100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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y cuando se hallaban cada cual ocupado en sus labores, yo dormía: el resto del día lo empleaba en observar a mis amigos. Cuando se retiraban a descansar, si había luna, o la noche estaba estrellada, me adentraba en los bosques y recolectaba mi propia comida y leña para la granja. Cuando regresaba, y a menudo era muy necesario, limpiaba el camino de nieve, y llevaba a cabo aquellas tareas que había visto hacer a Felix. Más adelante descubrí que aquellas labores, ejecutadas por una mano invisible, les asombraban profundamente; y en aquellas ocasiones, una o dos veces les oí pronunciar las palabras «espíritu bueno», «prodigio»: pero en aquel momento no comprendía el significado de esos términos.

      Entonces mis pensamientos se hicieron cada día más activos, y deseaba fervientemente descubrir las razones y los sentimientos de aquellas criaturas encantadoras; sentía una gran curiosidad por saber por qué Felix parecía tan abatido, y Agatha tan triste. Pensé (¡pobre desgraciado!) que podría estar en mi poder devolver la felicidad a aquellas personas que tanto la merecían. Cuando dormía, o me ausentaba, se me aparecían las imágenes del venerable padre ciego, de la adorable Agatha y del bueno de Felix. Yo los consideraba como seres superiores, que podrían ser dueños de mi destino futuro. Tracé en mi imaginación mil modos de presentarme ante ellos, y pensé cómo me recibirían. Imaginé que sentirían asco, hasta que con mis amables gestos y mis palabras conciliadoras consiguiera ganarme su favor, y más adelante, su cariño.

      Aquellos pensamientos me entusiasmaban y me obligaban a esforzarme con renovado interés en el aprendizaje del arte del lenguaje. Mi garganta era bastante ruda, pero flexible; y aunque mi voz era muy distinta a la suave melodía de sus voces, conseguía sin embargo pronunciar con bastante facilidad aquellas palabras que comprendía. Era como el burro y el perrillo faldero: y de todos modos, el buen burro, cuyas intenciones eran buenas, aunque sus modales fueran un tanto rudos, merecía mejor trato que los golpes y los insultos.

      Las lluvias suaves y la adorable calidez de la primavera cambió por completo el aspecto de la tierra. Los hombres, que antes de este cambio parecían haber estado escondidos en sus cuevas, se dispersaron por todas partes y se ocuparon en las distintas artes de la agricultura. Los pájaros cantaban con acentos más alegres y las ramas comenzaron a echar brotes en los árboles. ¡Mundo alegre y feliz…! ¡Morada apropiada para los dioses, que muy poco tiempo antes estaba yerma, húmeda y enferma! Me animé mucho ante el encantador aspecto de la Naturaleza; el pasado se borró de mi memoria, el presente era feliz y el futuro refulgía con brillantes rayos de esperanza y promesas de alegría.

      CAPÍTULO 4

      Me apresuro ahora a narrar la parte más conmovedora de mi historia. Relataré sucesos que grabaron sentimientos en mí que, de lo que era, me han convertido en lo que soy.

      La primavera adelantaba rápidamente; el tiempo ya era muy agradable, y los cielos estaban despejados. Me sorprendió que lo que antes estaba desierto y oscuro ahora estallara con las flores más hermosas y con tanto verdor. Mil perfumes deliciosos y mil escenas maravillosas gratificaban y animaban mis sentidos.

      Ocurrió uno de aquellos días, cuando mis granjeros habían hecho una pausa en su trabajo —el anciano tocaba la guitarra y sus hijos lo escuchaban—; observé que el rostro de Felix parecía más melancólico que nunca: suspiraba constantemente; y entonces el padre dejó de tocar, y por sus gestos supuse que preguntaba por la razón de la tristeza de su hijo. Felix contestó con un tono alegre, y el anciano volvió a tocar la canción, cuando alguien llamó a la puerta.

      Era una dama montada a caballo, acompañada por un campesino que hacía de guía. La dama venía vestida con un traje oscuro, y se cubría con un tupido velo negro. Agatha hizo una pregunta; la extranjera solo contestó pronunciando, con un dulce acento, el nombre de Felix. Su voz era muy musical, pero no se parecía nada a la de mis amigos. Al oír aquella palabra, Felix se levantó y se acercó rápidamente a la dama, quien, al verlo, retiró el velo y mostró un rostro de belleza y expresión angelicales. Tenía el pelo muy negro y brillante, como el plumaje del cuervo, y curiosamente trenzado; sus ojos eran oscuros, pero dulces, aunque muy vivos; sus facciones eran regulares y proporcionadas, y su piel maravillosamente blanca, y las mejillas encantadoramente sonrosadas.

