100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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a abrirse como una flor—. Nos lo han dicho tres personas, así que tiene que ser verdad.

      Yo sabía, por supuesto, a qué se referían, pero no estaba ni vagamente prometido. El hecho de que los cotilleos hubieran dado por publicadas las amonestaciones fue una de las razones de que me fuera al Este. No se puede dejar de salir con una vieja amiga por culpa de las habladurías, y, por otra parte, tampoco tenía intención de casarme por lo que dijeran unos y otros.

      El interés de Tom y Daisy me conmovió bastante: me parecieron más cercanos, menos remotamente ricos. Sin embargo, ya en el coche, me sentía confuso y un poco disgustado. Pensaba que la obligación de Daisy era salir corriendo de la casa con la niña en brazos, aunque, por lo visto, no tenía la menor intención de hacer tal cosa. En cuanto a Tom, que tuviera «una mujer en Nueva York» era menos sorprendente que el hecho de que un libro lo hubiera deprimido tanto. Algo lo llevaba a roer lo más superficial de unas cuantas ideas rancias como si su egoísmo, físico, rotundo, ya no bastara para alimentar a su corazón apremiante.

      Se notaba el verano en los tejados de los hoteles de carretera y en las estaciones de servicio, donde los surtidores rojos, nuevos, se levantaban sobre charcos de luz, y cuando llegué a mi casa en West Egg aparqué el coche en el cobertizo y me senté un rato en el jardín, en un cortacésped abandonado. Ya no soplaba el viento, que había dejado una noche clara y ruidosa, con alas que batían en los árboles y el sonido persistente de un órgano, como si el fuelle poderoso de la tierra insuflara vida a las ranas. La silueta de un gato se movió vacilante a la luz de la luna y, al volver la cabeza para mirarlo, vi que no estaba solo: a unos quince metros de distancia una figura había surgido de la sombra de la mansión de mi vecino y de pie, con las manos en los bolsillos, contemplaba la pimienta plateada de las estrellas. Algo en la lentitud de sus movimientos y en la seguridad con que apoyaba los pies en el césped me sugirió que se trataba de mister Gatsby, que había salido a calcular qué parte le correspondía del firmamento local.

      Decidí llamarlo. Miss Baker había mencionado su nombre durante la cena, y eso serviría de presentación. Pero no lo llamé, porque de pronto dio pruebas de sentirse a gusto solo: extendió los brazos de un modo extraño hacia el agua oscura y, aunque yo estaba lejos, habría jurado que temblaba. Miré al mar en un gesto automático… y no vi nada, salvo una luz verde, lejana y mínima, que quizá fuera el extremo de un muelle. Cuando fui a mirar otra vez a Gatsby, había desaparecido, y yo volvía a estar solo en la oscuridad sin sosiego.

      2

      A medio camino entre West Egg y Nueva York la carretera confluye de pronto con la línea del ferrocarril y corre a su lado cerca de cuatrocientos metros, como si quisiera evitar cierta extensión de tierra desolada. Es un valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como el trigo hasta convertirse en cordilleras, colinas y jardines grotescos; donde las cenizas toman la forma de casas y chimeneas y humo y, por fin, en un esfuerzo trascendental, de hombres de ceniza que se agitan como sombras y se deshacen en el aire polvoriento. De vez en cuando una fila de vagones grises se arrastra por una vía invisible, se estremece en un crujido espectral y se detiene, e inmediatamente los hombres de ceniza salen como un enjambre con palas que parecen de plomo y levantan una nube impenetrable que nos oculta sus misteriosas operaciones.

      Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del doctor T. J. Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.

      Un riachuelo sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos, y, cuando el puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento, y precisamente por eso conocí a la amante de Tom Buchanan.

