100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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estado angustiada toda la noche, esperando mi regreso.

      Al día siguiente regresamos a Ginebra. La intención de mi padre con aquel viaje había sido distraer mi mente y restaurar mi tranquilidad perdida. Pero la medicina había resultado fatal; e, incapaz de comprender aquella tristeza excesiva que yo parecía estar sufriendo, se apresuró a regresar a casa, esperando que la tranquilidad y la calma de la vida familiar aliviara poco a poco mis sufrimientos, cualquiera que fuera su causa.

      Por mi parte, apenas participé en todos sus preparativos, y el amable cariño de mi amada Elizabeth no servía para arrancarme de las profundidades de mi desesperación. La promesa que le había hecho a aquel demonio pesaba en mi espíritu como las capas de hierro que llevaban los infernales hipócritas de Dante. Todos los placeres de la tierra y del cielo pasaban ante mí como en un sueño, y solo aquel único pensamiento poseía la capacidad para mostrarse como la verdadera realidad de la vida. ¿Es que alguien puede admirarse de que en ocasiones sufriera una especie de locura, o de que viera en torno a mí una multitud de espantosas bestias infligiéndome incesantes heridas que a menudo me hacían proferir gritos y amargos lamentos?

      Sin embargo, poco a poco, aquellos sentimientos se calmaron. Volví a adentrarme en la vida cotidiana, si no con interés, al menos con un tanto de tranquilidad.

      CAPÍTULO 10

      Día tras día, semana tras semana fueron transcurriendo tras mi regreso a Ginebra, y no reuní el valor suficiente para comenzar el trabajo. Temía la venganza del demonio si lo defraudaba, sin embargo, era incapaz de vencer mi repugnancia a emprender la tarea. También descubrí que era incapaz de componer una mujer sin volver a dedicarle muchos meses de estudio y laboriosas pruebas. Había oído que un filósofo inglés había hecho algunos descubrimientos, cuyo conocimiento me sería de mucha utilidad, y en ocasiones pensaba pedirle permiso a mi padre para visitar Inglaterra con esa intención; pero me aferraba a cualquier excusa para retrasarlo y no me decidí a interrumpir mi tranquilidad recuperada. Mi salud, que hasta entonces se había resentido, había mejorado mucho; y, cuando no lo impedía el recuerdo de mi desgraciada promesa, me encontraba bastante animado. Mi padre observó aquel cambio con placer y constantemente buscaba el mejor método para erradicar los restos de la melancolía que de vez en cuando regresaba y me atacaba con su feroz oscuridad, ensombreciendo el anhelado amanecer. En aquellos momentos me refugiaba en la más absoluta soledad: pasaba días enteros en el lago, solo, en un pequeño bote, mirando las nubes y escuchando el murmullo de las olas, en silencio y en completa indiferencia. Pero el aire fresco y el sol brillante con mucha frecuencia conseguían devolverme en alguna medida la compostura; y cuando regresaba, respondía a los saludos de mis amigos con una sonrisa más dispuesta y un espíritu más afectuoso.

      Fue después de volver de una de esas excursiones cuando mi padre, llamándome aparte, se dirigió a mí del siguiente modo:

      —Mi querido hijo, me alegra mucho comprobar que has vuelto a tus antiguos placeres y parece que vuelves a ser tú mismo. Y, sin embargo, aún estás triste y rehúyes nuestra compañía. Durante un tiempo he estado completamente perdido al respecto y no podía ni siquiera imaginar cuál podría ser la causa de esto; pero ayer se me ocurrió una idea, y si está bien fundada, te ruego que me la confirmes. En este punto, la discreción no solo sería completamente inútil, sino que contribuiría a triplicar nuestras tribulaciones.

      Temblé visiblemente cuando terminó aquella introducción, y mi padre continuó:

      —Te confieso, hijo mío, que siempre he considerado el matrimonio con tu prima como el fundamento de nuestra felicidad familiar y el báculo de mi ancianidad. Os conocéis desde que erais muy niños; estudiabais juntos y parecía, por vuestros caracteres y gustos, que estabais hechos el uno para el otro. Pero los hombres a veces estamos tan ciegos… y lo que yo creía que podía ser lo mejor para encauzar mi plan puede haberlo arruinado por completo; tal vez solo la mires como a una hermana, sin que haya en ti ningún deseo de convertirla en tu esposa. Es más, seguro que has encontrado a otra de la que estás enamorado; y, considerando que has comprometido tu honor en el futuro matrimonio con tu prima, ese sentimiento puede causar el punzante dolor que pareces sentir.

