100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.a una de esas grietas de hielo y destruyerais mi cuerpo, obra de vuestras propias manos, ni siquiera lo llamaríais asesinato. ¿Debo respetar a un hombre que me condena? Mejor será que convivamos y colaboremos amablemente, y, en vez de daños, derramaría sobre vos todos los beneficios imaginables, con lágrimas de gratitud. Pero eso no puede ser; las emociones humanas son barreras infranqueables para nuestra alianza. Pero no me someteré como un esclavo abyecto. Vengaré mis sufrimientos; si no puedo inspirar amor, causaré terror; y principalmente a vos, mi enemigo supremo, porque sois mi creador, os he jurado odio eterno. Me esforzaré en destruiros, y no daré por terminada mi tarea hasta que arrase vuestro corazón y maldigáis la hora de vuestro nacimiento.
Una ira diabólica animó su rostro cuando dijo aquello; su cara se contraía en muecas demasiado horribles para que un ser humano pudiera tolerarlas; pero inmediatamente se calmó y continuó.
—Intentaba razonar… Esta obsesión me perjudica, porque no comprendéis que solo vos sois la única causa de su fuego. Si alguien fuera capaz de ser bondadoso conmigo, yo devolvería entonces esa bondad doblada cien y cien veces; solo por una criatura así, sería capaz de hacer las paces con toda la humanidad. Pero ahora estoy fantaseando con sueños que nunca podrán cumplirse. Lo que os pido es razonable y justo. Solo exijo una criatura de otro sexo, pero tan espantosa como yo. Es un consuelo pequeño, pero eso es todo lo que puedo recibir, y será suficiente para mí. Es verdad que seremos monstruos y que estaremos apartados del mundo, pero precisamente por eso nos sentiremos más unidos el uno con el otro. No seremos felices, pero no haremos mal a nadie y no sufriremos la desdicha que ahora siento yo. ¡Oh… mi creador! Hacedme feliz; permitidme que sienta gratitud hacia vos por ese único acto de bondad para conmigo. Permitidme comprobar que soy capaz de inspirar la comprensión de otra criatura. No me neguéis esta petición.
Me sentí conmovido. Temblaba cuando pensaba en las posibles consecuencias de aceptar, pero creí que había una parte de justicia en su argumentación. Su relato y los sentimientos que ahora expresaba demostraban que era una criatura de emociones delicadas; y yo, como su hacedor, ¿no debía proporcionarle toda la felicidad que estuviera en mi mano concederle? Él percibió el cambio en mis sentimientos y continuó.
—Si consentís, ni vos ni ninguna criatura humana nos volverá a ver jamás. Me iré a las vastas selvas de América. Mi alimento no es como el de los hombres; yo no mato a un cordero ni a un cabrito para saciar mi apetito. Las bellotas y las bayas me proporcionan suficiente alimentación. Mi compañera será de la misma naturaleza que yo y se contentará con lo mismo. Haremos nuestro lecho con hojas secas; el sol nos iluminará como a todos los hombres y madurará nuestros alimentos. Estáis emocionado. El cuadro que os presento es amable y humano, y debéis sentir que solo os podríais negar haciendo uso de una tiranía y una crueldad caprichosas. Aunque habéis sido despiadado conmigo, veo compasión en vuestros ojos. Permitidme que aproveche este momento favorable y os persuada para que me prometáis lo que tan ardientemente deseo.
—Has prometido que os apartaréis de los lugares donde habitan los hombres —contesté— e iréis a vivir a las selvas desiertas donde las bestias del monte serán vuestra única compañía. ¿Cómo vas a poder mantener esa promesa de exilio, tú, que ansias tanto el cariño y la comprensión del hombre? Volverías, y buscarías su comprensión, y volverías a encontrarte con su desprecio; tus malvadas pasiones se reavivarían, y entonces contarías con una compañera que te ayudaría a cumplir tus deseos de destrucción. Apártate… No puedo aceptar.
El monstruo contestó con vehemencia:
—¡Qué inconstantes son vuestros sentimientos…! Solo hace un momento parecíais conmovido por mis súplicas: ¿por qué volvéis a endureceros ante mis quejas? Os juro, por la tierra que piso, y por vos, que me habéis creado, que con la compañera que me concedáis me alejaré de la presencia de los hombres y viviré, si es necesario, en los lugares más salvajes. Mis malas pasiones desaparecerán, porque habré encontrado la comprensión. Mi vida transcurrirá apaciblemente, alejada de todo, y en el momento de morir no maldeciré a mi hacedor.
