100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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      Durante unos segundos no se oyó un ruido. Luego me llegó del cuarto de estar una especie de murmullo ahogado, una risa interrumpida, y la voz de Daisy, clara y artificial.

      —Por supuesto que sí: me alegra muchísimo volver a verte.

      Una pausa; se prolongó pavorosamente. No tenía nada que hacer en el recibidor, así que entré en la habitación.

      Gatsby, con las manos todavía en los bolsillos, se había apoyado en la repisa de la chimenea, en una imitación forzada de la naturalidad absoluta, incluso del aburrimiento. La cabeza se echaba hacia atrás de tal modo que descansaba en la esfera de un difunto reloj, y desde esa postura miraba con ojos de perturbado a Daisy, asustada pero muy elegante, sentada en el filo de una silla.

      —Ya nos conocíamos —murmuró Gatsby.

      Me miró unos segundos, y los labios se abrieron en un fallido intento de risa.

      Por suerte el reloj aprovechó ese momento para inclinarse peligrosamente bajo la presión de la cabeza de Gatsby, que se volvió y lo atrapó con dedos temblorosos para devolverlo a su sitio. Luego se sentó, rígido, con el codo en el brazo del sofá y la barbilla en la mano.

      —Siento lo del reloj —dijo.

      La cara me ardía como si estuviéramos en los trópicos. No fui capaz de encontrar ni un solo lugar común de los mil que tengo en la cabeza.

      —Es un reloj viejo —dije estúpidamente.

      Creo que, por un momento, los tres pensamos que se había hecho pedazos contra el suelo.

      —Hace muchos años que no nos vemos —dijo Daisy, con la voz más neutra posible.

      —Cinco años el próximo noviembre.

      La respuesta automática de Gatsby nos paralizó un minuto más por lo menos. Los había hecho levantarse con la sugerencia desesperada de que me ayudaran a preparar el té en la cocina cuando la finlandesa del demonio lo trajo en una bandeja.

      Entre la oportuna confusión de tazas y pasteles se estableció cierta cordialidad física. Gatsby se retiró a la sombra y, mientras Daisy y yo hablábamos, nos miraba alternativamente a uno y a otro, a fondo, con ojos llenos de tensión e infelicidad. Pero, puesto que la serenidad no era un fin en sí mismo, me excusé en cuanto pude y me levanté.

      —¿Adónde vas? —preguntó Gatsby, alarmado.

      —Volveré.

      —Tengo que hablar contigo antes de que te vayas.

      Me siguió a la cocina, descompuesto, cerró la puerta, y murmuró totalmente abatido:

      —Dios mío.

      —¿Qué pasa?

      —Ha sido un error terrible —dijo, negando con la cabeza—, un error terrible, terrible.

      —Te sientes violento, eso es todo —y por suerte añadí—. Daisy también se siente violenta.

      —¿Se siente violenta? —repitió, incrédulo.

      —Tanto como tú.

      —No hables tan alto.

      —Te estás portando como un niño —corté, impaciente—. No sólo eso: te estás portando como un maleducado. Ahí está Daisy, sola.

      Levantó la mano para detener mis palabras, me lanzó una inolvidable mirada de reproche, y, abriendo la puerta con mucho cuidado, volvió a la otra habitación.

      Yo salí por la puerta de atrás —el mismo camino que Gatsby, nervioso, había tomado media hora antes para dar la vuelta a la casa— y corrí hacia un inmenso y nudoso árbol negro cuyas hojas frondosas tejían una pantalla contra la lluvia. Otra vez diluviaba, y mi césped desigual, recién afeitado por el jardinero de Gatsby, abundaba en minúsculos pantanos enfangados y ciénagas prehistóricas. No había nada que mirar desde el pie del árbol, excepto la enorme casa de Gatsby, así que me dediqué a mirarla, como Kant el campanario de su iglesia, durante media hora. Un fabricante de cerveza la había construido al principio de la moda de la «arquitectura de época», diez años antes, y contaban que se había comprometido a pagar durante cinco años los impuestos de las casas de campo de todo el vecindario si los propietarios hacían los tejados de paja. Puede que el rechazo general disuadiera al cervecero de su plan de Fundar una Familia: inmediatamente empezó la decadencia. Sus hijos vendieron la casa cuando la corona fúnebre aún colgaba de la puerta. Los americanos, dispuestos a ser siervos e incluso impacientes por serlo, siempre se han mostrado reacios a ser gente de campo.

