que más en cuestiones de negocios, y un lince a la hora de calar a la gente.

      –Yo solo digo que no es inmune ante un hombre con tanto encanto como Boone. Vamos a dejar el tema, me está dando dolor de cabeza –frunció el ceño al darse cuenta de que estaban en el abarrotado aparcamiento de un supermercado–. ¿Por qué paras aquí?

      –Para comprar tu nuevo vestuario de limpieza –Samantha esbozó una sonrisa de lo más inocente al añadir–: No podemos olvidar las sandalias ni las zapatillas de deporte.

      Emily la miró consternada. Las únicas sandalias que se ponía a esas alturas de su vida las compraba en la selecta boutique que un conocido diseñador tenía en Rodeo Drive.

      –Vale, pero que ni a Gabi ni a ti se os olvide que no limpio ventanas –vaciló antes de añadir–: ni suelos.

      Samantha le pasó el brazo por los hombros mientras cruzaban el abarrotado aparcamiento.

      –Lo que tú digas, Cenicienta. Te dejaremos a ti el colector de grasa, verás cómo te diviertes.

      Emily la miró ceñuda. Daba la impresión de que iban a ser un par de semanas muy largas, sobre todo si Boone iba a estar metido en el asunto.

      –¿Vamos a ayudar a la señora Cora Jane, papá?

      Boone miró a su hijo de ocho años, B.J., que parecía tan entusiasmado como si estuvieran hablando de ir al circo, y se limitó a contestar:

      –Si ella nos deja, sí.

      Cora Jane no pedía ayuda nunca y se resistía a aceptarla cuando se le ofrecía, así que él había aprendido a ser increíblemente sutil a la hora de asegurarse de que tanto el restaurante como ella estuvieran bien cuidados.

      –Oye, papá, ¿crees que me hará tortitas con forma de Mickey Mouse? Las dos pequeñitas que hacen de orejas son las que más me gustan –el pequeño le miró con expresión de culpa al admitir–: Las suyas son más buenas que las de Jerry, pero no se lo digas a él. No quiero herir sus sentimientos.

      Boone se echó a reír, ya que era consciente de lo competitivos que podían llegar a ser el cocinero en cuestión y Cora Jane.

      –No creo que haya abierto la cocina, aún no han acabado de achicar el agua que entró durante la tormenta. Tú mismo viste los destrozos que hubo en nuestro local, ¿no? Pues el Castle’s estaba igual de mal cuando fui a echar un vistazo ayer.

      Cora Jane era una mujer a la que le gustaba sentirse con el control de cualquier situación, y ningún huracán iba a lograr alterar por mucho tiempo su rutina. Seguro que en cuestión de un día más ya estaría cocinando lo que pudiera en la parrilla a gas, aunque aún no tuviera a punto el horno.

      –No le pidas tortitas hasta que sepamos qué tal están las cosas, B.J. –le advirtió al niño–. Hemos venido a ayudar, no a darle más trabajo.

      –¡Pero ella siempre dice que no le cuesta ningún trabajo hacerme tortitas, que lo hace por amor!

      Boone soltó una carcajada. No le extrañaba que Cora Jane le hubiera dicho eso al pequeño, ya que con él mismo siempre se había comportado así. Siempre le había hecho sentir como si cuidarle no supusiera carga alguna para ella, a pesar de que sus propios padres le consideraban un estorbo. De no ser por Cora Jane, por los trabajos que ella le había asignado para mantenerle ocupado y que no se metiera en problemas, su vida habría tomado una dirección muy distinta. Estaba en deuda con ella, de eso no había duda, y se consideraba afortunado porque ella no le había echado de su vida cuando Emily le había abandonado. Teniendo en cuenta la fuerte lealtad familiar que existía entre los Castle, no habría sido extraño que sucediera algo así.

      Sí, verla y oírla alardear de sus tres nietas, incluyendo a la que había sido el amor de su vida, resultaba doloroso, pero eso tan solo era el precio que tenía que pagar a cambio de tenerla cerca. Cora Jane era como una especie de brújula moral, compasiva y carente de prejuicios, que a él le hacía mucha falta.

      En cuanto detuvo el coche junto al restaurante, B.J. se bajó y echó a correr hacia el edificio.

      –¡Alto ahí! –cuando el niño se detuvo a media carrera y se volvió a mirarlo, se le acercó y le puso una mano en el hombro–. ¿No te he dicho que ahora hay que ir con mucho cuidado? Fíjate en cómo está todo. Hay tablas de madera con clavos tiradas por todas partes, y el suelo está lleno de cristales. Tómate tu tiempo y presta atención.

      La sonrisa traviesa con la que le miró su hijo le recordó tanto a Jenny, que Boone sintió una punzada de dolor en el corazón. Su difunta esposa había sido la mujer más dulce del mundo, y perderla por culpa de una infección descontrolada con resistencia a los antibióticos había sido devastador tanto para B.J. como para él.

      El pequeño estaba recuperándose gracias a la capacidad de recuperación tan propia de los niños, pero él no sabía si iba a poder superar aquel dolor. Era consciente de que dicho dolor estaba teñido en parte por el sentimiento de culpa que le atenazaba por no haberla amado ni la mitad de lo que ella le había amado a él. ¿Cómo iba a poder hacerlo, si Emily Castle seguía siendo la dueña de parte de su corazón? Pero, al margen de sus sentimientos, estaba convencido de haber hecho todo lo posible por estar a la altura de las circunstancias. A Jenny nunca le había faltado de nada y él había sido un buen esposo y un padre abnegado; aun así, a veces, en la oscuridad de la noche, no podía evitar preguntarse si eso había bastado, y no ayudaba en nada el hecho de que los padres de Jenny le culparan de todo tipo de cosas, desde arruinarle la vida a su hija hasta contribuir a su muerte. No había duda de que estaban buscando cualquier excusa para poder arrebatarle a B.J., pero él no estaba dispuesto a permitírselo. ¡Iban a tener que pasar por encima de su cadáver!

      En cuanto a todo lo demás… se dijo para sus adentros que eso ya era agua pasada, y respiró hondo antes de echar a andar hacia el restaurante tras su hijo. Cora Jane le había comentado que sus tres nietas iban a regresar para ayudar a limpiar los destrozos que había provocado la tormenta, así que estaba sobre aviso y se preparó para volver a ver a Emily después de tantos años, pero al entrar en el local tan solo vio a Gabriella mirando frenética a Cora Jane, que estaba subida de forma bastante precaria en el peldaño más alto de una escalera de mano. La pobre Gabi sujetaba dicha escalera con tanta fuerza, que tenía los nudillos blanquecinos.

      –¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo, Cora Jane? –le preguntó, exasperado. Le pasó un brazo por la cintura, la bajó de la escalera, y no la soltó hasta que vio que tenía los pies firmemente apoyados en el suelo.

      Ella se volvió como una exhalación y le fulminó con la mirada.

      –¿Qué


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