Grace y el duque. Sarah MacLean

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Grace y el duque - Sarah MacLean


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jadeó. ¿Cómo era posible que todavía oliese a cuero y a té negro después de días en una habitación cerrada? ¿Cómo conseguía que ella volviera a sentirse así tras años siendo enemigos?

      ¿Por qué la hacía arder?

      —Nunca dejé de echarte de menos —le susurró al oído con su cálido aliento.

      La hacía desearlo.

      «No». No iba a caer en la trampa.

      Grace se retorcía de su agarre; tenía los puños lo bastante libres como para golpearle en la cabeza y en los hombros, pero sin el ángulo necesario para ocasionarle daño.

      —Me dijeron que habías muerto. —Podía sentir su dolor en esas palabras y, por un instante, inexplicablemente, quiso consolarlo.

      —¡La pierna! —gritó Diablo desde la oscuridad, apartándola de sus desvaríos. Había visto lo que ella había percibido desde el principio. Su punto débil. Una fuerte patada en la herida del muslo de Ewan y lo pondría de rodillas. La liberaría. Se acabaría.

      Grace dejó caer una mano hacia el pañuelo de su cintura. Se envolvió el puño con la tela.

      —Lo que te han dicho es cierto. Aquella chica está muerta. Asesinada por un chico en el que confiaba, que se acercó a ella con un cuchillo, dispuesto a hacer cualquier cosa para ganar. —Tiró del pañuelo, soltándole los nudos y, sujetando un extremo con peso, dejó que el otro navegara sobre sus cabezas en un amplio arco escarlata. Lo cogió con la otra mano y lo tensó. En un instante, la tela apretaba su garganta, con tanto peligro como el filo de un cuchillo cuando lo manejaba alguien que sabía cómo hacerlo.

      Grace se había pasado años aprendiendo a hacer este tipo de cosas.

      Ewan agarró el pañuelo, la reacción natural y equivocada. Con un movimiento de muñeca, sus manos quedaron atrapadas en la tela, esposadas e inmóviles. No tuvo más remedio que retroceder bajando las manos.

      —Suéltame. —En su lugar, anudó la seda, sabiendo que haría imposible el movimiento—. Nunca te habría matado —dijo—. Nunca te habría hecho daño.

      —Mentira. —Lo miró con desdén.

      —Es la verdad.

      —No —escupió ella—. Me has hecho daño. —¿Lo decía en pasado o en presente? Él gruñó como respuesta, el sonido pareció escapar de lo más profundo de su garganta. Ella lo ignoró—. Y, aunque fuera cierto, les has hecho daño. Whit acabó con media docena de costillas rotas, y Diablo con un corte que podría haberlo matado, si no por la pérdida de sangre, sí por la fiebre. ¿Olvidas que yo estaba allí? ¿Que te vi convertirte en esto? —Lo miró de arriba abajo, como se mira a una rata o a una cucaracha.

      »Te observé, Ewan. Te vi convertirte en esto. Te vi convertirte en duque. —Casi escupió la palabra—. Te vi elegir el maldito título por encima de nosotros, que se suponía que éramos tu familia. —Hizo una pausa y buscó sus ojos, pero antes de que él pudiera hablar, lo hizo ella—: Lo elegiste por encima de mí. Y entonces me mataste. A la chica que era. Todo lo que soñaba. Tú lo hiciste. Y nunca podrás volver atrás. —Se quedó en silencio y se negó a dejar que él apartara la mirada. Quería que él la escuchara. Necesitaba escucharlo ella misma—. Nunca podrás recuperarla. Porque está muerta.

      Se dio cuenta de cómo lo golpeaban sus palabras. Vio que la verdad lo atravesaba. Vio que la creía.

      «Bien».

      Se apartó, concentrándose en el dolor de sus nudillos, la prueba de que por fin se había vengado cómo quería.

      Se negó a reconocer el otro dolor, el que demostraba algo más.

