100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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la destrucción, y luego sentarme y disfrutar de aquel desastre.

      Pero aquella fue una cascada de sensaciones que no podía durar. Acabé agotado por el exceso de ejercicio físico y me derrumbé en la hierba húmeda, con la impotencia de la desesperación. Entre los miles y miles de hombres, no había ni uno que sintiera compasión por mí o quisiera ayudarme… ¿acaso debía yo tener alguna piedad para con mis enemigos? ¡No! Desde aquel momento le declaré guerra eterna a la humanidad y, sobre todo, a aquel que me había creado y que me había arrojado a aquella insoportable humillación.

      Salió el sol. Oí las voces de los hombres y supe que era imposible regresar a mi escondrijo durante el día; de modo que me oculté en la espesura del bosque, y decidí dedicar las horas siguientes a reflexionar sobre mi situación. Los rayos de sol y el aire puro del día me devolvieron en parte la calma; y cuando consideré lo que había ocurrido en la granja, no pude evitar creer que me había precipitado un tanto en mis conclusiones. Desde luego, había actuado imprudentemente. Era evidente que mi conversación había emocionado al padre y que me había comportado como un necio al mostrar mi figura y aterrorizar a sus hijos. Debería haber familiarizado al viejo De Lacey conmigo y, poco a poco, haberme ido mostrando al resto de la familia cuando hubieran estado preparados para soportar mi presencia. Pero no pensé que mis errores fueran irreparables; y, después de pensarlo mucho, decidí regresar a la casa, buscar al anciano y, con mis ruegos y súplicas, ganarlo para mi causa.

      Aquellos pensamientos me tranquilizaron y, por la tarde, me sumí en un profundo sueño; pero la fiebre de mi sangre no me permitió gozar de un descanso apacible. La horrible escena del día anterior constantemente pasaba ante mis ojos: las mujeres huían y el furioso Felix me arrancaba de los pies de su padre. Me desperté exhausto; y descubriendo que ya era de noche, me arrastré fuera de mi escondrijo y fui a buscar comida.

      CAPÍTULO 8

      Cuando aplaqué mi hambre, dirigí mis pasos hacia el camino bien conocido que conducía a la granja. Todo estaba en paz. Me arrastré hasta mi cobertizo y permanecí allí, en silenciosa espera, hasta la hora en que la familia solía levantarse. La hora pasó, y el sol ya estaba muy alto en el cielo, pero los granjeros no aparecían. Temblé violentamente, sospechando alguna horrible desgracia. El interior de la casa estaba oscuro y no se oía movimiento alguno. No puedo describir la angustia que sentí en aquellos momentos.

      Entonces, dos campesinos pasaron por allí; pero, deteniéndose cerca de la casa, comenzaron a hablar, gesticulando mucho. No entendí lo que dijeron, porque su lengua era distinta a la de mis protectores. De todos modos, poco después, Felix apareció con otro hombre. Me sorprendió, porque yo sabía que él no había salido de la casa aquella mañana, y esperé con inquietud para descubrir, por sus palabras, el significado de aquellos extraños sucesos.

      —¿Se da cuenta usted de que va a pagar tres meses de renta —le dijo el hombre que iba con él— y que perderá lo que dé el huerto? No quiero aprovecharme injustamente de usted, así que le ruego que se tome algunos días para pensar bien su decisión…

      —Es completamente inútil —contestó Felix—, no podremos volver jamás a esta casa. La vida de mi padre está en gravísimo peligro debido a la horrorosa circunstancia que le he contado. Mi mujer y mi hermana nunca olvidarán ese espanto. Le ruego que no insista. Aquí tiene usted su propiedad, y permita que me vaya inmediatamente de este lugar.

      Felix temblaba horrorosamente mientras decía aquello. Él y su acompañante entraron en la casa, en la cual permanecieron algunos minutos, y luego se despidieron. Nunca volví a ver a nadie de la familia De Lacey.

