Como el fuego. Carol Marinelli

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Como el fuego - Carol Marinelli


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era profundamente personal. Su desdén hacia ella era en realidad una defensa.

      Por supuesto, había apuntalado la propiedad del negocio para evitar que ella lo tocase con sus manos de buscavidas, pero mientras se decía a sí mismo que la quería de rodillas, suplicando, la verdad era que solo la quería… de rodillas.

      Tras un rápido divorcio seis meses después del día que la conoció en el despacho de su padre, Mia Hamilton se había convertido en Mia Romano.

      Naturalmente, Dante no había asistido a la boda. Había respondido a la invitación con una nota escrita a mano diciendo que siempre había considerado el matrimonio como una institución irrelevante y nunca más que en ese momento.

      Ningún miembro de la familia había acudido a la boda, por supuesto. Su madre vivía ahora permanentemente en Roma y su madrastra tenía los tacones firmemente clavados en la residencia de Toscana.

      El hogar de su familia.

      Pero no podía pensar en Mia ahora, cuando su padre acababa de morir.

      –Gracias por todo lo que ha hecho por él –le dijo al médico, llevándose una mano a la frente–. Yo le daré la noticia a mi familia.

      A la auténtica familia de Rafael.

      Después de cortar la comunicación, Dante se quedó inmóvil un momento, pensativo. Su padre había planeado su propio funeral con el mismo cuidado que había puesto en su primer viñedo para convertirlo en el enorme imperio que era ahora.

      Sí, a pesar de sus diferencias, Dante lo echaría mucho de menos.

      –Sarah –murmuró, pulsando el intercomunicador– ¿puedes pedirle a Stefano y Ariana que vengan a mi despacho, por favor?

      –Sí, claro.

      –Y a Luigi.

      Los mellizos tenían veinticinco años y Dante treinta y dos. Stefano era un chico reservado y guardó silencio mientras les daba la triste noticia. Ariana, la niña mimada de su padre, lloró con verdadera angustia y Luigi enterró la cara entre las manos, sorprendido por la muerte de su hermano mayor.

      –Tenemos que decírselo a mamá –dijo Dante entonces.

      Era inapropiado, pensó mientras volvían a la sala de juntas, que el consejo de administración supiera lo que había pasado antes que su propia madre, pero debían haber oído llorar a Ariana porque sus expresiones eran solemnes. Evidentemente, se habían enterado de la noticia. Rafael había sido un jefe severo, pero también respetado y querido por todos.

      –La noticia no debe salir de esta habitación –les advirtió con tono grave–. Haremos un anuncio oficial, pero antes debemos darle la noticia a nuestra madre. La reunión queda aplazada hasta la semana que viene.

      –Pobre mamá –dijo Ariana, sollozando mientras subían al ascensor–. Será un golpe terrible para ella.

      –Mamá es fuerte.

      –Pero debería haber estado a su lado –insistió su hermana –. Todo esto es culpa de ella.

      –Hay muchas cosas por las que culparla, pero no por la muerte de papá.

      Poco después llegaron a la lujosa Villa Borghese, donde Angela Romano tenía su ático. Un hombre y una mujer se acercaban al portal en ese momento. Iban de la mano, riendo. La mujer era su madre y el rostro del hombre le resultaba vagamente familiar.

      –Dé una vuelta a la manzana –le dijo Dante al conductor.

      Stefano lo miró, sorprendido.

      –¿Por qué?

      –Necesito un momento para calmarme antes de hablar con ella. Además, deberíamos alertarla de nuestra llegada. Si aparecemos así, de repente, se llevará un susto.

      Mientras el conductor daba la vuelta a la manzana, Dante la llamó por teléfono.

      –Pronto?

      –Hola, mamá. Estamos debajo de tu casa. ¿Podemos subir? Me temo que debemos darte una triste noticia.

      Cuando cortó la comunicación, Ariana lo miró con gesto acusador.

      –¿Por qué le has dicho eso? Ahora sabrá que papá ha muerto.

      –Es lo mejor. Estuvieron casados más de treinta años y puede que necesite un momento para hacerse a la idea.

      Y también para despedir a su amante.

      ¿Quién era? Su rostro le resultaba familiar, aunque esa era la menor de sus preocupaciones. Sencillamente, se había quedado atónito al ver a su madre con otro hombre. Por supuesto, su madre tenía todo el derecho a rehacer su vida y merecía ser feliz…

      Pero no le había hecho gracia enterarse precisamente aquel día.

      Su madre estaba sola cuando abrió la puerta del ático.

      –Dante, ¿qué haces aquí?

      Al ver la expresión triste de Stefano y Ariana tras él, entendió lo que pasaba y se quedó inmóvil en la puerta.

      –Vamos –dijo él, tomándola del brazo para llevarla al salón.

      –No, no, no –murmuró Angela, dejándose caer en un sofá.

      –Todo fue muy rápido. Papá no sufrió y mantuvo la dignidad hasta el final. Incluso se reunió con Roberto…

      –Yo debería haber estado a su lado –lo interrumpió su madre, llorando–. ¿Y el funeral? No he vuelto a Luctano desde…

      Desde que se descubrió la aventura de Rafael con Mia Hamilton. El escándalo había sido tremendo y su madre se había mudado al apartamento de Roma inmediatamente.

      –Luigi y Rosa han dicho que puedes dormir en su casa. O puedes alojarte en el hotel.

      Qué desgracia. Su madre, que había vivido en Luctano toda su vida, reducida a ser cliente de un hotel, aunque fuese propiedad de los Romano.

      Dante estaba furioso mientras se servía un coñac, aunque intentaba disimular, pero cuando empezaron a hablar de los arreglos para el funeral sintió el profundo deseo de ver a su padre por última vez.

      –Voy al hospital. ¿Queréis venir?

      Stefano negó con la cabeza y Adriana empezó a llorar de nuevo.

      –Muy bien. Mañana iremos juntos a Luctano para el funeral.

      –Es culpa mía –dijo Angela entonces, como hablando consigo misma–. Debería haber sido una esposa mejor. Debería haber aguantado…

      –¿Aguantar qué, mamá? Nada de esto es culpa tuya.

      Él sabía bien de quién era la culpa.

      –Yo me encargo de darle la comida a Alfonzo –se ofreció Stefano.

      Maldito perro.

      Alfonzo, un bichón maltés viejo, ciego y antipático, era su cruz y la razón por la que no llevaba mujeres a su casa.

      –Gracias.

      Cuando llegó al hospital, Mia no estaba en la habitación. En realidad, no esperaba encontrarla velando el cadáver de su padre y se alegró de no tener que verla en ese momento.

      Rafael Romano tenía un aspecto tranquilo, como si estuviera dormido, y la habitación olía ligeramente a vainilla. Eran las orquídeas, pensó. Siempre había orquídeas en la habitación de su padre.

      –Lo sabías, ¿verdad? –musitó, sentándose a su lado y apretando la helada mano de Rafael–. Por eso anoche me dijiste que querías volver a Luctano.

      Por fin, su voz se rompió mientras le hacía la pregunta que no se había atrevido a hacer cuando su padre estaba vivo:

      –¿Por qué tuviste que casarte con ella, papá?

      Y no se refería al dolor que había causado el segundo matrimonio


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