100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.—Ya sé que la comprensión de un extraño no es de mucha ayuda para una persona como usted, abatido por una tragedia tan extraña… Pero espero que pronto abandone este desgraciado lugar… porque, sin duda, se podrán encontrar fácilmente pruebas que permitan liberarlo de los cargos criminales que se le imputan…
—Eso es lo último que me preocupa… Debido a una sucesión de extraños acontecimientos, me he convertido en el más desgraciado de los mortales. Perseguido y atormentado como estoy, y como he estado… ¿puede la muerte hacerme algún daño?
—En efecto, nada puede ser más desagradable y triste que las extrañas circunstancias que han ocurrido últimamente. Por alguna sorprendente casualidad, usted fue arrojado a nuestras playas, bien conocidas por su hospitalidad. Fue apresado inmediatamente y acusado de asesinato, y lo primero que se le presentó a sus ojos fue el cuerpo de su amigo asesinado de ese modo atroz, y que algún malvado colocó, como si dijéramos… en su camino.
Mientras el señor Kirwin decía esto, a pesar de la agitación que sufría con el relato de mis sufrimientos, también me sorprendió considerablemente el conocimiento que parecía tener respecto a mí. Imagino que mi rostro no dejó de mostrar cierto asombro, porque el señor Kirwin se apresuró a decir:
—No fue hasta un día o dos después de su enfermedad cuando pensé que debía examinar sus ropas, para descubrir alguna pista que me permitiera enviar a sus familiares una nota en la que explicara su desgracia y su enfermedad. Encontré varias cartas, entre otras, una que, por su encabezamiento, enseguida comprendí que sería de su padre. Inmediatamente le escribí a Ginebra. Han pasado casi dos meses desde que envié la carta. Pero… está usted enfermo… está usted temblando… Parece usted indispuesto para tolerar cualquier emoción…
—No saber lo que ha ocurrido es mil veces peor que el acontecimiento más horrible. Dígame qué nueva escena de muerte ha tenido lugar y a qué muerto debo llorar.
—Su familia se encuentra toda perfectamente bien —dijo el señor Kirwin con amabilidad—, y alguno, alguien que le quiere, va a venir a visitarle.
No sé qué asociación de ideas se produjo en mi mente, pero instantáneamente se me pasó por la cabeza que el monstruo había venido a burlarse de mi desgracia y a reírse de mí por la muerte de Clerval, como una nueva forma de instigarme a cumplir sus diabólicos deseos. Me cubrí los ojos con las manos y grité de angustia…
—¡Oh, lléveselo…! ¡No puedo verlo! ¡Por el amor de Dios, no le deje entrar…!
El señor Kirwin me miró con gesto contrariado. No pudo evitar pensar que mi exclamación podía entenderse como una confirmación de mi culpabilidad, y dijo en un tono bastante severo:
—Hubiera creído, joven, que la presencia de su padre sería bienvenida, en vez de producirle una aversión tan violenta.
—Mi padre… —dije, mientras cada rasgo y cada músculo de mi cuerpo pasaba de la angustia a la alegría—. ¿De verdad ha venido mi padre? ¡Mi buen padre, mi buen padre…! Pero… ¿dónde está? ¿Por qué no se apresura a venir…?
El cambio de mi comportamiento sorprendió y agradó al magistrado; quizá pensó que mi anterior exclamación era una momentánea recaída en el delirio. Y entonces, inmediatamente, volvió a su antigua benevolencia. Se levantó y abandonó la celda con la enfermera, y un instante después, entró mi padre.
En aquel momento, nada podría haberme alegrado tanto como la presencia de mi padre. Le tendí y le estreché la mano y exclamé:
—Entonces… ¿estás bien…? ¿Y Elizabeth…? ¿Y Ernest?
Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos estaban bien y diciéndome que no le había dicho a mi prima que yo estaba encarcelado; simplemente le había mencionado que estaba enfermo.
—¡En qué lugar estás, hijo mío…! —añadió, observando lúgubremente las ventanas enrejadas y el miserable aspecto de la celda—. Viajabas para buscar la felicidad, pero la fatalidad parece perseguirte a ti… y al pobre Clerval.
El nombre de mi desafortunado amigo asesinado me causó una agitación demasiado grande como para que mi debilidad pudiera soportarlo. Prorrumpí en llanto.
