Grace y el duque. Sarah MacLean

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Grace y el duque - Sarah MacLean


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fracción de una milésima de segundo. Hubiera besado a cualquiera con ese rostro. Hubiera tocado a cualquiera con ese cuerpo.

      «Otra mentira».

      Lo había tocado porque no volvería a tener otra oportunidad de tocar al chico al que había amado. De mirarlo a los ojos y, quizá, de encontrar un atisbo de él escondido dentro del frío y duro duque en que se había convertido.

      Y, tal vez, si lo hubiera visto, se habría detenido. Tal vez. Pero no lo había hecho, y por eso nunca lo sabría.

      —Desátame y te daré la pelea que quieres.

      Las palabras quedaron suspendidas en el aire mientras ella analizaba su rostro, toda la suavidad de niño que el tiempo le había robado para transformarse en los duros rasgos de un hombre.

      Él siempre había sabido lo que ella quería.

      Y esa noche ella quería una pelea. Las largas tiras de lino que envolvían con fuerza sus puños no eran tan cómodas como de costumbre. No las notaba como una segunda piel, como las había percibido durante años, noche tras noche, cuando se había tirado al suelo cubierto de serrín en rings improvisados en las habitaciones más oscuras, sucias y lúgubres del Garden.

      Raspaban, como veinte años atrás, cuando se vendó las manos por primera vez. Ya no estaba acostumbrada. No quería. Sacudió la mano mientras lo rodeaba, antes de inclinarse para extraer una cuchilla de su bota y cortar las ataduras de sus muñecas.

      Una vez libre, él se movió, se puso en pie como si hubiera estado descansando en una chaise longue, en lugar de haber estado arrodillado en el serrín del ring del sótano de un club de Covent Garden. Se enderezó con la facilidad y la habilidad de un luchador, algo que debería haberla sorprendido. Después de todo, los duques no se movían como los luchadores. Pero Grace sabía que no era así. Ewan siempre se había movido como un luchador. Siempre había sido ágil y veloz…, el mejor luchador de los cuatro, capaz de simular un golpe que iba a destrozar un hueso y, de alguna manera, milagrosamente, conseguir que fuera suave como una pluma. Grace vio que él no había perdido su habilidad. Pero iba a ganar ella.

      Ewan había entrenado donde entrenaban los caballeros, en Eton, en Oxford, en Brooks o dondequiera que la gente bien aprendiera a luchar con sus bonitas reglas.

      Esas reglas no lo ayudarían en el Garden.

      Ella siguió sus movimientos mientras él bailaba hacia atrás, fuera de la luz, sacudiendo los brazos para que la sangre volviera a sus dedos.

      Grace Condry había sido una luchadora callejera, una ganadora desde que era una niña, pero no era la fuerza lo que le daba la victoria —las chicas rara vez podían competir en ese terreno— y tampoco la velocidad, aunque Dios sabía que era rápida. Grace poseía la capacidad de visualizar los puntos flacos de su contrincante, por muy ocultos que estuvieran. Y el duque los tenía.

      Sus pasos eran demasiado largos: lo llevarían al borde del cuadrilátero antes de que se diera cuenta.

      Mantenía los anchos hombros demasiado rectos, dejando el pecho expuesto al ataque. Iba a tener que inclinarse, atacar por un lado y protegerse el costado para no recibir ningún golpe.

      Y luego estaba la pierna derecha, que arrastraba de forma apenas perceptible…, un gesto tan leve que ni siquiera podría llamarse arrastre. Nadie lo percibía, una leve cojera que desaparecería con el tiempo, en cuanto la herida del muslo —que sufrió cuando hizo saltar por los aires la mitad del muelle de Londres y a la futura esposa de su hermano— sanara por completo.

      Y se curaría porque Grace le había cosido la herida a la perfección.

      Pero esa noche en concreto suponía una ventaja, y no dudaría en aprovecharla. Tanto hacía dos décadas como hacía una hora, les había prometido venganza a sus hermanos y también a sí misma, y por fin la tenía allí, al alcance de la mano.

