100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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mucho más feliz manteniendo su compromiso de lo que lo había sido sacrificándolo. Y eso se podía aplicar, estaba cierta de ello, a la mayor parte de tales solicitaciones y dudas, aunque sin referirse a los actuales resultados de su caso, pues sucedió que podía haberle procurado una prosperidad más pronto de lo que razonablemente se hubiera calculado. Todas las sanguíneas esperanzas de Wentworth y toda su fe habían quedado justificadas. Parecía que su genio y su ánimo habían previsto y dirigido su próspero camino. Muy poco después de la ruptura, Wentworth consiguió una plaza; y todo lo que dijo que Ocurriría ocurrió. Su distinguida actuación le valió un rápido ascenso, y a la sazón, gracias a sucesivas capturas, debía haber hecho una buena fortuna. Ana no podía saberlo más que por las listas navales y los periódicos, pero no podía dudar de que fuese rico y, en razón de su constancia, no podía creer que se hubiese casado.

      ¡Cuán elocuente pudo haber sido Ana Elliot y cuán elocuentes fueron al fin y al cabo sus deseos en favor de un temprano y caluroso afecto y de una gozosa fe en el porvenir contra aquellas exageradas precauciones que parecían insultar el esfuerzo propio y desconfiar de la Providencia! La obligaron a ser prudente en su juventud y con la edad se volvía romántica, obligada consecuencia de un inicio antinatural.

      Con todas estas circunstancias, recuerdos y sentimientos, no podía oír decir que la hermana del capitán Wentworth viviría a lo mejor en Kellynch sin que su antiguo dolor se reavivase. Y fueron necesarios muchos paseos solitarios y muchos suspiros para calmar la agitación que dicha idea le producía. A menudo se dijo que era una insensatez, antes de haber apaciguado sus nervios lo bastante para resistir sin peligro las continuas discusiones acerca de los Croft y de sus asuntos. La ayudaron, no obstante, la perfecta indiferencia y la aparente inconsciencia de los tres únicos amigos que estaban al tanto de lo pasado, y que parecían haberlo olvidado por completo. Reconocía que los motivos de Lady Russell fueron más nobles que los de su padre y su hermana, y justificaba su tranquilidad; y, por lo que pudiese suceder, era preferible que todos hubiesen borrado de sus mentes lo ocurrido. En caso de que los Croft arrendasen realmente Kellynch Hall, Ana se alegraba de nuevo con una convicción que siempre le había sido grata: que lo pasado no era conocido más que por tres de sus familiares a los que creía no se les había escapado la más mínima indiscreción, y con la certeza de que entre los de él, sólo el hermano con quien Wentworth vivió tuvo alguna información de sus breves relaciones. Ese hermano hacía mucho tiempo que había sido trasladado, y como era un hombre delicado y además soltero, Ana estaba segura de que no habría dicho nada de ello a nadie.

      Su hermana, la señora Croft, había estado fuera de Inglaterra, acompañando a su marido en unos viajes por el extranjero. Su propia hermana María estaba en la escuela al ocurrir los hechos, y el orgullo de unos y la delicadeza de otros nunca permitirían que se supiese nada.

      Con estas seguridades, Ana esperaba que su relación con los Croft, que anticipaba el hecho de estar aún en Kellynch Lady Russell y María sólo a tres millas de allí, no ocasionaría ningún contratiempo.

      CAPITULO V

      La mañana fijada para que el almirante Croft y su señora visitasen Kellynch Hall, a Ana le pareció más natural dar su acostumbrado paseo hasta la casa de Lady Russell y quedarse allí hasta que la visita hubiese concluido. Aunque luego le pareciera igualmente natural lamentar haberse perdido la ocasión de conocerlos.

      Esta entrevista de las dos partes resultó muy satisfactoria y con ella se dejó el negocio definitivamente resuelto. Ambas señoras estaban dispuestas de antemano a llegar a un acuerdo y, por lo tanto, ninguna de las dos vio en la otra más que buenos modales. Entre los caballeros hubo tanta cordialidad, buen humor, franqueza, sinceridad y liberalidad por parte del almirante, que Sir Walter quedó conquistado, aunque las seguridades que Shepherd le había dado de que el almirante lo tenía por un dechado de buena educación, gracias a las referencias que él le había entregado, lo halagaron y lo inclinaron a hacer gala de su mejor y más cortés compostura.