      Media hora después, el sol volvió a brillar, y el automóvil del tendero tomó el camino de la casa de Gatsby con las materias primas para la cena de la servidumbre: estaba seguro de que Gatsby no comería nada. Una criada empezó a abrir las ventanas de la planta alta de la casa, apareció un instante en cada una, y, asomándose al amplio mirador principal, escupió meditativamente en el jardín. Era hora de volver. La lluvia, mientras duró, parecía el murmullo de las voces de Gatsby y Daisy, elevándose, creciendo de vez en cuando en ráfagas de emoción. Pero ahora, en el silencio nuevo, sentí que el silencio también había caído sobre la casa.

      Entré —después de hacer todo el ruido posible en la cocina, salvo derribar la hornilla—, pero no creo que oyeran nada. Estaban sentados en los dos extremos del sofá, mirándose como si esperaran la respuesta a una pregunta, o flotara una pregunta en el aire, y todo vestigio de incomodidad había desaparecido. La cara de Daisy estaba llena de lágrimas, y cuando entré se levantó de un salto y empezó a secárselas con el pañuelo ante un espejo. Pero en Gatsby se había producido un cambio que era sencillamente desconcertante. Resplandecía literalmente. Sin una palabra o un gesto de alegría, irradiaba un nuevo bienestar que colmaba el cuarto.

      —Ah, hola, compañero —dijo, como si no me viera desde hacía años.

      Pensé por un momento que iba a darme la mano.

      —Ha dejado de llover.

      —¿Sí? —cuando entendió lo que yo acababa de decirle, que campanillas de sol centelleaban en la habitación, sonrió como un meteorólogo, como el patrocinador extasiado de la luz que volvía, y repitió la novedad a Daisy—. ¿Qué te parece? Ha dejado de llover.

      —Me alegro, Jay —su garganta, llena de una belleza triste y dolorida, sólo hablaba de su felicidad inesperada.

      —Quiero que me acompañéis a casa. Me gustaría enseñársela a Daisy.

      —¿Estás seguro de que quieres que vaya yo?

      —Absolutamente, compañero.

      Daisy subió a lavarse la cara —y demasiado tarde me acordé, con humillación, de mis toallas— mientras Gatsby y yo esperábamos en el césped.

      —Mi casa está bien, ¿verdad? —me preguntó—. Fíjate en cómo da la luz en la fachada.

      Reconocí que era espléndida.

      —Sí —la recorrió con la mirada, deteniéndose en el arco de cada puerta, en la solidez de cada torre—. Tardé tres años en ganar el dinero para comprarla.

      —Creía que habías heredado tu dinero.

      —Y lo heredé, compañero —dijo inmediatamente—, pero perdí casi todo en el gran pánico…, el pánico de la guerra.

      Pensé que no sabía muy bien lo que decía, porque cuando le pregunté a qué tipo de negocios se dedicaba, me contestó: «Eso es asunto mío», antes de darse cuenta de que no era una respuesta adecuada.

      —Ah, me he metido en varias cosas —corrigió—. Me he dedicado al negocio de los drugstores y al del petróleo. Pero he dejado los dos —me miró con más atención—. ¿Quieres decir que has pensado lo que te propuse la otra noche?

      Antes de que pudiera responderle, Daisy salió de la casa y dos filas de botones de latón brillaron al sol.

      —¿Esa


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