      Se volvió hacia la esquina más alejada de la habitación, donde Diablo y Whit permanecían sentados en la oscuridad, invisibles.

      —¿Dejas que ella pelee tus batallas por ti?

      —Sí, hermano. —Fue la clara respuesta de Diablo—. Nos jugamos a los dados la pelea por el honor. Y ella siempre ha sido la afortunada en el juego.

      —¿Ganaste tú? —Ewan la miró.

      —Estoy en el ring, ¿no? —Grace levantó la barbilla y se balanceó sobre los talones.

      Un músculo de la mandíbula de Ewan se tensó, parecía valorar su siguiente movimiento. Grace esperó tratando de ignorar los largos músculos, la forma en que le caía el cabello rubio oscuro sobre la frente, la manera en que sus miembros permanecían relajados incluso cuando se enfrentaba a ella, preparada para la pelea.

      Cuando eran niños, había sido un luchador nato. Del tipo que todas las ratas callejeras de Londres querrían ser. La clase de rata callejera de Londres a la que todos deseaban golpear. Incluida Grace.

      Respiró hondo, dispuesta a calmarse. ¿Con cuántos había luchado antes? ¿Y a cuántos había vencido? Los latidos de su corazón se ralentizaron hasta acompasarse con los segundos. Él se acercó y ella levantó los puños, preparada para el combate, mientras él acortaba la distancia entre ambos.

      Pero no se acercó del todo. En su lugar, lanzó un ataque diferente. Uno para el que no estaba preparada: comenzó a desvestirse.

      Grace se detuvo cuando él levantó los brazos, agarró la parte de detrás del cuello de la camisa de lino que llevaba, la sacó de la presión de la cinturilla de los pantalones y, luego, se la quitó por encima de la cabeza sin vacilar. La arrojó a un lado, olvidada en el polvo.

      —Un burdo maltrato a la única ropa que tienes —dijo ella siguiendo con la mirada la camisa desechada.

      —Luego iré a por más.

      Cuando volvió a mirarlo, fue para descubrir que estaba más cerca de lo que hubiera imaginado. Resistió el impulso de dar un paso atrás, negándose con ese gesto a reconocer la autoridad con la que él dominaba el centro del ring. Era muy diferente verlo allí a postrado inconsciente en una cama.

      Si su rostro había cambiado en las últimas dos décadas, su cuerpo se había revolucionado. Era alto, bastante más de un metro ochenta; su espalda, coronada por unos anchos hombros, se iba estrechando hasta llegar a las caderas, a través de una vasta extensión de músculo duro y tenso, ligeramente salpicado de vello. El rastro de pelo se oscurecía a medida que descendía más allá del ombligo, hasta la cinturilla de los pantalones. Si el color tostado de su piel era un indicio, ese cuerpo se había esculpido al aire libre. A la luz del sol.

      ¿Haciendo qué?

      Podría habérselo preguntado si la cicatriz del pectoral izquierdo no la hubiera distraído. Tres centímetros de largo, cuatro líneas irregulares y pálidas sobre una piel lisa y bronceada. Se quedó paralizada; aquella era la prueba de que aquel hombre era el chico al que había conocido. Ella lo había presenciado todo.

      Su padre lo había castigado por protegerla. Para hacerle ver lo que era verdaderamente valioso. Aún recordaba cómo había mordido el puño apretado contra sus labios, desesperada por acallar los gritos mientras la hoja cortaba la piel de Ewan. Sin embargo, él no acalló sus gritos. Había chillado por ella mientras recibía el castigo.

      Días después, con la letra «M» aún fresca en su piel, había dejado de protegerla.

      Y había ido a por ella.

      Ese pensamiento la devolvió al presente. A la lucha. Dirigió la mirada al pecho de él y a los tendones de su cuello, a la línea de su mandíbula, a los altos ángulos de sus pómulos y, finalmente, a esos ojos que la observaban.

      —¿Te gusta lo que ves? —Y entonces, el muy cretino sonrió.

      —No. —Entrecerró los ojos.

      —Mentirosa.

      Esa palabra le produjo un gran rubor. Veinte años


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