100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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les ha traído? —preguntó—. ¿O ustedes han venido por su cuenta? A mí me han traído. A casi todo el mundo lo traen.

      Jordan lo miraba muy atenta, feliz, sin responder.

      —A mí me ha traído una mujer que se llama Roosevelt —continuó—. Mistress Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho, y pensé que sentarme un rato en una biblioteca a lo mejor me despejaba.

      —¿Ha funcionado?

      —Un poco, sí, creo. Todavía es pronto para decirlo. Sólo llevo aquí una hora. ¿Les he dicho lo de los libros? Son de verdad. Son…

      —Nos lo ha dicho.

      Le estrechamos la mano solemnemente y salimos.

      Ahora bailaban en la pista del jardín: viejos que empujaban a las chicas en desangelados círculos eternos, parejas de clase alta que se abrazaban tortuosamente, a la moda, sin salir nunca de los rincones, y muchas chicas que bailaban solas y de vez en cuando relevaban al banjo o al percusionista de la orquesta. A medianoche había aumentado la alegría. Un famoso tenor cantó en italiano, una contralto muy conocida cantó jazz, y entre número y número la gente montaba su propio espectáculo sensacional en cualquier sitio del jardín, mientras estallaban las risas y, vacías y felices, subían al cielo de verano. Dos actrices gemelas, que resultaron ser las chicas de amarillo, se disfrazaron de niñas para su actuación, y el champagne fue servido en copas más grandes que lavafrutas. La luna estaba más alta y sobre el estrecho flotaba un triángulo de escamas de plata, que temblaba ligeramente con el repiqueteo seco y metálico de los banjos en el jardín.

      Yo seguía con Jordan Baker. Estábamos en una mesa con un hombre más o menos de mi edad y una chiquilla que armaba mucho ruido y a la menor provocación daba rienda suelta a unas carcajadas incontrolables. Me divertía. Me había bebido dos lavafrutas de champagne y la escena se había convertido ante mis ojos en algo importante, elemental y profundo.

      En un momento de respiro en la fiesta el hombre me miró y sonrió.

      —Su cara me resulta familiar —dijo, muy educado—. ¿No estuvo en la Tercera División durante la guerra?

      —Sí, sí. Estuve en el Veintiocho de Infantería.

      —Yo estuve en el Dieciséis hasta junio del año 18. Sabía que te había visto en alguna parte.

      Charlamos un rato de las aldeas húmedas y grises de Francia. Evidentemente vivía en el vecindario, porque me dijo que acababa de comprarse un hidroplano y que iba a probarlo por la mañana.

      —¿Vienes conmigo, compañero? Sólo en la orilla, por el estrecho.

      —¿A qué hora?

      —A la que prefieras.

      Iba a preguntarle su nombre, tenía la pregunta en la punta de la lengua, cuando Jordan miró a su alrededor y sonrió.

      —¿Te lo pasas bien por fin?

      —Mucho mejor —me volví otra vez a mi nuevo amigo—. Esta fiesta me parece rarísima. Ni siquiera he visto al anfitrión. Yo vivo ahí —moví la mano hacia el seto, invisible en la distancia—, y ese Gatsby me mandó una invitación con el chófer.

      Me miró un momento como si no me entendiera.

      —Gatsby soy yo —dijo de pronto.

      —Perdona —exclamé—. Te ruego que me perdones.

      —Pensaba que lo sabías, compañero. Creo que no soy un buen anfitrión.

      Me miró con comprensión, mucho más que con comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Aquella sonrisa se ofrecía —o parecía ofrecerse— al mundo entero y eterno, para luego concentrarse en ti, exclusivamente en ti, con una irresistible predisposición a tu favor. Te entendía hasta donde querías ser entendido, creía en ti como tú quisieras creer en ti mismo, y te garantizaba que la impresión que tenía de ti era la que, en tus mejores momentos, esperabas producir. Y entonces la sonrisa se desvaneció, y yo miraba a un matón joven y elegante, uno o dos años por encima de los treinta, con un modo de hablar tan ceremonioso y afectado que rozaba el absurdo. Ya antes de que se presentara, me había dado la sensación de que elegía las palabras con cuidado.

