100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.aspirante a habitar en su casa, y que lo habría considerado infinitamente beneficiado permitiéndole alquilarla en condiciones leoninas, se vio forzado a consentir en que el señor Shepherd procediese a cerrar el trato, autorizándolo a visitar al almirante Croft, que aún residía en Taunton, para fijar el día en que verían la casa.
Sir Walter no era muy listo, pero tenía la suficiente experiencia de las cosas para comprender que difícilmente podía presentársele un inquilino menos objetable en todo lo esencial que el almirante Croft. Su entendimiento no llegaba a más, y su vanidad encontraba cierto halago adicional en la posición del almirante, que era todo lo elevada que se requería, pero no demasiado. “He alquilado mi casa al almirante Croft” era una afirmación altisonante; mucho mejor que decir a cualquier señor X. Un señor X (salvo, quizás, una media docena de nombres de la nación) siempre necesita una explicación. La importancia de un almirante se explica por sí misma y, al mismo tiempo, nunca puede mirar a un baronet por encima del hombro. En todo momento Sir Walter Elliot tendría la preeminencia.
Nada podía hacerse sin que lo supiera Isabel; pero su inclinación a cambiar de lugar iba siendo tan decidida que le encantó el que ya estuviese fijado y resuelto con un inquilino a mano, por lo que se guardó muy bien de pronunciar una sola palabra que pudiese suspender el acuerdo.
Se invistió al señor Shepherd de omnímodos poderes y tan pronto como quedó todo ultimado, Ana, que había escuchado sin perderse palabra, salió de la habitación en busca del alivio del aire fresco para sus encendidas mejillas; y mientras paseaba por su arboleda favorita, dijo con un dulce suspiro:
-Unos meses más y quizá él se pasee por aquí.
CAPITULO IV
El no era el señor Wentworth, el otrora párroco de Monkford, a pesar de lo que hayan podido dictar las apariencias, sino el capitán Federico Wentworth, hermano del primero, que fuera ascendido a comandante a raíz de la acción de Santo Domingo. Como no lo destinaron de inmediato, fue a Somersetshire en el verano de 1806, y, muertos sus padres, vivió en Monkford durante medio año. En aquel tiempo era un joven muy apuesto, de inteligencia destacada, ingenioso y brillante. Ana era una muchacha muy bonita, gentil, modesta, delicada y sensible. Con la mitad de los atractivos que poseía cada uno por su lado había bastante para que él no tuviese que esforzarse para conquistarla y para que ella difícilmente pudiese amar a alguien más. Pero la coincidencia de tan generosas circunstancias había de dar frutos. Poco a poco fueron conociéndose y se enamoraron el uno del otro rápida y profundamente. ¿Cuál de los dos vio más perfecciones en el otro?, ¿cuál de los dos fue más feliz: ella, al escuchar su declaración y sus proposiciones, o él, cuando ella las aceptó?
Siguió un período de felicidad exquisita, aunque muy breve. No tardaron en surgir los sinsabores. Sir Walter, al enterarse del romance, no dio su consentimiento ni dijo si lo daría alguna vez; pero su negativa quedó de manifiesto por su gran asombro, su frialdad y su declarada indiferencia respecto de los asuntos de su hija. Consideraba aquella unión degradante; y Lady Russell, a pesar de que su orgullo era más templado y más perdonable, la tuvo también por una verdadera desdicha.
¡Ana Elliot, con todos sus títulos de familia, bella e inteligente, malograrse a los diecinueve años; comprometerse en un noviazgo con un joven que no tenía para abonarle a nadie más que a sí mismo, sin más esperanzas de alcanzar alguna distinción que la que proporcionan los azares de una carrera de las más inciertas, y sin relaciones que le asegurasen un ulterior encumbramiento en aquella profesión! ¡Era un desatino que sólo pensarlo la horrorizaba! ¡Ana Elliot, tan joven, tan inexperta, atarse a un extraño sin posición ni fortuna; mejor dicho, hundirse por su culpa en un estado de extenuante dependencia, angustiosa y devastadora! No debía ser, si la intervención de la amistad y de la autoridad de quien era para ella como una madre y que tenía sus derechos podían evitarlo.
