100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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Debutó en sociedad después del armisticio, y en febrero estaba prometida con un tipo de Nueva Orleans, o eso se dijo. En junio se casó con Tom Buchanan, de Chicago, con pompa y solemnidad nunca vistas en la historia de Louisville. El novio llegó con cien personas en cuatro vagones privados, y alquiló una planta entera del Hotel Muhlbach, y el día antes de la boda le regaló a la novia un collar de perlas valorado en trescientos cincuenta mil dólares.

      Fui una de las damas de honor. Entré en el dormitorio de Daisy media hora antes de la cena de gala que precedió al día de la boda y me la encontré tendida en la cama, bella como una noche de junio en su vestido de flores… y totalmente borracha. Tenía una botella de Sauternes en una mano y una carta en la otra.

      —Feli… Felicítame —murmuró—. No había bebido nunca, pero me encanta.

      —¿Qué te pasa, Daisy?

      Yo estaba asustada, de verdad. Nunca había visto así a una chica.

      —Ten, cielo —buscó a tientas en una papelera que tenía encima de la cama y sacó el collar de perlas—. Baja y devuélveselo a su dueño. Dile a todo el mundo que Daisy ha cambiado de idea. Di: «¡Daisy ha cambiado de idea!».

      Se echó a llorar, y lloró, lloró. Salí corriendo y encontré a la criada de su madre. Cerramos la puerta con llave y la bañamos en agua fría. No se separaba de la carta. Se metió en la bañera con ella y la estrujó hasta convertirla en una bola húmeda, y sólo me dejó que la pusiera en la jabonera cuando vio que se estaba convirtiendo en copos de nieve.

      Pero no volvió a pronunciar palabra. La hicimos oler amoniaco, le pusimos hielo en la frente y la volvimos a meter en el vestido, y media hora más tarde, cuando salimos del dormitorio, el collar de perlas lucía en el cuello de Daisy y el incidente había acabado. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, se casó con Tom Buchanan sin la menor vacilación y emprendió un viaje de tres meses por los Mares del Sur.

      Los vi en Santa Bárbara cuando volvieron, y pensé que jamás había visto a una chica tan loca por su marido. Si Tom salía un momento de la habitación, Daisy miraba a su alrededor nerviosa y decía: «¿Adónde ha ido Tom?», y se quedaba como ausente hasta que lo veía entrar por la puerta. Se sentaba en la arena con la cabeza de Tom en el regazo durante horas, acariciándole los ojos con los dedos y mirándolo con insondable placer. Era conmovedor verlos juntos: hacía que te rieras, en silencio, de fascinación. Era agosto. Una semana después de que me fuera de Santa Bárbara, Tom chocó con una furgoneta en la carretera de Ventura una noche, y perdió una de las ruedas delanteras de su coche. La chica que iba con él también salió en los periódicos, porque se rompió un brazo: era una de las camareras del Hotel Santa Bárbara.

      En abril del año siguiente Daisy tuvo una niña, y se fueron a Francia un año. Los vi una primavera en Cannes, y más tarde en Deauville, antes de que volvieran a Chicago, donde se instalaron. Daisy tenía mucho éxito en Chicago, como sabes. Entraban y salían con un grupo al que le gustaba divertirse, todos jóvenes, ricos y desenfrenados, pero la reputación de Daisy quedó perfectamente a salvo. Quizá porque no bebe. Es una gran ventaja no beber entre gente que bebe mucho. No hablas de más y en el momento oportuno puedes permitirte alguna irregularidad menor pues todos están tan ciegos que ni se dan cuenta o no les importa. Puede que Daisy jamás se metiera en amoríos… pero con esa voz que tiene…

      Y, bueno, hace unas seis semanas, oyó el nombre de Gatsby por primera vez al cabo de los años. Fue cuando te pregunté en West Egg —¿te acuerdas?— si conocías a Gatsby. Después de que te fueras, Daisy entró en mi habitación, me despertó y dijo: «¿Qué Gatsby?». Y cuando se lo describí —yo estaba medio dormida— dijo con una voz rarísima que debía de ser el hombre que ella conocía. Hasta ese momento no había relacionado a aquel Gatsby con el oficial del descapotable blanco.