      —Querido padre, tranquilízate. Quiero a mi prima de todo corazón y sinceramente. No he conocido a ninguna mujer que me inspirara, como Elizabeth, la admiración y el cariño más profundo. Mis esperanzas y mis perspectivas de futuro se basan enteramente en la expectativa de nuestra unión.

      —Mi querido Victor, la confirmación de tus sentimientos en este asunto me produce una alegría mayor que la que me haya podido proporcionar cualquier otra cosa desde hace mucho tiempo. Si es eso lo que sientes, seremos felices con toda seguridad, por mucho que las circunstancias actuales puedan arrojar alguna tristeza sobre nosotros. Pero es esa tristeza que se ha apoderado con tanta fuerza de tu espíritu la que querría desterrar. Dime, pues, si tienes alguna objeción a una inmediata celebración formal de vuestro matrimonio. Hemos sido muy desdichados, y los recientes acontecimientos nos han arrebatado esa tranquilidad familiar que mis años y mis achaques precisan. Eres joven; sin embargo, disponiendo de una notable fortuna, no creo que un matrimonio temprano pueda interferir en cualquier proyecto futuro que hayas planeado, sea en la universidad o en la administración pública. En cualquier caso, no creas que deseo imponerte la felicidad, o que un retraso por tu parte me causaría ninguna inquietud seria. Interpreta mis palabras con sencillez y respóndeme, te lo ruego, con confianza y sinceridad.

      Escuché a mi padre en silencio y durante unos momentos permanecí sin dar contestación alguna. Rápidamente, le di mil vueltas a una avalancha de pensamientos e intenté llegar a una conclusión. ¡Dios mío…! La idea de una boda inmediata con mi prima me aterrorizaba y me consternaba. Estaba comprometido por una solemne promesa que aún no había cumplido y que no me atrevía a romper; y si lo hacía, ¡cuántos e insospechados sufrimientos podrían desatarse sobre mí y mi adorada familia! ¿Acaso podía celebrar un banquete con aquel peso mortal colgando de mi cuello y arrastrándome por el suelo? Debía cumplir mi compromiso: solo así conseguiría que el monstruo se fuera con su compañera antes de que yo pudiera permitirme disfrutar de un matrimonio en el cual tenía depositadas todas mis esperanzas de paz. Recordé también la necesidad perentoria en que me hallaba, bien de viajar a Inglaterra, bien de entablar una larga correspondencia con los filósofos de ese país, cuyos conocimientos y descubrimientos me resultaban indispensables en semejante empresa. Esta última forma de conseguir la información precisa era lenta y enojosa; además, cualquier cambio me sentaría bien, y estaba encantado con la idea de pasar uno o dos años en otro lugar y con otras ocupaciones, lejos de mi familia; durante ese período de tiempo podría ocurrir algo que me devolviera la paz y la felicidad. Podría cumplir mi promesa y el monstruo podría partir; o tal vez podría acontecer algún accidente que acabara con él y pusiera fin a mi esclavitud para siempre. Aquellos sentimientos dictaron la respuesta que le di a mi padre. Expresé mi deseo de visitar Inglaterra; pero, ocultando las verdaderas razones de aquella petición, disfracé mis intenciones con la máscara de un supuesto deseo de viajar y ver mundo antes de instalarme para siempre entre los muros de mi ciudad natal.

      Presenté mi ruego con toda formalidad, y mi padre muy pronto accedió a mi petición… Creo que no ha habido un padre más indulgente o menos tiránico en el mundo. Nuestro plan se dispuso de inmediato. Viajaría a Estrasburgo, donde me reuniría con Clerval, y luego bajaríamos juntos por el Rin. Pasaríamos algún tiempo, poco, en las ciudades de Holanda, y la mayor parte de nuestro periplo lo pasaríamos en Inglaterra. Regresaríamos por Francia. Se acordó que este viaje duraría dos años.

      Mi padre se contentó con la idea de que me casaría con Elizabeth inmediatamente después de mi regreso a Ginebra.

      —Estos dos años —dijo— pasarán rápidamente, y será el único retraso que se oponga a tu felicidad. Y, en realidad, deseo fervientemente que llegue el tiempo en que todos estemos juntos y que ni las esperanzas ni los temores consigan alterar nuestra tranquilidad familiar.

      —Estoy de acuerdo —contesté—. Para entonces, Elizabeth y yo seremos más maduros, y espero que más felices, de lo que somos en este momento.

      Suspiré, pero mi padre amablemente evitó hacerme ninguna pregunta más respecto a la razón


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