      La casa, los terrenos y el mobiliario fueron aprobados; los Croft fueron también aprobados, y las condiciones y plazo, cosas y personas, quedaron arreglados. El escribiente del señor Shepherd se sentó a trabajar sin que hubiese ni una mínima diferencia preliminar que modificar en todo lo que “este contrato establece...”

      Sir Walter declaró sin vacilar que el almirante era el marino más apuesto que había visto nunca, y llegó hasta decir que si su propio criado le hubiera ordenado un poco el pelo no se habría avergonzado de que lo viesen con él en cualquier parte. El almirante, con simpática cordialidad, comentó a su esposa, mientras paseaban por el parque:

      -Estoy pensando, querida, que a pesar de todo lo que nos contaron en Taunton, nos hemos entendido muy pronto. El baronet no es nada del otro mundo, pero no parece un mal hombre.

      Estos cumplidos recíprocos dejan a la vista que ambos hombres habían formado el uno del otro el mismo concepto poco más o menos.

      Los Croft debían tomar posesión de la casa por San Miguel y Sir Walter propuso trasladarse a Bath en el curso del mes precedente, de modo que no había tiempo que perder en hacer los preparativos de la mudanza.

      Lady Russell, convencida de que no se permitiría a Ana tener ni voz ni voto en la elección de la casa que iban a tomar, sintió mucho verse separada tan pronto de ella e hizo todo lo posible por que se quedase a su lado hasta que fuesen ambas a Bath pasadas las Navidades. Pero unos compromisos, que la retuvieron fuera de Kellynch varias semanas, le impidieron insistir en su invitación todo lo que hubiese querido. Y Ana, aunque temía los posibles calores de septiembre en la blanca y deslumbrante Bath y la apesadumbraba renunciar a la dulce y melancólica influencia de los meses otoñales en el campo, pensó que, bien mirado, no deseaba quedarse. Sería mejor y más prudente, y por lo tanto la haría sufrir menos, irse con los otros.

      No obstante ocurrió algo que dio a sus ideas un giro inesperado. María, que estaba a menudo algo delicada, siempre ocupada en sus propias lamentaciones, y que tenía la costumbre de acudir a Ana en cuanto le pasaba algo, se hallaba indispuesta. Previendo que no tendría un día bueno en todo el otoño, le rogó, o mejor dicho le exigió, pues a decir verdad no podía llamarse a eso un ruego, que fuese a su quinta de Uppercross para hacerle compañía todo el tiempo que la necesitase en vez de irse a Bath.

      -No puedo hacer nada sin Ana -argüía María. E Isabel replicaba:

      -Pues, siendo así, estoy segura de que Ana hará mejor en quedarse, porque en Bath no hace la menor falta.

      Ser solicitada como algo útil, aunque sea en una forma impropia, vale más, al fin y al cabo, que ser rechazada como algo inútil. Y Ana, contenta de que la considerasen necesaria y de tener que cumplir algún deber; segura además de que lo cumpliría con alegría en el escenario de su propia y querida comarca, accedió sin dilación a quedarse.

      Esta invitación de María allanó todas las dificultades de Lady Russell; y, por consiguiente, se acordó que Ana no iría a Bath hasta que Lady Russell la acompañase y que, entretanto, distribuiría su tiempo entre la quinta de Uppercross y la casita de Kellynch.

      Hasta aquí todo iba a pedir de boca; pero a Lady Russell le faltó poco para desmayarse cuando se enteró del disparate que entrañaba una de las partes del plan de Kellynch Hall y que consistía en lo siguiente: la señora Clay sería invitada a ir a Bath con Sir Walter e Isabel en calidad de importante y valiosa ayuda para esta última en todos los trabajos que les esperaban. Lady Russell sentía muchísimo que hubiesen recurrido a tal medida; la asombraba, la afligía y la asustaba. Y la afrenta que significaba para Ana el hecho de que la señora Clay fuese tan necesaria mientras ella no servía para nada, era una agravante aún más penosa.

      Ana ya estaba acostumbrada a ese género de afrentas; pero sintió la imprudencia de aquella decisión tan agudamente como Lady Russell. Dotada de una gran capacidad de serena observación y con un conocimiento tan profundo del carácter de su padre, que a veces hubiera preferido no tener, se daba cuenta de que era más que probable que aquella intimidad tuviese serias consecuencias para su familia. No podía creer que a su padre se le ocurriese por el momento nada semejante. La señora Clay era pecosa, tenía un diente salido y las muñecas gruesas, cosas que Sir

      Walter


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