100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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cruzó el césped de mi casa el sábado a primera hora con una nota de su patrón asombrosamente formal: Gatsby se sentiría muy honrado, decía, si yo pudiera asistir a su «pequeña fiesta» aquella noche. Me había visto varias veces, y desde hacía tiempo tenía intención de hacerme una visita, pero una singular combinación de circunstancias lo había impedido. Firmaba Jay Gatsby, con majestuosa caligrafía.

      Embutido en un flamante traje de franela blanca pisé su césped un poco después de las siete y vagabundeé incómodo entre remolinos de gente a la que no conocía, aunque de vez en cuando encontraba una cara que había visto en el tren.

      Me impresionó la cantidad de ingleses jóvenes que había por todas partes: todos bien vestidos, todos con pinta de tener hambre, todos hablándoles en voz baja y muy en serio a americanos sólidos y prósperos. Di por supuesto que vendían algo: bonos, seguros o automóviles. Por lo menos eran angustiosamente conscientes del dinero fácil que se movía alrededor y estaban convencidos de que sería suyo a cambio de unas cuantas palabras en el tono justo.

      En cuanto llegué, intenté saludar a mi anfitrión, pero las dos o tres personas a quienes pregunté por él me miraron tan asombradas y negaron con tanta vehemencia conocer los movimientos de Gatsby, que me escabullí en dirección a la mesa de los cócteles, el único sitio del jardín donde alguien sin compañía podía quedarse un rato y no parecer solo y perdido.

      Había decidido por puro desconcierto emborracharme escandalosamente cuando Jordan Baker salió de la casa y se detuvo en lo alto de la escalinata de mármol para, retrepándose un poco, observar el jardín con interés y desdén.

      Me recibieran bien o mal, creí necesario pegarme a alguien antes de empezar a ponerme afectuoso con todo el que pasara.

      —¡Hola! —rugí, avanzando hacia ella.

      Mi voz, en el jardín, sonó demasiado alta, anormal.

      —Había pensado que quizá estuviera aquí —respondió como ausente cuando subí la escalera—. Recordaba que usted vivía en la casa de al lado…

      Me cogió la mano de un modo impersonal, como una promesa de que se ocuparía de mí en unos segundos, y prestó oído a dos chicas que llevaban vestidos idénticos, amarillos, y se habían detenido al pie de la escalinata.

      —¡Hola! —gritaron al unísono—. Qué pena que no ganaras.

      Hablaban del torneo de golf. Jordan Baker había perdido en las finales la semana anterior.

      —No sabes quiénes somos —dijo una de las chicas de amarillo—, pero te conocimos aquí hace cosa de un mes.

      —Os habéis teñido el pelo —contestó Jordan, y yo me sobresalté, pero las chicas habían seguido despreocupadamente su camino y las palabras las oyó la luna prematura, salida como la cena, sin duda, de la cesta del proveedor.

      Con el brazo delgado y dorado de Jordan descansando en el mío, bajamos la escalinata y deambulamos por el jardín. Una bandeja de cócteles se nos acercó flotando en el crepúsculo y nos sentamos a una mesa con las dos chicas de amarillo y tres hombres, que se presentaron, los tres, como mister Mmmm.

      —¿Venís mucho a estas fiestas? —preguntó Jordan a la chica que tenía al lado.

      —La última fue en la que te conocí —respondió la chica con voz segura, enérgica. Se volvió a su amiga—. Tú, igual, ¿no, Lucille?

      Así era.

      —Me encanta venir —dijo Lucille—. Me da lo mismo hacer lo que sea, así que siempre me lo paso bien. La última vez se me rompió el vestido con una silla, y él me pidió mi nombre y dirección, y, antes de que pasara una semana, recibí un paquete de Croirier con un traje de noche nuevo.

      —¿Te quedaste con él? —preguntó Jordan.

      —Por supuesto. Me lo iba a poner esta noche, pero me queda ancho de pecho y me lo tengo que arreglar. Es azul gas con adornos lavanda. Doscientos sesenta y cinco dólares.

      —Un tipo que hace esas cosas no es normal —dijo la otra chica con vehemencia—. No quiere tener problemas con nadie.

      —¿Quién no quiere tener problemas? —pregunté.

      —Gatsby. Alguien me dijo…

      Las dos chicas y Jordan acercaron la cabeza confidencialmente.

      —Alguien me dijo que una vez mató a un hombre.

      Todos sentimos un escalofrío. Los tres mister Mmmm acercaron también la cabeza, ansiosos de oír.

      —No creo que llegue a tanto —respondió Lucille, escéptica—. Es más probable que fuera espía de los alemanes durante la guerra.

      Uno de los hombres lo confirmó:

      —Se lo oí a un hombre que lo conocía bien. Se había criado con él en Alemania —nos aseguró categóricamente.

      —No —dijo la primera chica—, eso es imposible, porque hizo la guerra en el ejército americano —viendo que volvía a ganarse nuestra credulidad, se inclinó hacia nosotros con entusiasmo—. Fijaos en él cuando crea que nadie lo mira. Estoy segura de que mató a un hombre.

      Entornó los ojos y se estremeció. Lucille se estremeció. Todos nos volvimos a mirar donde estaba Gatsby. Prueba de las románticas especulaciones que inspiraba era que murmuraran a su costa aquellos que habían encontrado en este mundo poco sobre lo que poder murmurar.

      Habían empezado a servir la primera cena (servían otra después de medianoche), y Jordan me invitó a reunirme con su grupo, en una mesa al otro lado del jardín. Eran tres matrimonios y el acompañante de Jordan, un estudiante insistente, aficionado a las indirectas desagradables, y con la obvia impresión de que, antes o después, Jordan iba a entregarle su persona en mayor o menor grado. En vez de desperdigarse, el grupo había conservado una homogeneidad honorable, asumiendo la representación de la muy seria nobleza rural: East Egg manifestaba su condescendencia hacia West Egg, pero no bajaba la guardia contra su alegría espectroscópica.

      —Vámonos —murmuró Jordan al cabo de media hora más bien insípida y desperdiciada—; esto es demasiado fino para mí.

      Nos levantamos, y explicó al grupo que íbamos a buscar al anfitrión; yo no lo conocía, dijo, y eso hacía que me sintiera incómodo. El estudiante asintió con un gesto melancólico, cínico.

      Había mucha gente en el bar, donde miramos primero, pero Gatsby no estaba. Jordan no lo vio desde lo alto de la escalinata, y tampoco estaba en la galería. Abrimos al azar una puerta que parecía importante y entramos en una biblioteca gótica, de techos altos y paredes recubiertas de roble inglés tallado, probablemente transportada completa desde alguna ruina de ultramar.

      Un individuo corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho, algo borracho, se sentaba en el filo de una mesa grande y, titubeante, se concentraba en mirar los anaqueles de libros. Cuando entramos, giró sobre sí mismo, nervioso, y examinó a Jordan de pies a cabeza.

      —¿Qué les parece? —preguntó con verdadero ímpetu.

      —¿Qué?

      Señaló hacia los libros con la mano.

      —Eso. Y no tienen que molestarse en comprobarlo. Lo he comprobado yo. Son de verdad.

      —¿Los libros?

      Asintió.

      —Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas y… Fíjense, déjenme que se lo demuestre.

      Dando por sentado nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y volvió con el primer volumen de las Conferencias de Stoddard.

      —¡Miren! —exclamó triunfalmente—. Es una pieza auténtica de material impreso. Había conseguido engañarme. Este tipo es un verdadero Belasco. ¡Qué triunfo! ¡Qué meticulosidad! ¡Qué realismo! Y también


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