El capitán Wentworth no tenía bienes. Había sido afortunado en su carrera, pero gastó liberalmente lo que con igual liberalidad había recibido y no conservó nada. No obstante, confiaba en ser rico pronto. Lleno de fuego y de vida, sabía que pronto podría tener un barco y que a poco andar llegaría el tiempo en que podría disponer de cuanto se le antojase. Siempre fue hombre de suerte y sabía que seguiría siéndolo. Esta confianza, poderosa por su mismo entusiasmo y hechicera por el talento con que solía expresarla, a Ana le bastaba; pero Lady Russell lo veía de otra manera. El temperamento sanguíneo y la atrevida fantasía de Wentworth operaban en ella de un modo del todo distinto. Le parecía que no hacían más que agravar el mal y añadir a los inconvenientes de Wentworth el de un carácter peligroso. Era un hombre brillante y testarudo. A Lady Russell le gustaba muy poco el ingenio, y cualquier cosa que se aproximase a la temeridad le causaba horror. Así, pues, las relaciones de Ana con Wentworth le parecían reprobables desde todo punto de vista.
Semejante oposición y los sentimientos que provocaba superaban las fuerzas de Ana; con su juventud y su gentileza todavía hubiese podido hacer frente a la malquerencia de su padre; pero la firme opinión y las dulces maneras de Lady Russell, a la que siempre había querido y obedecido, no podían asediarla siempre en vano. Se convenció de que aquel noviazgo era una cosa disparatada, indiscreta, impropia, que difícilmente podría dar buen resultado y que no convenía. Pero al romper el compromiso no actuó sólo inducida por una egoísta cautela. Si no hubiera creído que lo hacía en bien de Wentworth más que en el suyo propio, no sin dificultad habría podido despedirlo. Se imaginó que su prudencia y renunciación redundaban sobre todo en beneficio del capitán, y éste fue su mayor consuelo en medio del dolor de aquella ruptura definitiva. Precisó de todos los consuelos, pues por si su pena fuese poca, tuvo que soportar también la de él, que no se dio por convencido en absoluto y permaneció inflexible, herido en sus sentimientos al obligársele a aquel abandono. A causa de ello se alejó de la comarca.
En pocos meses tuvo lugar el principio y el fin de sus relaciones. Pero Ana no dejó en pocos meses de sufrir. Su amor y sus remordimientos le impidieron por mucho tiempo gozar de los placeres de la juventud, y la temprana pérdida de su frescura y animación le dejaron impresa una huella que no se borraría.
Más de siete años habían pasado ya desde el final de esa pequeña historia de mezquinos intereses. El tiempo había suavizado mucho y casi apagado del todo el amor del capitán; pero Ana no había encontrado más lenitivo que el del tiempo. Ningún cambio de lugar, excepto una visita a Bath poco después de la ruptura, ni ninguna novedad o ampliación en sus relaciones sociales le ayudaron a olvidar. No entró nadie en el círculo de Kellynch que pudiese compararse con Federico Wentworth tal como ella lo recordaba. Ningún otro cariño, que hubiese sido la única cura en verdad natural, eficaz y suficiente a su edad, fue posible, dadas las exigencias de su buen discernimiento y lo amargado de su gesto, en los estrechos límites de la sociedad que la rodeaba. Al frisar en los veintidós años le solicitó que cambiase de nombre un joven que poco después encontró una mejor disposición en su hermana menor. Lady Russell lamentó que hubiera rehusado, pues Carlos Musgrove era el primogénito de un señor que en propiedades y significación no cedía en la comarca más que a Sir Walter; y poseía, además, muy buenos aspecto y carácter. Lady Russell hubiese aspirado a algo más cuando Ana tenía diecinueve años, pero ya a los veintidós le habría encantado verla alejada de un modo tan honorable de la parcialidad e injusticia de su casa paterna, y establecida para siempre a su vera. Pero esta vez Ana no hizo caso de los consejos ajenos. Y aunque Lady Russell, tan satisfecha como siempre de su propia discreción, nunca pensaba en rectificar el pasado, empezaba ahora a sentir un ansia que rayaba en la desesperación, de que Ana fuese invitada por un hombre hábil e independiente a entrar en un estado para el cual la creía particularmente dotada por su ardiente afectividad y sus inclinaciones hogareñas.
Ni la una ni la otra sabían si sus opiniones respecto al punto fundamental de la existencia de Ana habían cambiado o persistían, porque no volvieron a hablar de aquel asunto; pero Ana, a los veintisiete años, pensaba de muy distinta manera que a los diecinueve. Ni censuraba a Lady Russell ni se censuraba a sí misma por haberse dejado guiar por ella; pero sentía que si cualquier jovencita en similar situación hubiese acudido a ella en busca de consejo, de seguro no se habría llevado ninguno que le acarrease tan cierta desdicha de momento y tan incierta felicidad futura. Estaba convencida de que a pesar