      Permanecí en mi cobertizo durante el resto del día, en un estado de inconcebible y estúpida desesperación. Mis protectores se habían ido y habían roto el único lazo que me unía al mundo. Por primera vez, los sentimientos de venganza y odio embargaron mi pecho, y no me esforcé en controlarlos; al contrario, dejándome arrastrar por la corriente, dejé que mi pensamiento se inclinara hacia la violencia y la muerte. Cuando pensaba en mis amigos… en la amable voz de De Lacey, en los encantadores ojos de Agatha, y en la exquisita belleza de la árabe, aquellos pensamientos se desvanecían, y las copiosas lágrimas me calmaban un tanto. Pero, de nuevo, cuando pensaba que me habían rechazado y abandonado, regresaba la furia; y como no podía golpear a ningún ser humano, volvía mi ira contra cualquier objeto inanimado. Cuando se hizo de noche, coloqué mucha leña alrededor de la casa; y, después de haber destruido todos los frutos del huerto, esperé con obligada paciencia hasta que la luna se escondió para comenzar el trabajo. Con la noche adelantada, se levantó un fuerte viento desde el bosque y rápidamente dispersó las nubes que habían cubierto los cielos… Aquel vendaval se hizo más y más violento hasta convertirse en un poderoso huracán y produjo una especie de locura en mi ánimo que rompió todas las ataduras con la razón y la reflexión. Encendí una rama seca de un árbol y dancé con furia alrededor de aquella casa adorada, con los ojos aún clavados en el horizonte de occidente, el lugar por donde la luna iba a ponerse. Parte de su esfera finalmente se ocultó, y yo agité mi rama ardiendo; desapareció la luna, y con un alarido, prendí la paja y el heno seco que había colocado. El viento inflamó el fuego, y la casa inmediatamente quedó envuelta en llamas que la abrazaban y la lamían con sus afiladas y destructivas lenguas. En cuanto estuve seguro de que nada podría salvar ni la más mínima parte de aquella construcción, abandoné el lugar y busqué refugio en el bosque.

      Y ahora, con el mundo ante mí, ¿hacia dónde encaminaría mis pasos? Decidí huir lejos del escenario de mis desgracias. Pero para mí, odiado y despreciado, todos los países iban a ser igual de espantosos. Al final, un pensamiento cruzó mi mente: vos. Por vuestros papeles supe que vos habíais sido mi creador; ¿y a quién podría recurrir con más justicia, sino a quien me había dado la vida? Entre las lecciones que Felix le había enseñado a Safie, no había faltado la geografía. Por eso sabía cómo se encontraban dispuestos los diferentes países del mundo. Vos habíais mencionado Ginebra, el nombre de vuestra ciudad natal, y hacia ese lugar decidí encaminarme.

      Pero… ¿cómo iba a orientarme? Yo sabía que debía viajar en dirección suroeste para alcanzar mi destino, pero el sol era mi único guía. No conocía los nombres de las ciudades por las que tendría que pasar, ni podía pedir información a ningún ser humano. Pero no desesperé. De vos solo podía esperar auxilio, aunque hacia vos no tuviera otro sentimiento que odio. ¡Creador insensible y despiadado…! Me otorgasteis sensaciones y pasiones, y luego me arrojasteis al mundo para desprecio y horror de la humanidad. Pero solo a vos podía dirigir mis súplicas, y solo en vos decidí buscar la justicia que en vano intenté encontrar en cualquier otro ser de apariencia humana.

      Mis viajes fueron penosos, y los sufrimientos que tuve que soportar, amargos. Ya estaba muy adelantado el otoño cuando abandoné la región en la que durante tanto tiempo había vivido. Viajaba solo por la noche, temeroso de encontrarme con algún rostro humano. La naturaleza se marchitó a mi alrededor y el sol ya no calentaba; la lluvia y la nieve me atormentaban continuamente, y no encontraba refugio alguno… ¡Oh, Tierra! ¡Cuán a menudo maldije a quien me dio el ser! La bondad de mi naturaleza había desaparecido, y todo en mi interior se tornó rencor y amargura. Cuanto más me acercaba al lugar donde vos vivíais, más profundamente sentía que el espíritu de la venganza se había convertido en dueño de mi corazón. La nieve cayó a mi alrededor, y las aguas se endurecieron, pero yo no descansé. Algunas señales, aquí y allá, me guiaron en la buena dirección, pero a menudo me desviaba mucho del buen camino. La agonía de mi dolor no me daba descanso. Y nada ocurría de lo que mi rabia y mi desgracia no pudieran extraer su alimento. Pero una circunstancia que aconteció cuando llegué a los confines de Suiza, cuando el sol ya había recuperado parte de su calor y la tierra de nuevo comenzaba a mostrarse verde, confirmó de un modo particular la amargura y el horror de mis sentimientos.

      Generalmente descansaba durante el día y viajaba solo por la noche, cuando estaba seguro de hallarme lejos del alcance de los hombres. Sin embargo, una mañana, descubriendo que mi camino discurría por un bosque profundo, me aventuré a continuar mi viaje después de que ya hubiera amanecido. El día, que era uno de los primeros de la primavera, incluso consiguió animarme con la belleza de los rayos del sol y la dulzura de la brisa. Sentí que revivían en mí


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