100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.mientras que yo comprendía y podía imitar casi todas las palabras que se decían.
Mientras mejoraba mi forma de hablar, también aprendí la ciencia de las letras, mientras se las enseñaban a la extranjera; y esto me abrió todo un mundo de maravillas y placeres.
El libro con el cual Felix enseñaba a Safie era Las ruinas de los imperios, de Volney. Yo no habría comprendido en absoluto la intención del libro si no hubiera sido porque, al leerlo, Felix ofrecía explicaciones muy minuciosas. Había escogido esa obra, decía, porque el estilo declamatorio se había elaborado imitando a los autores orientales. A través de esa obra yo obtuve algunos conocimientos someros de historia y una visión general de los diversos imperios que hubo en el mundo; me proporcionó una perspectiva de las costumbres, los gobiernos y las religiones de las distintas naciones de la Tierra. Entonces supe de la indolencia de los asiáticos, del genio insuperable y de la actividad intelectual de los griegos, de las guerras y la maravillosa virtud de los primeros romanos… y de su posterior degeneración, y del declive de aquel poderoso imperio, de la caballería, de la Cristiandad, y de los reyes. Supe del descubrimiento del hemisferio americano, y lloré con Safie por el desventurado destino de sus habitantes indígenas.
Aquellas maravillosas narraciones me inspiraron extraños sentimientos. ¿De verdad era el hombre a un tiempo tan poderoso, tan virtuoso, tan magnánimo y, sin embargo, tan vicioso y ruin? En ocasiones se mostraba como un vástago del mal, y otras veces como poseedor de todo lo que puede concebirse de noble y divino. Ser un hombre grande y virtuoso parecía el honor más alto que pudiera recaer en un ser sensible; ser ruin y vicioso, como ha quedado escrito que fueron tantos hombres, parecía la degradación más ínfima, una condición más abyecta que la de los topos ciegos o los gusanos inmundos. Durante mucho tiempo no pude comprender cómo podía atreverse un hombre a matar a un semejante, ni siquiera por qué eran necesarias las leyes o los gobiernos; pero cuando conocí los detalles de las maldades y los crímenes, ya nada me maravilló, y desprecié todo aquello con asco y repugnancia.
Las conversaciones de los granjeros me descubrían ahora nuevas maravillas. Mientras escuchaba atentamente las lecciones con las que Felix enseñaba a la árabe, fui aprendiendo el extraño sistema de la sociedad humana. Entonces supe del reparto de las riquezas, de las inmensas fortunas y de la extrema pobreza, de las familias, de los linajes y la nobleza de sangre.
Las palabras me inducían a pensar sobre mí mismo. Aprendí que las posesiones más apreciadas por vuestros semejantes eran un linaje elevado e inmaculado, unido a las riquezas. Un hombre podría ganarse el respeto solo con una de esas dos cosas; pero si no contaba al menos con una de ellas, excepto en casos muy raros, se le consideraba un vagabundo y un esclavo, destinado a emplear su vida en provecho de unos pocos escogidos. ¿Y qué era yo? De mi creación y de mi creador yo no sabía absolutamente nada; pero sabía que no tenía ni dinero, ni amigos, ni nada en propiedad. Además, se me había dado una figura espantosamente deforme y repulsiva; ni siquiera tenía la misma naturaleza que el hombre. Yo era más ágil, y podía subsistir con una dieta bastante más escasa; soportaba mejor los calores y los fríos extremados sin que mi cuerpo sufriera tantos daños; y mi estatura era muy superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, no veía ni oía que hubiera nadie como yo. ¿Era entonces un monstruo, un error sobre la Tierra, un ser del que todos los hombres huían y a quien todos los hombres rechazaban?
No puedo explicaros la angustia que aquellas reflexiones me producían; intenté olvidarlas, pero el conocimiento solo logró aumentar mi pesadumbre. ¡Oh…! ¡Ojalá me hubiera quedado para siempre en mi bosque primero, sin saber ni sentir nada más que el hambre, la sed o el calor…!
¡Qué cosa más extraña es el conocimiento! Cuando se ha adquirido, se aferra a la mente como el liquen a la roca. A veces deseaba sacudirme todas las ideas y todos los sentimientos; pero aprendí que solo había un modo de superar la sensación de dolor, y era la muerte… un estado que temía, aunque no lo comprendía. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos, y adoraba las amables costumbres y las encantadoras cualidades de mis granjeros; pero yo quedaba excluido de cualquier relación con ellos, excepto a través de medios que yo me procuraba a hurtadillas, cuando nadie me veía ni sabía de mi existencia, y que, más que satisfacer, aumentaban el deseo que tenía de ser uno más entre mis amigos. Las amables palabras de Agatha y las divertidas sonrisas de la encantadora árabe no eran para mí. Los buenos consejos del anciano y la animada conversación del enamorado Felix no eran para mí. ¡Miserable, infeliz desgraciado…!