Sus palabras tuvieron un extraño efecto en mí. Me compadecí de él y, por un momento, sentí el impulso de consolarlo; pero cuando lo miraba, cuando veía aquella masa inmunda que se movía y hablaba, mi corazón enfermaba y mis sentimientos se transformaban en horror y odio. Intenté sofocar esas emociones. Pensaba que, aunque no pudiera apreciarlo en absoluto, no tenía derecho a negarle la pequeña porción de felicidad que estaba en mi mano poder proporcionarle.
—Juras no hacer daño a nadie —dije—, pero ¿no has demostrado ya tu implacable maldad? ¿No debería desconfiar de ti? ¿No será esto una trampa para engrandecer tu victoria? ¿No estaré proporcionándote más ocasiones para tu venganza?
—¿Cómo…? —exclamó—. Pensaba que os habíais compadecido de mí y, sin embargo, aún os negáis a concederme el único bien que aplacaría mi corazón y me convertiría en un ser inofensivo. Si no tengo relaciones ni afectos, me entregaré al odio y a la maldad. El amor de otro ser destruirá la razón de mis crímenes y me convertiré en algo de cuya existencia nadie sabrá. Mis maldades son hijas de una soledad forzada que aborrezco, y mis virtudes florecerán necesariamente cuando reciba la comprensión de un igual. Sentiría el afecto de un ser vivo y me convertiría en un eslabón en la cadena del ser y de los acontecimientos de los que ahora estoy excluido.
Me detuve algún tiempo a reflexionar en todo lo que había dicho y a meditar los argumentos que había empleado. Pensé en las prometedoras virtudes que había mostrado al principio de su existencia; y en la subsiguiente ruina de todos aquellos amables sentimientos, por culpa del desprecio y el espanto que sus protectores habían manifestado hacia él. En mis cálculos no olvidé ni su fuerza ni sus amenazas: una criatura que podía vivir en las grutas de hielo de los glaciares y podía ocultarse de sus perseguidores en las aristas de precipicios inaccesibles era un ser que poseía facultades a las que era imposible hacer frente. Después de una larga pausa para meditar, concluí que la justicia debida tanto a él como a mis semejantes me obligaba a acceder a sus peticiones. Así pues, volviéndome hacia él, le dije:
—Accedo a tu petición, con la siguiente condición: que me prometas solemnemente que abandonarás Europa, y cualquier otro lugar donde haya seres humanos, tan pronto como ponga en tus manos la hembra que te acompañará en tu exilio.
—¡Lo juro —gritó—, por el sol y por los cielos azules del Paraíso, que mientras existan jamás volveréis a verme! Marchad, entonces, a vuestra casa y comenzad los trabajos. Observaré vuestros avances con incontenible ansiedad, y, descuidad, que cuando todo esté preparado, yo apareceré.
Y diciendo aquello, rápidamente se alejó de mí, temeroso quizá de que cambiara de opinión. Le vi descender la montaña más veloz que el vuelo del águila y rápidamente lo perdí de vista entre las ondulaciones del mar de hielo.
Su relato había durado todo el día, y el sol ya estaba sobre la línea del horizonte cuando él partió. Yo sabía que debía comenzar a descender inmediatamente hacia el valle, pues muy pronto me vería envuelto en una completa oscuridad. Pero mi corazón estaba apesadumbrado, y avanzaba con pasos lentos. El esfuerzo de ir serpenteando por los pequeños senderos, y fijando mis pies firmemente mientras avanzaba, me agotaba, absorto como estaba en las emociones que los acontecimientos de aquel día habían despertado en mí. Ya era muy de noche cuando llegué a un lugar de descanso que hay a mitad de camino y me senté junto a la fuente. Las estrellas brillaban de tanto en tanto, a medida que las nubes pasaban por delante de ellas. Los pinos oscuros se elevaban frente a mí, y por todas partes, aquí y allá, los árboles quebrados yacían en tierra; era un paisaje de maravillosa solemnidad que encendió extraños pensamientos en mi interior. Lloré amargamente y, retorciéndome las manos de dolor, exclamé:
—¡Oh, estrellas, y nubes, y viento… todos os burláis de mí! ¡Si realmente tenéis piedad de mí, aplastadme y destruidme! ¡Y si no, alejaos; alejaos y dejadme en la oscuridad!
Eran pensamientos enloquecidos y desesperados, pero no puedo describir hasta qué punto el eterno centellear de las estrellas me abrumaba, y cómo esperaba cada ráfaga de viento como si fuera un espantoso y turbio viento del sur dispuesto a consumirme.