—Dios mío… sí, padre mío —dije—, algún espantoso destino pende sobre mí, y al parecer debo vivir para cumplirlo; de otro modo, habría muerto sobre el ataúd de Henry.
CAPÍTULO 15
No se nos permitió conversar durante mucho tiempo, dado que el precario estado de mi salud exigía tomar todas las precauciones necesarias que pudieran asegurar mi tranquilidad. El señor Kirwin entró e insistió en que mis fuerzas no deberían agotarse en demasiadas emociones. Pero la presencia de mi padre era para mí como la de un ángel bueno, y poco a poco recobré la salud. A medida que la enfermedad me abandonaba, me iba invadiendo una melancolía negra y lúgubre que nada podía disipar. Siempre tenía delante la imagen fantasmal de Clerval asesinado. En más de una ocasión, el nerviosismo al que me conducían aquellos recuerdos hizo temer a mis amigos que podría sufrir una peligrosa recaída.
¡Dios mío! ¿Por qué se empeñaron en conservar una vida tan mísera y detestable? Fue seguramente para que yo pudiera cumplir mi destino, del cual estoy ya tan cerca. Pronto, oh, muy pronto, la muerte acallará estos latidos de mi corazón y me liberará de esta pesada carga de angustia que me hunde en el cieno; y, cuando se haya ejecutado la sentencia de la justicia, yo también podré entregarme al descanso. En aquel entonces la presencia de la muerte aún me resultaba distante, aunque el deseo de morir siempre estaba presente en mis pensamientos; y a menudo permanecía durante horas enteras sin moverme y sin hablar, deseando que alguna descomunal catástrofe pudiera acabar conmigo y, en semejante destrucción, arrastrara también a la causa de mis desdichas.
Las sesiones judiciales de la región se aproximaban. Ya llevaba tres meses en prisión; y, aunque aún estaba débil y corría un permanente peligro de recaída, me obligaron a viajar casi cien millas hasta la capital del condado, donde tenía la sede el tribunal. El señor Kirwin se encargó de reunir con mucho cuidado a todos los testigos y organizar mi defensa. Me evitaron la vergüenza de aparecer públicamente como un criminal, puesto que el caso no se presentó ante el tribunal que decide la pena de muerte. El gran jurado rechazó la acusación pues quedó probado que yo me encontraba en las islas Orcadas a la hora en que se descubrió el cuerpo de mi amigo. Y solo quince días después de mi traslado, me sacaron de prisión. Mi padre se emocionó mucho al verme absuelto de los humillantes cargos de asesinato y al comprobar que nuevamente se me permitía respirar el aire puro y regresar a mi país natal. Yo no compartía aquellos sentimientos, porque para mí los muros de una mazmorra o los de un palacio eran igualmente odiosos. El cáliz de la vida estaba envenenado para siempre; y aunque el sol brillaba sobre mí, y sobre aquellos de corazón alegre y feliz, yo no veía a mi alrededor más que una densa y aterradora oscuridad que ningún resplandor podía penetrar, salvo la luz de dos ojos clavados sobre mí… A veces eran los alegres ojos de Henry, languideciendo en la muerte, con las negras pupilas casi cubiertas por los párpados y las largas pestañas que los ribeteaban. En otras ocasiones eran los ojos turbios y acuosos del monstruo, tal y como lo vi por vez primera en mis aposentos de Ingolstadt.
Mi padre intentó despertar en mí sentimientos de afecto. Hablaba de Ginebra, a la que pronto volveríamos… de Elizabeth, de Ernest. Pero sus palabras solo conseguían arrancarme profundos suspiros. Algunas veces, en realidad, tenía deseos de ser feliz, de volver junto a mi adorada prima y regresar al lago azul que me había sido tan querido desde mis primeros años; pero el estado habitual de mis emociones era la apatía, para la cual una prisión es lo mismo que un palacio en el paisaje más hermoso que pueda pintar la naturaleza; y semejante estado a menudo se veía interrumpido por ataques de angustia y desesperación. En esos momentos, a menudo intenté poner fin a la existencia que detestaba, y ello hizo precisas una constante atención y vigilancia, para impedir que cometiera algún horrible acto de violencia. Recuerdo que, cuando me sacaron de la prisión, oí a un hombre decir: «Puede que sea inocente de asesinato, pero lo que es seguro