100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.de Elizabeth… mi amor… mi esposa… Solo unos instantes antes estaba viva… mi querida… mi preciosa… La habían cambiado de postura y ya no se encontraba como yo la había visto; y ahora, tal y como estaba tendida, con la cabeza sobre un brazo y un pañuelo cubriéndole el rostro y el cuello, podría haber pensado que estaba dormida. Corrí hacia ella y la abracé con locura, pero la mortal frialdad de su cuerpo me recordó que lo que estaba sosteniendo en mis brazos ya había dejado de ser la Elizabeth que yo había amado y adorado; la marca de las garras asesinas de aquel demonio aún permanecían en el cuello, y sus labios ya no tenían aliento.
Mientras aún la tenía en mis brazos, en la agonía de la desesperación, se me ocurrió levantar la mirada. La alcoba había quedado casi a oscuras, y sentí una especie de terror pánico al ver cómo la pálida luz de la luna iluminaba la habitación. Los postigos se habían abierto y, con una sensación de horror que no se puede describir, vi por la ventana abierta aquella figura odiosa y aborrecible. Había una sonrisa burlona en el rostro del monstruo; parecía reírse de mí mientras, con su diabólico dedo, señalaba el cadáver de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, sacando la pistola de mi pecho, disparé… pero consiguió esquivarme, huyó de un salto y, corriendo a la velocidad de un rayo, se arrojó al lago. Al oír el estallido de la pistola, muchas personas acudieron a la habitación. Les indiqué por dónde había huido, y lo perseguimos con barcos y redes, pero todo fue en vano; y, tras pasar varias horas en su busca, regresamos desesperanzados; la mayoría de los que me acompañaban creyeron que aquella figura solo había sido fruto de mi imaginación. De todos modos, después de regresar a tierra, comenzaron a buscar por el campo, y se formaron distintas partidas que se dispersaron en diferentes direcciones por los bosques y los viñedos. Yo no los acompañé.
Estaba agotado; un velo me nublaba la vista; y mi piel ardía con el calor de la fiebre. En aquel estado me tumbé en una cama, apenas consciente de lo que había ocurrido, y mis ojos vagaron por la habitación como si estuvieran buscando algo que hubiera perdido. Al final pensé que mi padre esperaría con ansiedad mi regreso y el de Elizabeth, y que regresaría yo solo. Aquella reflexión hizo brotar las lágrimas en mis ojos, y lloré durante mucho tiempo. Pensé en mis desgracias y en su causa, y me vi envuelto en una nube de estupefacción y horror. La muerte de William, la ejecución de Justine, el asesinato de Clerval y, ahora, el de mi esposa… en aquel momento ni siquiera podía saber si la familia que aún me quedaba estaría a salvo de la maldad de aquel engendro; mi padre podía estarse debatiendo en aquel momento bajo la garra asesina, y Ernest podría estar muerto a sus pies. Aquellas ideas me hicieron sentir escalofríos y me devolvieron a la realidad. Me levanté de inmediato y decidí regresar a Ginebra tan deprisa como me fuera posible. No había caballos de los que pudiera disponer, y tuve que volver por el lago; pero el viento era desfavorable y la lluvia caía torrencialmente. De todos modos, apenas había amanecido y seguramente podría llegar a casa al anochecer. Contraté a unos cuantos hombres para remar, y yo mismo cogí un remo, porque el ejercicio físico siempre ha producido en mí cierto alivio de los sufrimientos emocionales. Pero el insoportable dolor que sentía y la terrible agitación que sufría me imposibilitaron cualquier esfuerzo. Dejé caer el remo y, sujetándome la cabeza entre las manos, me abandoné a todas las siniestras ideas que quisieron asaltarme. Si levantaba la mirada, veía paisajes que me resultaban familiares, de mis tiempos felices y que había estado contemplando solo un día antes, en compañía de aquella que ahora no era más que una sombra y un recuerdo. Las lágrimas anegaron mis ojos. Miré el lago, la lluvia había cesado un momento, y vi cómo los peces jugaban en las aguas, del mismo modo que los había visto solo unas horas antes… Elizabeth los había estado viendo. Nada es tan doloroso para la mente humana como un cambio violento y repentino. El sol podía brillar, o las nubes podían cubrir el cielo… nada sería ya como el día anterior. Un ser diabólico me había arrebatado de un zarpazo toda esperanza de felicidad futura. Ninguna criatura había sido jamás tan desgraciada como yo; y unos sucesos tan espantosos eran absolutamente insólitos en este mundo.
