100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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gracias —dijo miss Baker, a la vista de los cuatro cócteles que llegaban de la cocina en aquel preciso instante—. Estoy en pleno periodo de entrenamientos.

      Su anfitrión la miró incrédulo.

      —¡Entrenamientos! —Tom se bebió el cóctel como si fuera una gota en el fondo de un vaso—. No entiendo cómo consigues lo que consigues.

      Miré a miss Baker, preguntándome qué sería lo que conseguía. Disfrutaba mirándola. Era una chica delgada, de pechos pequeños, que andaba muy derecha, algo que acentuaba echando los hombros hacia atrás como un cadete. Los ojos, grises, irritados por el sol, me correspondieron con igual curiosidad desde una cara triste, simpática, insatisfecha. Entonces me di cuenta de que la había visto antes en alguna parte, en persona o en una foto.

      —Usted vive en West Egg —sentenció con desprecio—. Conozco a uno de allí.

      —Yo no conozco a una sola…

      —Tiene que conocer a Gatsby.

      —¿Gatsby? —preguntó Daisy—. ¿Qué Gatsby?

      Antes de que pudiera contestarle que era mi vecino, fue anunciada la cena; entrelazando fuerte y perentoriamente su brazo con el mío, Tom Buchanan me arrastró fuera de la habitación como si moviera una pieza en un tablero de ajedrez.

      Delgadas y lánguidas, con las manos posadas sin peso en las caderas, las dos jóvenes nos precedieron en el porche rosa, abierto a la puesta de sol, donde, sobre la mesa, un viento apacible hacía temblar la luz de cuatro velas.

      —¿Por qué velas? —protestó Daisy, frunciendo las cejas. Las apagó con los dedos—. El día más largo del año será dentro de dos semanas —nos miró radiante—. ¿No os pasáis el año esperando la llegada del día más largo y luego, cuando llega, ni os dais cuenta? Yo me paso el año esperando la llegada del día más largo y cuando llega ni me doy cuenta.

      —Tenemos que planear algo —bostezó miss Baker, sentándose a la mesa como si se metiera en la cama.

      —Estupendo —dijo Daisy—. ¿Qué podemos planear? —se volvió hacia mí, insegura—. ¿Qué planea la gente?

      Antes de que pudiera contestarle, se quedó mirándose el dedo meñique con expresión de espanto.

      —¡Mira! —se quejó—. Me he hecho daño.

      Todos miramos. Tenía un cardenal en el nudillo.

      —Has sido tú, Tom —dijo, acusando a su marido—. Sé que ha sido sin querer, pero has sido tú. Eso me pasa por haberme casado con un bruto, con una mole, con un grandísimo, inconmensurable ejemplar de…

      —No soporto la palabra mole —dijo Tom, molesto—, ni de broma.

      —Una mole —insistió Daisy.

      A veces miss Baker y ella hablaban a la vez, sin levantar la voz, con una incoherencia bromista que jamás caía en el simple parloteo, tan imperturbable como sus vestidos blancos, como sus ojos impersonales y libres de todo deseo. Allí estaban las dos, y nos aceptaban a Tom y a mí, esforzándose si acaso, por educación y amabilidad, en entretenernos o entretenerse. Sabían que pronto acabaría la cena, como también acabaría la velada, que sería olvidada sin mayor importancia. Era muy distinto en el Oeste, donde una velada se precipitaba de fase en fase hacia su final en una sucesión de expectativas siempre defraudadas o en la pura angustia del momento.

      —Haces que me sienta un ser incivilizado, Daisy —confesé al segundo vaso de un clarete con ligero sabor a corcho, pero impresionante—. ¿No puedes hablar de cosechas o algo por el estilo?

      No quería decir nada en especial con mi observación, pero fue recibida de un modo inesperado.

      —La civilización se derrumba —estalló Tom—. Me he vuelto terriblemente pesimista. ¿Has leído El ascenso de los imperios de color, de un tal Goddard?

      —La verdad es que no —respondí sorprendido por su tono.

