Las otras verdades. Laura G. Miranda

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Las otras verdades - Laura G. Miranda


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me dejó –dijo por fin. Esperaba una reacción que nunca llegó–. ¿No vas a decir nada?

      –Te escucho, supongo que eso no será todo.

      –¿Te parece poco? Acabo de decirte que me abandonó. ¡Se fue!

      –Entendí muy bien.

      –¿Por qué no dices nada entonces?

      –Porque todavía no me contaste las razones.

      –Ah… eso –respondió con ironía–. Es una sola, muy corta por cierto: “Se acabó el amor”. Eso dijo.

      Adrián continuaba observándola. Emilia estaba enojada, herida, y por mucho que hubiera llorado, toda su furia permanecía intacta junto a la frustración adentro de su cuerpo en el que podía adivinar infinitas lágrimas todavía.

      –Y ahora, ¿no vas a decir nada?

      –Creo que el amor no se acaba de un día para otro.

      –Parece que sí, porque estábamos bien y cuando regresé aquel mediodía estaba armando su bolso en un horario en el que se suponía que yo no volvería a la casa. O sea, de no haber llegado, ni esa diminuta explicación habría tenido, supongo.

      –¿Estaban bien? –hizo una pausa invitándola a repensar la pregunta–. Te lo dijo de la noche a la mañana, pero tuvo que haber señales, indicadores de que ese amor enfermó, que agonizaba o que había muerto en él. ¿O vas a decirme que se acabó así nada más? ¿Que ni tú ni él lo vieron apagarse?

      –Sí, estábamos bien –negadora: que niega. Ella misma había pensado en las señales que nunca vio. Adrián tenía razón y no merecía que iniciara con él una batalla verbal que debió, en todo caso, tener con Alejandro–. No sé… yo creía que estábamos bien. Nunca se quejó de nada.

      –¿Estás segura? Piensa.

      –Viajaba mucho. La empresa le exigió de pronto eso.

      –Eso pudo ser una señal. Sus ausencias más prolongadas que lo habitual –omitió decir que eso podía ser a causa de no querer regresar con ella o de querer estar con alguien más–. ¿Alguna otra?

      –Realmente no sé. Yo me ocupaba de todo. La casa estaba en orden siempre, la cena preparada de acuerdo a sus gustos, los almuerzos listos en el freezer, los vencimientos pagos. Los cumpleaños, las vacaciones, la casa, los autos, cada cosa que una familia sueña la teníamos. Como mujer siempre estoy atenta a mi aspecto y cuidados.

      –¿Qué soñaba él, Emi? –preguntó con toda la ternura de la que fue capaz, intuía la causa.

      Silencio.

      Silencio.

      Dudas.

      Dudas.

      Miedo repentino.

      Miedo fatal.

      Recuerdo de sus palabras, una y otra vez. Se habían grabado en la memoria como el padrenuestro.

      Me voy de la casa. Se terminó.

      Se acabó el amor. Ya no te amo. Tengo cuarenta años y quiero ser feliz. Por eso me voy. No quiero más esta vida.

      Hace tiempo que estamos mal, solo que tú no quieres verlo porque tus planes son el matrimonio feliz, hijos, una casa, dos autos, tal vez, un perro. Ahorros. Viajes al exterior, milimétricamente planeados. Vacaciones en la costa, almuerzos familiares y bodas de oro. Pero ese es “tu plan” –había remarcado–, no el mío. Nunca lo fue.

      Nunca estuve tan seguro de algo en mi vida. Lo siento, no quiero lastimarte, pero es mejor que seguir con esta farsa. No tenemos hijos y eso lo hace más fácil. Es una suerte que no hayas quedado embarazada.

      Al revivirlas en su mente todas juntas sintió que no eran solo cuatro palabras. Se acabó el amor era la síntesis. Como si hubiera corrido el telón del escenario de una vida que no parecía propia, en ese instante pudo ver todas las señales en su discurso que no había advertido nunca antes.

      Llanto inevitable.

      Derrumbe emocional.

      Mujer rota.

      –Siempre supuse que queríamos lo mismo…

      Lágrimas. Millones de ellas.

      ¿Cómo podría la furia reprochar a las decisiones el tiempo perdido en imaginar malogrados planes? ¿Por qué la vida tenía el poder de desintegrarse en una realidad inesperada, en una traición imprevisible, en el sinsabor de una estocada en el centro del alma?

      Adrián tomó su mano y la apretó con fuerza dándole valor. No hacían falta palabras.

      –¿Podrías, quizá, abrazarme? –pidió ella completamente indefensa.

      Adrián se puso de pie, se acercó al sillón doble, se sentó a su lado y la abrazó con ternura. Una vez más, Emilia se desahogó sobre su pecho. Sin que se diera cuenta, su protección llenó cada espacio de las infinitas grietas de su corazón, y su olor seguro como un refugio se grabó en sus sentidos. Cuando se quedó dormida, agotada de llorar, Adrián la tomó en brazos, la acostó sobre la cama y permaneció allí mirándola y perdiendo la noción del tiempo que se devoró la madrugada.

      Emilia despertó muy temprano, con el sonido de la fuerte lluvia. Adrián no estaba allí; en su lugar, un día igual al que Alejandro la había abandonado. Gris, lluvioso, inesperado.

      Era una de esas mañanas que amanecen cargando en su mochila más preguntas que respuestas. Hay días en los que es difícil creer o encontrar razones. Días en que, además, y por si hiciera falta agregar tremendismo a los hechos, llueve. Llueve intensamente. Como un método diseñado por el destino para asegurarse de que los hechos ocurridos con ese marco climático volverán a la memoria de quien corresponda cada vez que llueva. Cuando los ecos de la lluvia rememoran lo sucedido, una y otra vez, porque el sonido conduce al recuerdo por asociación, y este, al irremediable dolor. Cuando la memoria trae el pasado al escenario presente, entonces la soledad se convierte en un abrazo helado que recuerda las ausencias, las heridas, y lastima.

      CAPÍTULO 12

      Estrellas

      Cuando miras el cielo y fijas una estrella, si sientes escalofríos bajo la piel, no te abrigues, no busques calor, no es frío, es solo amor.

      Frase atribuida a Kahlil Gibran,

      Líbano, 1833-1931

      BUENOS AIRES

      María Paz ya estaba al tanto por su madre de lo ocurrido a su hermana Emilia, quien no había querido hablar del tema. Al principio, solo algunas llamadas, y días después le había pedido que se vieran al siguiente.

      Cuando tenía esa alerta de sensación de angustia que era un presagio, el vértigo terminaba al momento de reconocer la causa. Sin embargo, y por muy grave que fuera lo de su hermana, la sensación de una mano que oprimía su estómago y le avisaba algo permanecía allí. Estaba segura de que se trataba de otro tema.

      Pensaba en su historia. Buscar desesperadamente, insistir hasta el insomnio. Caer, levantarse, poner la otra mejilla, esperar, perder, recordar, comprender, intentar. Ir adonde no estaba y quedarse en el lugar del que había partido. Creer, viajar, sentir, volver, llorar. Todo eso a la vez, en el exacto momento en que descubría en el espejo la única realidad y la miraba a los ojos para gritarle que ya era suficiente. Seguir peleando con la memoria de las promesas y enlazar los latidos a la desesperanza. Negar, estallar, morir. Renacer como si fuera posible escapar de la soledad al sentir el agotamiento físico de no llegar a ninguna parte.

      ¿Cómo reconocer la señal posible cuando no escampa el sentimiento de angustia que


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