      Sus hermanos estaban de centinelas más allá del cuadrilátero; dos hombres que la protegerían sin dudarlo. Dos hombres que habían estado protegiéndola durante años.

      «Me dijeron que habías muerto».

      La desesperación de sus palabras hizo eco en ella.

      —¡Grace! —gritó él desde el centro del ring, y ella se volvió para mirarlo, bañado en luz dorada, insoportablemente guapo, incluso ahora, incluso destrozado.

      Veronique se materializó desde las sombras detrás de él, flanqueada por otras dos mujeres cuyos brazos rivalizaban con los de un estibador de los muelles de Londres. Se acercaron y lo agarraron, y el contacto lo hizo enloquecer; luchó por liberarse mientras se negaba a apartar la mirada de Grace.

      No tenía ninguna posibilidad. Las mujeres eran más fuertes de lo que parecían, y él no era el primer hombre al que echaban del 72 de Shelton Street.

      Tampoco sería el último.

      Ewan maldijo y gritó su nombre por segunda vez.

      —Deberías habernos elegido. —Ella ignoró el sonido que salió de sus labios. Ignoró los recuerdos. Se refería a los tres, a Bestia, a Diablo y a ella, ¿no era así?

      Él se calmó al oírla, y su mirada encontró la de ella en la oscuridad.

      —Nos elegí a nosotros dos —dijo—. Tú ibas a ser duquesa.

      «Nos casaremos», le había prometido hacía toda una vida, cuando eran demasiado jóvenes para saber que su matrimonio no estaba en las cartas del destino. «Nos casaremos y serás duquesa». Bonitas promesas para una chica que ya no existía de un chico que nunca había existido.

      El recuerdo debería haber entristecido a Grace, pero ya había desperdiciado suficiente tristeza con Ewan. Así pues, permitió que el pasado le fuera indiferente.

      Se giró hacia él, hacia el presente. Ya no era Grace, solo Dahlia.

      —¿Por qué iba a conformarme con ser duquesa? —preguntó con la oscuridad de la noche cubriendo su furia y su sed de venganza—. Nací duque. —Vio que sus palabras lo golpeaban—. No vuelvas por aquí —le advirtió—. La próxima vez no recibirás una acogida tan cálida.

      Y acto seguido le dio la espalda al pasado y se alejó.

      Capítulo 7

      72 de Shelton Street, un año después.

      —Seguro que quieres ver esto.

      Al pasar por las cocinas del 72 de Shelton Street, Dahlia se detuvo a inspeccionar una bandeja de petits fours con destino a uno de los salones del club.

      —La experiencia me dice que muy pocas cosas buenas vienen precedidas de: «Seguro que quieres ver esto». —Con un gesto de aprobación hacia los pasteles perfectamente elaborados, dirigió su atención a Zeva.

      —Esto sí, aunque no lo creas —dijo su persona de confianza pasándole a Dahlia una hoja de contabilidad—. Enhorabuena.

      Miró la fila inferior de cifras. Al analizar el documento, primero la invadió la curiosidad y luego la sorpresa. Repasó una larga columna de números para asegurarse de que estaba leyendo correctamente. Zeva arqueó una de sus cejas oscuras, divertida.

      —El mes más rentable del club.

      —¡Dios salve a la reina! —dijo Dahlia en voz baja pasando por la puerta del salón ovalado, el epicentro del club, magníficamente decorado, mientras comprobaba los números una vez más.

      A la reina Victoria la habían coronado solo unos meses antes, lo que había alargado la temporada londinense más de lo habitual, ocupando también el verano y el otoño. Había convencido a las damas más destacadas de la ciudad de que podían conseguir cualquier cosa que desearan; y eso había sido una suerte para Dahlia, ya que era precisamente a lo que ella se dedicaba.

      —Sí, aunque, yo no diría tanto —dijo Zeva—. No me cabe duda de que estará tan involucrada como sus tíos en la expansión del imperio, y sin remordimientos.

      —Sin duda —dijo Dahlia—. La única


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