      Cuando Jordan Baker terminó de contármelo todo hacía media hora que nos habíamos ido del Plaza y cruzábamos Central Park en una victoria, uno de esos coches de caballos para turistas. El sol se había hundido detrás de los edificios de apartamentos de las estrellas de cine en las calles Cincuenta de la zona oeste, y en el calor del crepúsculo se elevaban voces claras e infantiles, como una reunión de grillos en la hierba:

      Soy el jeque de Arabia.

      Tu amor me pertenece.

      De noche cuando duermas

      me arrastraré a tu tienda.

      —Ha sido una coincidencia curiosa.

      —No. No ha sido una coincidencia.

      —¿Cómo que no?

      —Gatsby compró esa casa porque Daisy vivía al otro lado de la bahía.

      Así que no sólo suspiraba por las estrellas aquella noche de junio. Y entonces Gatsby cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.

      —Quiere saber —continuó Jordan— si invitarías a Daisy a tu casa una tarde para que luego se presentara él.

      La modestia de la petición me desconcertó. Había esperado cinco años y había comprado una mansión donde repartía luz de estrellas entre polillas que acudían al azar, sólo para poder «presentarse» una tarde en el jardín de un extraño.

      —¿Y tenía yo que saber toda la historia antes de que me pidiera algo tan insignificante?

      —Está asustado. Ha esperado mucho tiempo. Pensaba que podías molestarte. En el fondo, ya ves, no es tan duro como parece.

      Algo me preocupaba.

      —¿Por qué no te pide que le prepares una cita?

      —Quiere que Daisy vea su casa —me explicó—. Y tu casa está al lado.

      —¡Ah!

      —Creo que abrigaba cierta esperanza de ver a Daisy alguna noche en una de sus fiestas —continuó Jordan—. No fue así. Entonces empezó a preguntarle a la gente, como por casualidad, si la conocían, y yo fui la primera con la que dio. Fue la noche que me llamó durante la fiesta y tendrías que haber oído de qué manera tan rebuscada y estudiada me habló del asunto. Sugerí inmediatamente, como es natural, un almuerzo en Nueva York, y creí que iba a perder los nervios: «¡No quiero hacer nada incorrecto! Quiero verla en la casa de al lado». Cuando le dije que eras amigo íntimo de Tom, estuvo a punto de abandonar la idea. No sabe mucho de Tom, aunque dice que ha leído durante años un periódico de Chicago sólo con la esperanza de ver el nombre de Daisy.

      Había oscurecido y, al pasar bajo un puentecillo, mi brazo rodeó el hombro dorado de Jordan, la atraje hacia mí y la invité a cenar. Ya no pensaba en Daisy ni en Gatsby, sino en aquella persona sana, difícil, concreta, que profesaba un escepticismo universal, y que echaba el cuerpo hacia atrás, satisfecha, dentro del círculo de mi brazo. Una frase empezó a martillearme los oídos en una especie de embriaguez: «Sólo existen los perseguidos y los perseguidores, los activos y los cansados».

      —Y Daisy debería tener algo en la vida —murmuró Jordan.

      —¿Quiere ver a Gatsby?

      —No tiene que enterarse. Gatsby no quiere que sepa nada. Sólo tienes que invitarla a tomar el té.

      Dejamos atrás una barrera de árboles en penumbra y las fachadas de la calle Cincuenta y nueve, una franja de luz débil y pálida, brillaron sobre el parque. A diferencia de Gatsby y Tom Buchanan, yo no tenía una chica cuyos rasgos incorpóreos flotaran en las cornisas oscuras y los cegadores anuncios luminosos, así que atraje hacia mí a la chica que tenía al lado, estrechándola entre mis brazos. Su boca desdeñosa, triste, sonrió, así que la atraje más, hacia mi cara esta vez.

      5

      Cuando volví a West Egg aquella noche, temí por un momento que mi casa estuviera en llamas. Eran las dos y la punta de la península fulguraba con una luz que caía irreal sobre los setos y producía destellos alargados en los cables eléctricos de la carretera. Al doblar una esquina, vi que era la casa de Gatsby, iluminada de la torre al sótano.

      Al


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