      —Bueno, es un gran libro, y debería leerlo todo el mundo. Su tesis es que, si no nos mantenemos en guardia, la raza blanca acabará… acabará hundiéndose completamente. Es un hecho científico, comprobado.

      —Tom se está volviendo muy profundo —dijo Daisy, con un despreocupado aire de tristeza—. Lee libros profundos, llenos de palabras larguísimas. ¿Qué palabra era esa que…?

      —Bueno, son libros científicos —insistió Tom, mirándola con impaciencia—. Ese Goddard ha entrado a fondo en el asunto. A nosotros, que somos la raza dominante, nos toca mantenernos vigilantes para que las otras razas no se hagan con el control de todo.

      —Tenemos que aplastarlos —murmuró Daisy, guiñándole feroz al sol ardiente.

      —Deberíais vivir en California —empezó miss Baker, pero Tom la interrumpió, agitándose pesadamente en su silla.

      —La idea es que somos nórdicos. Yo soy nórdico, y tú, y tú, y… —después de un instante de duda infinitesimal, incluyó a Daisy agachando ligeramente la cabeza, y Daisy volvió a guiñarme—. Y nosotros hemos producido todas las cosas que constituyen la civilización, sí, la ciencia y el arte, y todo lo demás. ¿Entiendes?

      Había algo patético en su concentración, como si su suficiencia, más profunda que nunca, ya no le bastara. Cuando, casi inmediatamente, sonó el teléfono dentro de la casa y el mayordomo salió del porche, Daisy aprovechó el momento de pausa y se inclinó hacia mí.

      —Voy a contarte un secreto de familia —murmuró con entusiasmo—. Es sobre la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber la historia de la nariz del mayordomo?

      —Para eso he venido esta noche.

      —Bueno, no ha sido siempre mayordomo: solía limpiarle la plata a cierta gente de Nueva York que tenía una cubertería de plata para doscientas personas. Se pasaba limpiándola de la mañana a la noche, hasta que empezó a afectarle a la nariz…

      —Las cosas fueron de mal en peor —sugirió miss Baker.

      —Sí. Las cosas fueron de mal en peor, hasta que por fin tuvo que dejar el trabajo.

      Por un instante, con romántico afecto, la última luz del sol le dio en la cara, resplandeciente: su voz me obligó a inclinarme hacia ella mientras la escuchaba sin respirar. Y luego el resplandor desapareció, cada una de las luces la fue abandonando con pesar, sin querer irse, como esos niños que tienen que dejar al anochecer el placer de la calle.

      El mayordomo volvió y murmuró unas palabras al oído de Tom, que frunció las cejas, apartó la silla de la mesa y, sin una palabra, se metió en la casa. Como si aquella ausencia hubiera acelerado algo en su interior, Daisy volvió a acercárseme, y su voz se iluminaba, cantaba.

      —Qué alegría verte en mi mesa, Nick. Me recuerdas a… una rosa, exactamente una rosa. ¿No? —se volvió hacia miss Baker en busca de confirmación—. Exactamente una rosa, ¿verdad?

      No era verdad. Ni de lejos parezco una rosa. Daisy sólo estaba improvisando, pero desprendía una calidez excitante, como si su corazón quisiera escapar y entregarse oculto en una de aquellas palabras entrecortadas, perturbadoras. Entonces, de pronto, lanzó la servilleta a la mesa y entró en la casa.

      Miss Baker y yo intercambiamos una mirada relámpago, premeditadamente desprovista de significado. Iba a hablar cuando ella se irguió en la silla, alerta, y dijo «Shhh», avisándome. De la habitación contigua llegaban murmullos apagados y apasionados, y miss Baker se adelantó, sin ninguna vergüenza, para intentar oír. El murmullo vibró en los límites de la coherencia, se hizo más débil, se elevó en una especie de arrebato, y cesó definitivamente.

      —Ese mister Gatsby del que usted habla es vecino mío —dije.

      —Calle. Quiero enterarme de lo que pasa.

      —¿Pasa algo? —pregunté inocentemente.

      —¿Está


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