100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.de humor para reír y conversar con extraños, ni compartir sus sentimientos o sus ideas con el buen humor que se espera de un invitado; así pues, le dije a Clerval que deseaba hacer un viaje por Escocia yo solo.
—Disfruta —le dije—; nos volveremos a encontrar aquí. Estaré fuera un mes o dos, pero no te preocupes por mí, te lo ruego; déjame tranquilo y solo durante un tiempo, y cuando regrese, espero traer el corazón aliviado, y más acorde con tu estado de ánimo.
Henry quiso disuadirme, pero al verme tan convencido, dejó de insistir. Me pidió que le escribiese a menudo.
—Preferiría acompañarte en tus excursiones solitarias —dijo—, en vez de quedarme con estos escoceses, a quienes no conozco; pero vete, mi querido amigo, y vuelve para que pueda sentirme como en casa, lo cual me resulta imposible si no estás.
CAPÍTULO 12
Habiéndome despedido de mi amigo, decidí visitar algunos lugares remotos de Escocia y terminar mi trabajo en soledad. No dudaba de que el monstruo me seguía y se me presentaría delante cuando hubiera concluido, para poder recoger a su compañera. Con esa decisión tomada, crucé las tierras altas del norte y elegí una de las islas Orcadas para finalizar mis trabajos. Era un lugar muy apropiado para aquella tarea, porque apenas iba más allá de ser una roca cuyas orillas eran acantilados constantemente batidos por las olas. La tierra era baldía, y apenas proporcionaba pasto para unas cuantas vacas famélicas y un poco de avena para los habitantes, que no eran más de cinco personas, cuyos cuerpos demacrados y esqueléticos daban prueba de su triste destino. Las verduras y el pan, cuando se podían permitir semejantes lujos, e incluso el agua dulce, procedían de tierra firme, que se encontraba a unas cinco millas de distancia. En toda la isla no había más que tres cabañas miserables, y una de ellas estaba vacía cuando llegué. La alquilé. No tenía más que dos habitaciones, y ambas mostraban toda la escasez de la penuria más miserable. La techumbre se había hundido, los muros no estaban enyesados y la puerta bailaba fuera de los goznes. Ordené que la repararan un poco, puse algunos muebles, y me instalé allí… un hecho que sin duda habría provocado alguna sorpresa si no hubiera sido porque todos los sentidos de los campesinos estaban entumecidos por la necesidad y la extrema pobreza. En todo caso, pude vivir sin que nadie me observara ni me molestara, y apenas si me agradecieron la comida y las ropas que les di: hasta ese punto el sufrimiento debilita incluso las emociones más primitivas de los hombres.
En aquel retiro, dediqué las mañanas al trabajo, pero por la tarde, cuando el tiempo me lo permitía, paseaba por la playa pedregosa junto al mar, para contemplar las olas que rugían y rompían a mis pies. Era un paisaje monótono y, sin embargo, siempre cambiante. Pensé en Suiza; era tan distinta a aquel desolado y aterrador lugar. Sus colinas están cubiertas de viñedos y sus granjas salpican aquí y allá los valles. Sus preciosos lagos reflejan un cielo azul y delicado; y cuando los vientos azotan sus tierras, no parece más que el juego de un niño travieso en comparación con los aterradores bramidos del inmenso océano.
De aquel modo distribuía mi tiempo cuando llegué; pero a medida que avanzaba en mi trabajo, este se me hizo cada día más horrible y más detestable. A veces ni siquiera tenía valor para entrar en el laboratorio durante varios días, y en otras ocasiones permanecía allí encerrado día y noche con la única idea de terminarlo de una vez. Verdaderamente, estaba inmerso en una tarea asquerosa. Durante mi primer experimento, una especie de frenesí de entusiasmo me había cegado ante el horror del trabajo que estaba llevando a cabo; mi mente estaba absorta en los resultados de mi labor y mis ojos permanecían cerrados ante lo horroroso de mi proceder. Pero ahora lo estaba haciendo a sangre fría, y mi corazón a menudo enfermaba ante lo que estaban haciendo mis manos.
En aquella situación, entregado al trabajo más detestable, en una soledad donde nada podía reclamar mi atención, aparte de lo que me traía entre manos, mis nervios comenzaron a resentirse. Siempre estaba inquieto y atemorizado. A cada paso temía encontrarme con aquel ser que me acosaba. Algunas veces me quedaba quieto con los ojos clavados en el suelo, temiendo levantarlos, no fuera a encontrarme con aquello que tanto me aterrorizaba tener que ver. Temía alejarme de mis semejantes, no fuera a ser que cuando estuviera solo, viniera a exigirme a su compañera. Mientras tanto, seguía trabajando, y mi trabajo ya estaba considerablemente adelantado. Observaba con placer la idea de darlo por terminado, sin embargo, la liberación de aquella maldición que estaba sufriendo era una alegría en la que nunca me atreví a confiar del todo.