      Felix pareció sufrir un arrebato de alegría cuando la vio, y cualquier rastro de pena se desvaneció en su rostro, que inmediatamente brilló con un éxtasis de alegría, del cual apenas lo creía capaz; sus ojos centellearon, y sus mejillas enrojecieron de emoción; y en aquel momento pensé que era tan hermoso como la extranjera. Ella parecía dudar entre distintos sentimientos; secándose algunas lágrimas en aquellos ojos encantadores, le tendió la mano a Felix, que la besó apasionadamente, y la llamó, por lo que pude distinguir, su dulce árabe. Ella pareció no comprenderle bien, pero sonrió. Él la ayudó a desmontar y, despidiendo al guía, la condujo al interior de la casa. Él y su padre intercambiaron algunas palabras; y la joven extranjera se arrodilló a los pies del anciano, y habría besado su mano, pero él la levantó, y la abrazó cariñosamente.

      Pronto me di cuenta de que aunque la extranjera emitía sonidos articulados, y parecía tener un lenguaje propio, ni los granjeros la entendían ni ella los entendía a ellos. Hacían muchos gestos que yo no entendía, pero vi que su presencia llenaba de alegría toda la casa, disipando la pena como el sol disipa las brumas de la mañana. Felix parecía especialmente feliz, y siempre se dirigía a su árabe con sonrisas radiantes. Agatha, la siempre dulce Agatha, besaba las manos de la encantadora extranjera; y, señalando a su hermano, hacía gestos que querían decir que él había estado triste hasta que ella llegó, o eso me parecía a mí. Transcurrieron así algunas horas; por sus rostros se entendía que estaban contentos, pero yo no comprendía por qué. De repente me di cuenta, por la frecuencia con que la extranjera pronunciaba una palabra ante ellos, que estaba intentando aprender su lengua; y la idea que se me ocurrió instantáneamente fue que yo podría utilizar los mismos métodos para alcanzar el mismo fin. La extranjera aprendió cerca de veinte palabras en la primera lección, la mayoría de ellas, en realidad, eran aquellas que yo ya había aprendido, pero me aproveché de otras.

      Cuando llegó la noche, Agatha y la árabe se retiraron pronto. Cuando se separaron, Felix besó la mano de la extranjera, y dijo: «Buenas noches, dulce Safie». Él se quedó despierto mucho más tiempo, conversando con su padre; y, por la frecuente repetición de su nombre, supuse que su encantadora invitada era el asunto de su conversación. Deseaba ardientemente comprender qué decían, y puse todos mis sentidos en ello, pero me resultó completamente imposible.

      A la mañana siguiente, Felix se fue a trabajar; y, después de que Agatha concluyera sus labores, la árabe se sentó a los pies del anciano y, cogiendo su guitarra, tocó algunas canciones tan encantadoramente hermosas que inmediatamente arrancaron de mis ojos lágrimas de pena y placer. Ella cantaba, y su voz fluía con una dulce cadencia, elevándose o decayendo, como la del ruiseñor en los bosques.

      Cuando terminó, le dio la guitarra a Agatha, que al principio la rechazó. Luego tocó una canción sencilla, y su voz entonó con dulces acentos, pero muy distintos a la maravillosa melodía de la extranjera. El anciano parecía embelesado, y dijo algunas palabras que Agatha intentó explicar a Safie y mediante las cuales deseaba expresar que le había encantado escuchar su canción.

      Los días transcurrían ahora tan apaciblemente como antes, con un único cambio: que la alegría había ocupado el lugar de la tristeza en los rostros de mis amigos. Safie estaba siempre alegre y feliz; ella y yo mejoramos rápidamente en el conocimiento de la lengua, de tal modo que en dos meses comencé a comprender la mayoría de las palabras que pronunciaban mis protectores.

      Mientras tanto, también la tierra negra se cubrió de hierba, y las verdes laderas quedaron salpicadas con innumerables flores, dulces para el olfato y para la vista, estrellas de pálido fulgor en medio de los bosques iluminados por la luna; el sol empezó a calentar más, las noches se hicieron claras y suaves; y mis vagabundeos nocturnos eran un inmenso placer para mí, aunque fueran considerablemente más cortos debido a que la puesta de sol era muy tardía y el sol amanecía muy pronto; porque nunca me aventuré a salir a la luz del día, temeroso de que me dieran el mismo trato que había sufrido antaño en la primera aldea en la que entré.

      Pasaba los días prestando la mayor


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