Pero… ¿por qué tendría que recrearme en los sucesos que siguieron a esta insoportable tragedia? La mía ha sido una historia de horror. Ya he alcanzado el punto culminante; y lo que puedo relatar de aquí en adelante puede resultarle tedioso, ahora que ya he narrado cómo aquellos a quienes quería me fueron arrebatados uno tras otro, y yo quedé hundido en la desolación más profunda. Estoy muy cansado, y solo puedo describir en pocas palabras lo que queda de mi espantosa historia.
Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún estaban vivos, pero el primero fue incapaz de soportar las dolorosísimas noticias que yo les llevaba. Puedo verlo ahora… era un anciano venerable y maravilloso. Su mirada se perdió en el vacío, porque había perdido a la persona que era su razón de vivir y su alegría: su sobrina, que era más que una hija para él, a la cual había entregado todo el cariño de un hombre que, en el ocaso de su vida, y teniendo pocas personas queridas, se aferra con más fervor a aquellas que aún le quedan. Maldito, maldito sea el demonio que derramó el dolor sobre sus canas y lo condenó a terminar sus días sumido en la desdicha. No pudo vivir rodeado de los espantos que se habían acumulado a su alrededor. Sufrió un ataque de apoplejía y, pocos días después, murió en mis brazos.
¿Qué fue entonces de mí? No lo sé. Era incapaz de sentir nada, y las únicas cosas que podía ver eran cadenas y oscuridad. En realidad, algunas veces soñaba que paseaba con los amigos de mi juventud por prados llenos de flores y encantadores valles; pero me despertaba y me encontraba en una mazmorra. Después me invadió la melancolía, pero poco a poco fui obteniendo una idea clara de mis desdichas y mi situación, y entonces me sacaron de allí. Porque me habían dado por loco; y durante muchos meses, como supe después, había estado ocupando una celda solitaria. Pero la libertad hubiera sido una concesión inútil para mí si al mismo tiempo que despertaba a la razón no hubiera despertado a la venganza. Al tiempo que el recuerdo de mis pasados infortunios me angustiaba, comencé a pensar en su causa… el monstruo que yo había creado, el miserable demonio que yo había arrojado al mundo para mi propia destrucción. Me invadía una furia enloquecida cuando pensaba en él… y deseaba y rogaba ardientemente poder atraparlo para poder desatar un feroz e imborrable rencor sobre su maldita cabeza.
Desde luego, mi odio no pudo reducirse durante mucho tiempo a un deseo inútil; comencé a pensar en cuáles podrían ser los mejores medios para cazarlo; y con ese propósito, aproximadamente un mes después de que me soltaran, acudí a un juez de lo criminal de la ciudad y le dije que tenía una acusación que hacer, que yo conocía al asesino de mi familia y que le pedía que ejerciera toda su autoridad para aprehender al asesino.
El magistrado me escuchó con atención y amabilidad.
—Puede estar seguro, señor —dijo—: por mi parte no se ha reparado en esfuerzos, ni se reparará en medios, para descubrir a ese malvado.
—Gracias —contesté—; escuche, pues, la declaración que tengo que hacer. En realidad es un relato tan extraño que me temo que usted no me creería si no fuera porque hay algo en la verdad que, aunque resulte asombrosa, siempre convence de su realidad. La historia está demasiado bien trenzada como para confundirla con un sueño, y yo no tengo ningún motivo para mentir.
Mis gestos, mientras decía aquello, eran vehementes pero tranquilos; había tomado la decisión íntima de perseguir a mi enemigo hasta la muerte; y aquel propósito aplacaba mi angustia y, al menos provisionalmente, me reconciliaba con la vida. En aquel momento relaté mi historia brevemente, pero con firmeza y precisión, señalando fechas con seguridad y sin dejarme arrastrar por invectivas o exclamaciones. Al principio el magistrado parecía absolutamente incrédulo, pero a medida que avanzaba mi relato, se mostró más atento e interesado. Algunas veces le vi estremecerse de horror; y otras, una absoluta sorpresa sin mezcla de incredulidad se pintaba en su rostro. Cuando hube concluido mi narración, dije:
—Ese es el ser al que acuso y al que le pido que detenga y castigue con toda su fuerza. Ese es su deber como magistrado, y creo y espero que sus sentimientos como ser humano no le permitan desertar de esas funciones en esta ocasión.
Aquella petición produjo un notable cambio en la fisonomía de mi interlocutor. Había escuchado mi historia con aquella especie de credulidad a medias que se le concede a los cuentos de espíritus y fantasmas;