Otras lecciones se quedaron grabadas en mí, incluso más profundamente. Conocí la diferencia de los sexos; y cómo nacen y crecen los niños; y cómo el padre disfruta de las sonrisas de su hijo, y de las alegres locuras de los muchachos mayores; y cómo toda la vida y los cuidados de la madre se depositan en esa preciosa obligación; y cómo la mente de la juventud se desarrolla y se adquieren conocimientos; y supe de los hermanos, y las hermanas, y todas las infinitas relaciones que unen a unos seres humanos con otros mediante lazos mutuos.
Pero… ¿dónde estaban mis amigos y mis parientes? Ningún padre había visto mis días de infancia, ninguna madre me había bendecido con sonrisas y caricias; y si existieron, toda mi vida pasada no era ya más que una mancha, un vacío oscuro en el cual me resultaba imposible distinguir nada. Desde mi primer recuerdo yo había sido como era en esos momentos, tanto en altura como en proporciones. No había visto a nadie que se me pareciera, ni que quisiera mantener ninguna relación conmigo. ¿Qué era yo? La pregunta surgía una y otra vez, y solo podía contestarla con lamentos.
Luego explicaré adónde me condujeron esas ideas; pero permitidme ahora regresar a los granjeros, cuya historia encendió en mí sentimientos encontrados de indignación, placer y asombro, pero todos terminaron finalmente en más cariño y respeto hacia mis protectores… porque así me gustaba llamarlos, engañándome a mí mismo de un modo inocente y casi doloroso.
CAPÍTULO 5
Transcurrió algún tiempo antes de que conociera la historia de mis amigos. Era tal que no podía dejar de producir una profunda impresión en mi mente, pues desvelaba innumerables circunstancias, todas especialmente interesantes y maravillosas para alguien tan absolutamente ignorante como yo.
El nombre del anciano era De Lacey. Provenía de una buena familia de Francia, donde había vivido durante muchos años, en la riqueza, respetado por sus superiores y amado por sus iguales. Su hijo fue educado para servir a su país, y Agatha se había relacionado con las damas más distinguidas. Pocos meses antes de mi llegada, habían vivido en una ciudad grande y esplendorosa llamada París, rodeados de amigos y disfrutando de todos los placeres que pueden proporcionar la virtud, el refinamiento intelectual y el gusto, junto a una aceptable fortuna.
El padre de Safie había sido la causa de su ruina. Era un mercader turco y había vivido en París durante mucho tiempo, cuando, por alguna razón que no pude comprender, se granjeó el odio de los gobernantes. Lo detuvieron y lo metieron en la cárcel el mismo día en que Safie llegaba de Constantinopla para reunirse con él. Fue juzgado y condenado a muerte. La injusticia de aquella sentencia era de todo punto evidente. Todo París estaba indignado, y se consideró que habían sido su religión y su riqueza, y en absoluto el crimen del que se le acusó, las razones de su condena. Felix estuvo presente en el juicio; no pudo controlar su espanto e indignación cuando oyó la decisión del tribunal. En aquel momento hizo una promesa solemne de liberarlo y luego se ocupó de buscar los medios para conseguirlo. Después de muchos intentos infructuosos para conseguir acceder a la prisión, descubrió una ventana sólidamente enrejada en una parte poco vigilada del edificio, desde la cual se veía la mazmorra del desafortunado mahometano, el cual, cargado de cadenas, aguardaba desesperado la ejecución de aquella bárbara sentencia. Felix acudió a la ventana enrejada por la noche y le hizo saber al prisionero sus intenciones de liberarlo. El turco, asombrado y esperanzado, intentó encender aún más el celo de su liberador con promesas de recompensas y riquezas. Felix rechazó sus ofertas con desprecio. Sin embargo, cuando vio a la encantadora Safie, a la que le habían permitido visitar a su padre y quien, por sus gestos, le demostraba su más viva gratitud, el joven tuvo que admitir que el cautivo poseía un tesoro que realmente podría recompensar el esfuerzo y el peligro que iba a correr.
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