      Casi en el mismo instante en que Gatsby se identificaba, el mayordomo se le acercó corriendo para decirle que tenía una llamada de Chicago. Se disculpó con una ligera inclinación ante cada uno de nosotros.

      —Si necesitas algo, pídelo, compañero —me dijo—. Discúlpame. Te veré más tarde.

      En cuanto se fue, me volví a Jordan, porque necesitaba comentarle mi sorpresa. Me esperaba que mister Gatsby fuera un señor de mediana edad, gordo y colorado.

      —¿Quién es? —pregunté—. ¿Lo sabes?

      —Sólo es uno que se llama Gatsby.

      —Sí, pero ¿de dónde es? ¿A qué se dedica?

      —A ti también te ha dado ya por el asunto —contestó con una sonrisa desvaída—. Bueno, un día me dijo que había estudiado en Oxford.

      Un borroso pasado iba tomando forma detrás de Gatsby, pero se disolvió a la siguiente frase de Jordan:

      —Pero no me lo creo.

      —¿Por qué no?

      —No lo sé —insistió—. Pero no me creo que fuera a Oxford.

      Algo en su tono me recordó a la otra chica, «Creo que mató a un hombre», y tuvo el efecto de estimular mi curiosidad. Hubiera aceptado sin problemas la información de que Gatsby había surgido de los pantanos de Louisiana o del East Side de Nueva York. Eso era comprensible. Pero —por lo que mi experiencia provinciana me permitía suponer— un hombre joven no sale de la nada con toda tranquilidad y se compra un palacio en Long Island.

      —El caso es que da fiestas muy concurridas —dijo Jordan, cambiando de tema con un educado fastidio ante lo concreto—. Y a mí me gustan las fiestas con mucha gente. Son muy íntimas. En las fiestas con poca gente la intimidad es nula.

      Retumbó el bombo, y la voz del director de orquesta se elevó de pronto entre la ecolalia del jardín.

      —Señoras y señores —gritó—. A petición de mister Gatsby vamos a tocar para todos ustedes la última obra de mister Vladimir Tostoff, que tanta atención mereció en el Carnegie Hall el pasado mayo. Si leen los periódicos sabrán que causó auténtica sensación —sonrió con jovial condescendencia, y añadió—. ¡Y qué sensación! —y todo el mundo se echó a reír.

      —La pieza —concluyó con energía— se titula La historia del mundo en jazz, según Vladimir Tostoff.

      Se me escapó la naturaleza de la composición de mister Tostoff porque, en el momento en que empezaba, vi a Gatsby, que, solo, iba mirando con aprobación a los distintos grupos desde la escalinata de mármol. Tenía la cara bronceada, tersa la piel, atractiva, y parecía que le arreglaban todos los días el pelo, muy corto. No encontré nada siniestro en él. Me pregunté si el hecho de que no bebiera lo ayudaba a distinguirse de sus invitados, pues me dio la impresión de que se volvía cada vez más correcto conforme la alegría fraternal aumentaba. Cuando La historia del mundo en jazz acabó, las chicas apoyaron la cabeza en el hombro de los hombres como adolescentes, las chicas caían de espaldas, desmayadas, de broma, en brazos de los hombres, o entre el grupo, sabiendo que alguien detendría su caída. Pero nadie se dejaba caer en brazos de Gatsby, y ningún corte de pelo a la francesa tocó el hombro de Gatsby y ningún cuarteto lo incluyó entre sus cantantes.

      —Disculpen.

      El mayordomo de Gatsby estaba de repente a nuestro lado.

      —¿Miss Baker? —preguntó—. Perdone que la moleste, pero mister Gatsby quisiera hablar a solas con usted.

      —¿Conmigo?


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