Como el fuego. Carol Marinelli

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Como el fuego - Carol Marinelli


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dé la gana.

      Como hacía muy a menudo porque las mujeres lo adoraban.

      Lo adoraban. Y no era solo por su innegable atractivo físico, su espeso pelo negro o sus ardientes ojos oscuros. Ni su fabuloso cuerpo, que él compartía felizmente con una interminable lista de mujeres. Sí, su riqueza era envidiable, como lo era su vigor en el dormitorio.

      Pero había algo más. Su arrogancia, su insolencia, su indomable carácter, eran chocantes para muchos, pero su carisma y su pícara sonrisa eran irresistibles.

      Porque Dante podía ser encantador. Incluso cuando estaba siendo un canalla.

      «Vamos, bella», decía cuando rompía una relación. Llamaba «bella» a todas las mujeres porque eso era más fácil que recordar los nombres. «¿Una pulsera de diamantes secaría esas lágrimas? ¿O un coche tal vez?».

      Las mujeres con las que salía sabían desde el principio que la relación no iría a ningún sitio y decían aceptarlo, pero luego no era tan fácil sacarlas de entre las sábanas de seda.

      –Trabajo mucho y todos lo sabéis. Si no fuese por mí, estaríamos de vuelta en el cobertizo, embotellando aceite. No he salvado la empresa una vez sino dos veces –les recordó a todos.

      Cuando sus padres se divorciaron, Dante había tomado el timón de la compañía. Se había hecho cargo de todo y había reestructurado la empresa, de ahí que Luigi ya no fuese uno de los mayores accionistas. Por eso había tensiones.

      Su móvil empezó a sonar en ese momento. Era el médico de su padre desde el hospital, aunque no era una sorpresa porque había esperado que se pusiera en contacto con él.

      Había visitado a su padre en Florencia la noche anterior para discutir su traslado a un hospital de Roma. Era lo más lógico porque Dante vivía en Roma, Stefano iba de Roma a Nueva York y, aunque Ariana pasaba mucho tiempo en la oficina de París, tenía su casa en Roma también.

      Sin embargo, Rafael había cambiado de opinión y quería volver a la casa familiar de Luctano, en las colinas de la Toscana, rodeada de sus queridos viñedos.

      –Podemos llevarte allí –le había dicho–. Claro que sí.

      No siempre se habían llevado bien, pero tenían una buena relación. Su padre había sido distante cuando era niño porque trabajaba a todas horas, pero cuando nacieron Stefano y Ariana, la dinámica de la familia cambió. Sus padres dejaron de pelearse, tal vez porque la empresa había crecido y su situación económica había mejorado. O tal vez, había pensado Dante, porque le habían enviado a un internado en Roma.

      Sin embargo, las vacaciones en la casa de Luctano habían sido siempre maravillosas. Su padre se tomaba unas semanas libres para enseñarle el maravilloso paisaje de la Toscana y los productos que eran la base del negocio familiar.

      Con poco más de veinte años, Dante había empezado a trabajar en la empresa. Rafael había puesto toda su energía en los productos, dejando la dirección de los negocios a su hermano Luigi, que era un hombre impulsivo y aficionado al juego.

      Cuando estuvieron al borde de la bancarrota y Dante se hizo cargo de la administración de la empresa, la relación con su padre se hizo más estrecha. Incluso podría decir que eran amigos.

      Hasta que apareció Mia Hamilton.

      Mia, una desconocida secretaria de la oficina de Londres, se había convertido en la ayudante personal de Rafael Romano.

      Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Dante intentó dejar a un lado su animadversión para que el tiempo que le quedaba a su padre fuese lo más agradable posible. No le importaba que se hubiera trasladado a Luctano porque tenía su propio helicóptero.

      Lo que le preocupaba era que ella estuviese allí.

      En el hospital, Mia tenía la decencia de alejarse cuando iba a visitar a Rafael…

      Mia, su madrastra.

      Odiaba a la mujer de su padre y verla en la casa familiar no le hacía la menor gracia, pero llamaría al hospital para organizar el traslado y, por el momento, seguiría con la reunión del consejo.

      Pero la pantalla de su móvil se iluminó de nuevo y Dante se alarmó.

      –¿Por qué no nos tomamos un descanso? –sugirió–. Cuando volvamos, tal vez podríamos hablar de algo que no sea mi vida sexual.

      Salió de la sala de juntas, dejando a Luigi con expresión airada, y se dirigió a su despacho. Tenía cuatro llamadas perdidas del médico de su padre y eso no auguraba nada bueno.

      –¿Doctor Minnelli? Soy Dante Romano.

      Y así, de repente, supo que todo había terminado.

      El médico le contó que la salud de su padre se había deteriorado de forma repentina y, antes de que pudiese llamar a la familia para decirles que el final estaba cerca, Rafael Romano había fallecido.

      Dante había sabido que ese día iba a llegar y, sin embargo, la muerte de su padre fue un golpe que lo dejó sin respiración.

      Miró hacia la basílica de San Pablo Extramuros y clavó los ojos en la enorme cúpula.

      No podía creer que su padre hubiese muerto.

      –¿Sufrió mucho? –le preguntó, con voz entrecortada.

      –No, en absoluto –le aseguró el médico–. Todo fue muy rápido.

      Roberto, su abogado, estaba con él. La signora Romano estaba en el jardín del hospital, pero Rafael murió antes de que pudiese llegar a la habitación…

      Dante no quería saber nada de Mia Romano, que era irrelevante y pronto desaparecería de sus vidas como el cáncer que era. Su padre había muerto solo con el abogado de la familia a su lado, sin Angela, su leal esposa durante tres décadas hasta que Mia apareció en sus vidas.

      –¿Ha llamado a mi madre?

      –No, aún no. La signora Romano pensó que era mejor llamarle a usted.

      Bueno, al menos en eso no se había equivocado porque Dante no hubiera querido saberlo por Mia. La había odiado desde la primera vez que la vio.

      Aunque eso no era del todo cierto. La había odiado desde la segunda vez que la vio. La primera vez no sabía que ella era la mujer que había roto el matrimonio de sus padres.

      Ese día, Mia llevaba un vestido de lino de color lavanda, el pelo rubio sujeto en un moño. Dante se había quedado fascinado por los ojos de color azul zafiro, enmarcados por largas y pálidas pestañas.

      –¿Quién eres? –le había preguntado cuando entró en el despacho de su padre.

      –Mia Hamilton –había respondido ella–. La ayudante del señor Romano.

      Su mediocre italiano debería haber sido una advertencia, pero Dante estaba demasiado cautivado como para pensar con claridad.

      Dante recordaba la exquisita tensión en el aire cuando sus ojos se encontraron. Recordaba el ligero rubor que se había extendido por sus altos pómulos, el largo y esbelto cuello… pero entonces su padre entró en el despacho.

      O, más bien, por suerte su padre entró en el despacho en ese momento.

      Rafael le había pedido a Mia que saliese del despacho y, unos minutos después, Dante había descubierto por qué a su padre no le importaba que su ayudante no hablase italiano.

      Más tarde descubriría lo decidida y tenaz que era la estirada Mia Hamilton.

      Y lo implacable.

      Mia se había negado a ser la amante de Rafael Romano y no aceptaría nada menos que ser su esposa.

      La prensa había crucificado a Mia, a quien calificaban de buscavidas y cosas peores. «La reina de hielo», la habían llamado en muchas revistas porque jamás mostraba la menor emoción. Ni siquiera cuando la que pronto sería exesposa de Rafael, Angela Romano, lloró abiertamente


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