Una tarde estaba sentado en mi taller; el sol ya se había puesto y la luna estaba saliendo en ese momento tras el mar. No tenía luz suficiente para trabajar, y me senté allí sin hacer nada, preguntándome si debería dejar la tarea por aquella noche o apresurarme a terminarlo sin cejar en ello ni un instante. Mientras permanecía allí, la concatenación de ideas me condujo a considerar las consecuencias de lo que estaba haciendo. Tres años antes, me había enfrascado del mismo modo y había creado un monstruo cuya violencia inconcebible había destruido mi corazón y lo había anegado para siempre con los remordimientos más amargos. Y ahora estaba a punto de crear otro ser cuyo carácter también desconocía por completo. Aquella cosa podría ser diez mil veces más perversa y malvada que su compañero y podría deleitarse en el asesinato y en la villanía. Él me había jurado que se apartaría de los hombres y que se ocultaría en los desiertos, pero ella no; y ella, que se convertiría probablemente en un animal pensante y racional, podría negarse a cumplir un pacto acordado antes de su creación. Puede que incluso se odiaran. La criatura que ya vivía aborrecía su propia deformidad, ¿acaso no experimentaría un aborrecimiento aún mayor cuando la viera reflejada ante sus ojos en forma de una hembra? También puede que ella le volviera la espalda ante la belleza superior del hombre. Puede que se apartara de él, y así volvería a estar solo, y enloquecería ante la nueva provocación de verse despreciado por uno de su propia especie.
Aunque ellos abandonaran realmente Europa y fueran a vivir a los desiertos del nuevo mundo, tendrían la intención de engendrar hijos y así se propagaría sobre la tierra una raza de demonios cuya figura y mente sumiría al hombre en el terror. ¿Es que tenía yo algún derecho, solo por mi propio beneficio, a infligir esta maldición a las generaciones futuras? Me había dejado convencer por los sofismas del ser que había creado; me había dejado convencer por sus diabólicas amenazas; y ahora, por vez primera, el horror de mi promesa se presentó claramente ante mí. Me recorrió un escalofrío al pensar que los siglos futuros me maldecirían como si fuera la peste, y dirían que, por egoísmo, no había dudado en comprar mi propia tranquilidad a un precio que tal vez ponía en peligro la pervivencia de la especie humana. Temblé, y se me paralizó el corazón cuando levanté la mirada y vi al demonio junto a la ventana, iluminado por la luz de la luna. Una mueca fantasmal le retorcía los labios mientras miraba hacia donde yo me encontraba. Sí, me había seguido en mis viajes; se había detenido en los bosques, se había escondido en las cuevas o se había refugiado en los vastos páramos desiertos; y ahora venía a ver mis adelantos y exigía el cumplimiento de mi promesa. Cuando lo miré, su rostro pareció expresar la más inconcebible maldad y traición. Pensé con una sensación de locura en mi promesa de crear otro ser como él y, temblando de ira, hice pedazos la cosa en la que estaba trabajando. El monstruo me vio destruir la criatura en la cual había fundado la felicidad de su futura existencia y, con un alarido de diabólica desesperación y venganza, se alejó.
Salí de la habitación y, cerrando la puerta, me juré de todo corazón no volver jamás a emprender aquellos trabajos; y luego, con pasos temblorosos, busqué mi alcoba. Estaba solo. No había nadie cerca de mí para disipar la tristeza y consolarme ante aquellas terribles pesadillas. Transcurrieron varias horas, y permanecí junto a la ventana observando el mar. Casi estaba inmóvil, porque los vientos guardaban silencio, y toda la naturaleza descansaba bajo la mirada de la luna callada. Solo algunos barcos de pesca moteaban el agua, y aquí y allá una dulce brisa traía los ecos de las voces cuando los pescadores se llamaban unos a otros. Sentía el silencio, aunque apenas era consciente de su asombrosa profundidad, hasta que de repente llegó a mis oídos el chapoteo de unos remos cerca de la orilla, y una persona saltó a tierra cerca de mi casa. Pocos minutos después oí el chirrido de mi puerta, como si alguien estuviera intentando abrirla muy despacio. Estaba temblando de la cabeza a los pies. Tuve el presentimiento de quién podía ser y pensé en avisar a