Las otras verdades. Laura G. Miranda
Читать онлайн книгу.No de la decisión, pero reconozco que la forma en que hice las cosas no me enorgullece –admitió–. Solo enfrentando mi pasado, a mi manera, me sentiré bien.
–No quiero.
–¿Por qué?
–Porque la felicidad que logramos juntos es todo para mí. Cualquier cosa podría suceder que me la quite.
–Nada va a suceder que te quite nada –intentó tranquilizarla–. Solo debo actuar como un adulto y ocuparme de lo que tengo que hacer –tomó su mano sobre la mesa. Ella se quedó inmóvil reteniendo las lágrimas que sentía en el alma, pero no permitía que sus ojos liberaran.
–No me gusta que regreses allí. Intuyo que ocurrirá algo que va a dolerme y no quiero –dijo con un hilo de voz.
–Te prometo que solo voy a llamarla para ir a buscar mis cosas –apretó con firmeza su mano. Ella lo soltó–. Empezaré por eso –agregó.
–¿Vas a pedirle el divorcio?
–Sí. Pero no sé si lo haré enseguida. Buscaré el momento.
–Solo quiero saber si estás decidido. En verdad ni me importa un trámite que lleva más tiempo del que muchas personas tienen de vida por delante –dijo. Su pasado siempre le marcaba la relatividad del tiempo y el modo en que un minuto puede derrumbar una vida por completo.
–Creo que sí te importa y que tu coraza se rompió. Ya nada es carpe diem o “aquí y ahora” como cuando nos conocimos –la contradijo de una manera dulce pero firme.
Esas palabras fueron peor que una bofetada. La hicieron reaccionar. Era cierto. ¿Cuándo había cambiado la unidad de medida de su vida de viuda? ¿Por qué tenía tanto temor a perderlo? La cicatriz que le impedía proyectar algo más allá de la noche del día que vivía, el tatuaje invisible de su duelo comenzaba a abrirse para cambiar de forma y dar paso al color negro de su miedo. Pensaba como psicóloga, como si ella fuera su paciente, y era tan clara la escena que no pudo evitar llorar. Su fantasma, la pérdida irreversible la obligaba, una vez más, a observar sangrar su herida y sentir dolor en cada rincón de su cuerpo. Estaba enamorada de Alejandro Argüelles y tenía miedo de perderlo.
Había comenzado a recorrer un camino de ida en el que no le importaba qué obstáculo debía derribar para continuar.
Alejandro corrió hacia un lado la silla y le hizo señas. Ella se sentó sobre sus piernas y enjugó sus lágrimas.
–Cori, nada va a pasar, y si bien me enamoré de tu capacidad de disfrutar y de vivir al día sin planes, somos adultos, vivimos juntos y hay mucho que proyectar –quiso darle tranquilidad.
–No quiero proyectos. Nunca sabré si tendré la posibilidad de concretarlos. Te quiero a ti, ahora.
La besó intensamente. Estaba loco por ella, pero ¿era capaz de vivir al límite de no planear nada? Pensó en Emilia. Supo que había cambiado de extremo, pero ¿cómo quería vivir él? La respuesta no llegó a tiempo. Quizá no lo tenía claro. La discusión terminó hallando su fin entre las sábanas, el lugar donde los problemas se postergan, las palabras se olvidan y las promesas tienen el sabor a eternidad que se devora la ducha o el cigarrillo que no tarda en llegar.
Alejandro subió a su auto y se dirigió a la agencia de venta de vehículos en la que trabajaba, también ubicada en Palermo, con sucursales en otros lugares, que le habían permitido mentir sobre sus viajes. Estacionó. Respiró hondo y llamó a Emilia. Esta vez, ella respondió.
–Hola…
–Hola, Emilia –silencio incómodo. Distancia–. ¿Cómo estás?
–¿Lo preguntas en serio?
–Sí.
Pensó en decirle “embarazada”, “hecha pedazos”, “tratando de armar mi corazón roto”, “viviendo en el Mushotoku”, pero no lo hizo. Su orgullo pudo más.
–¿Qué quieres?
–Debemos hablar.
–¿De qué?
–Ems, han sido diez años.
–¡No me llames así! –sintió dolor en el alma al darse cuenta de que hablaba en pasado–. Supongo que quieres tus cosas. Estaré en la casa el sábado –respondió y cortó. Faltaban tres días para eso. Alejandro no insistió; le daba tiempo para tomar valor.
CAPÍTULO 14
Libre
Soy la mujer que piensa.
Algún día mis ojos encenderán luciérnagas.
Del poema Estoy viva como fruta madura,
de Gioconda Belli
BOGOTÁ
Isabella había tomado una decisión convencida de estar haciendo lo mejor, pero se sentía mal todo el tiempo. Matías era su persona en el mundo y el hecho de tener posturas opuestas respecto de la posibilidad de tener hijos no cambiaba para nada el sentimiento que la unía a él. Desde que se había planteado el tema vivían en permanentes treguas. Podía entregarse al placer sin pensar o llamarlo para contarle cosas o simplemente mirarlo con ese amor único que su mirada sostenía como una señal. Sin embargo, era el reloj de Cenicienta pasada la medianoche cada vez que recordaba su peor diferencia. Era la caída dentro del pozo de Alicia en el país de las maravillas cada vez que confirmaba que no había salida, solo que en su situación no había tantas sorpresas en el camino; además, lo que cambiaba no era el tamaño de su cuerpo sino de sus dudas. Había releído y recordado cuánto había amado esa historia. Realizaba paralelos, quizá, porque los simbolismos le daban oxígeno para seguir. En ese momento pensó que sus argumentos no eran tan difíciles de comprender como las cartas que Lewis Carroll escribía al revés para que los lectores tuvieran que sostenerlas delante del espejo para poder descifrarlas, pero ¡parecía que sí!
¿Cómo resolvería la Mujer Maravilla su dilema? La protagonista del cómic que amaba la observaba desde la pared, pero no arrojaba respuestas. La Virgen de Guadalupe parecía querer darle tranquilidad. Era un regalo de Gina traído desde México.
Esa tarde, regresaba a su casa caminando, pero deseando no haber elegido volver sola. Entonces, lo llamó. La Isabella completamente enamorada de él ocupó su cuerpo y su espíritu, olvidando todo lo demás.
–Amore, come stai? –dijo en italiano.
–Sorpreso –respondió Matías.
–Entiendo que estés sorprendido. No quiero estar peleada contigo, te amo. Ven a buscarme –dijo y le indicó su ubicación–. Sé que no te gusta que viaje sola, pero te pido, por favor, que creas en mí; necesito pensar y reencontrarme conmigo para poder resolver lo que hoy nos aleja. Pero no será hoy. Hoy… solo ven por mí.
Matías también sostenía intacta la bandera de su amor por Isabella. Ella era la mujer de su vida, no tenía dudas sobre eso. Pero sí las tenía acerca de la manera de continuar. No todos los hombres podían quedarse por siempre con quien amaban, tampoco las mujeres. ¿O sí? ¿Acaso amar conllevaba ceder al extremo de renunciar a los sueños? Todo era confusión para él, menos sus sentimientos. No entendía el punto de Isabella, el no por el no mismo. No comprendía tampoco el hecho de que no hubiera en ella instinto maternal. No era un hijo lo que rechazaba, era un hijo con él. Y eso le dolía como un fuerte y permanente golpe en el alma. Por momentos, elegía pensar que su postura tenía relación con el pasado, con el accidente y la culpa por haber atropellado a esa mujer embarazada que perdió la vida junto a su bebé. Sin embargo, en el rincón más sincero de su ser, sabía que esa