      El hecho de que tuviese una amante era muy comentado en los ambientes que frecuentaba Tom. Sus amistades consideraban una ofensa que se presentara con ella en los bares de moda y, dejándola en una mesa, se paseara por el local, charlando con unos y otros. Yo sentía curiosidad por verla, pero no quería que me la presentaran, como ocurrió por fin. Una tarde fui con Tom a Nueva York en tren, y cuando nos detuvimos junto a los montones de ceniza se levantó de un salto y, cogiéndome por el codo, me forzó literalmente a bajar del vagón.

      —Nos apeamos —enfatizó lo obvio—. Quiero presentarte a mi chica.

      Creo que había bebido demasiado en la comida, y la determinación con que me obligaba a acompañarlo bordeaba la violencia. Su arrogancia daba por supuesto que un domingo por la tarde yo no tenía otra cosa mejor que hacer.

      Lo seguí cuando saltó la barrera del tren, pintada de blanco, y retrocedimos unos cien metros por la carretera bajo la mirada insistente del doctor Eckleburg. El único edificio a la vista era una casa de ladrillo amarillo que se levantaba en el límite de la tierra baldía, en una especie de calle principal mínima que bastaba para satisfacer sus necesidades y desembocaba en la nada absoluta. Había tres negocios: uno se alquilaba y otro era un restaurante que abría toda la noche y al que se llegaba par un camino de cenizas. El tercero era un garaje —Reparaciones. GEORGES B. WILSON. Compraventa de automóviles—, en el que entré detrás de Tom.

      El interior, vacío, era miserable: el único coche visible eran los restos polvorientos de un Ford, encogido en un rincón oscuro. Estaba pensando que aquel garaje fantasmal sólo podía ser una cortina de humo que ocultaba lujosos y románticos apartamentos en la planta de arriba, cuando apareció el dueño en la puerta de la oficina, limpiándose las manos con un trapo. Era un hombre rubio, apocado, anémico y de cierta belleza desvaída. Nos vio y los ojos, azules, húmedos y muy claros, se le iluminaron de esperanza.

      —Hola, Wilson, viejo —dijo Tom jovialmente, dándole una palmada en el hombro—. ¿Cómo va la cosa?

      —No me puedo quejar —respondió Wilson sin convencer a nadie—. ¿Cuándo va usted a venderme el coche?

      —La semana que viene: tengo al chófer arreglándolo.

      —No se da prisa, ¿verdad?

      —Se equivoca —dijo Tom con frialdad—. Pero, si lo cree así, quizá lo mejor sea que le venda el coche a otro.

      —No es eso lo que digo —se apresuró a explicar Wilson—. Lo que digo es que…

      Su voz se fue apagando y Tom miró impaciente a su alrededor. Entonces oí pasos en la escalera y, al momento, la pesada silueta de una mujer tapó la luz de la puerta de la oficina. Debía de tener unos treinta y cinco años, y estaba un poco gorda, pero lucía sus carnes con esa sensualidad de la que algunas mujeres son capaces. No había rasgos ni atisbo de belleza en su cara, que surgía de un vestido de seda azul oscuro a lunares, pero aquella mujer poseía una vitalidad inmediatamente perceptible, como si los nervios de su cuerpo estuvieran siempre al rojo vivo. Sonreía con calma, y pasando a través del marido como si fuera un fantasma, le estrechó la mano a Tom, mirándolo intensamente a los ojos. Se humedeció los labios y, sin volverse, le dijo a su marido con una voz suave y ordinaria:

      —Trae sillas, que se pueda sentar la gente.

      —Ah, sí —asintió inmediatamente Wilson, y fue a la oficina, confundiéndose en el acto con el color cemento de las paredes.

      Polvo blanco y ceniciento le cubría el traje oscuro y el pelo pálido como cubría todo lo que había a su alrededor, excepto a su mujer, que se había acercado a Tom.

      —Quiero verte —dijo Tom con decisión—. Coge el próximo tren.

      —Muy bien.

      —Espérame en el puesto de periódicos del andén de abajo.

      La


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