100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.pero la criatura de la que usted me habla parece tener poderes capaces de desafiar todos mis esfuerzos. ¿Quién puede perseguir a un animal que puede cruzar el mar de hielo y vivir en grutas y cuevas donde ningún hombre se aventuraría a entrar? Además, han transcurrido ya algunos meses desde que se cometieron los crímenes y nadie puede ni siquiera imaginar adónde puede haber ido o en qué lugares vivirá ahora.
—No tengo la menor duda —contesté— de que anda rondando cerca de donde yo vivo. Y si en efecto se hubiera refugiado en los Alpes, podrían cazarlo como a una gamuza y abatirlo como a una bestia de presa. Pero ya sé lo que está pensando: no da crédito a mi relato, y no tiene ninguna intención de perseguir a mi enemigo y castigarlo como merece.
Mientras hablaba, la ira centelleaba en mis ojos. El magistrado se arredró:
—Está usted equivocado —dijo—; lo intentaré; y si está en mi poder atrapar al monstruo, puede estar seguro usted de que recibirá el castigo que merecen sus crímenes. Pero me temo que será imposible, por lo que usted mismo ha descrito a propósito de sus características; y, mientras se toman todas las medidas pertinentes, debería usted intentar prepararse para el fracaso.
—¡Eso es imposible! —dije furioso—. Pero todo lo que pueda decir no servirá de mucho. Mi venganza no le importa nada a usted; sin embargo, aunque admito que es una obsesión, confieso que es la única pasión que me devora el alma; mi furia es indescriptible cuando pienso que aún existe el asesino a quien yo mismo arrojé a este mundo. Usted rechaza mi justa petición. No tengo más que un camino, y me dedicaré, vivo o muerto, a intentar destruirlo.
Temblé de nerviosismo al decir aquello; había un frenesí en mi conducta y algo, no lo dudo, de aquel orgulloso valor que, según dicen, tenían los mártires de la Antigüedad. Pero para un magistrado ginebrino, cuyo pensamiento se ocupaba en cuestiones muy distintas a la devoción y el heroísmo, aquella grandeza de espíritu se parecía bastante a la locura. Intentó calmarme como una niñera intenta tranquilizar a un niño, y achacó mi relato a los efectos del delirio.
—¡Hombres…! —grité—. ¡Qué ignorantes sois y cuánto os enorgullecéis de vuestra sabiduría! ¡Cállese! ¡No sabe usted lo que dice…!
Salí precipitadamente de la casa y, furioso y enloquecido, me fui a meditar algún otro modo de actuar.
CAPÍTULO 18
En aquel momento, mi situación era tal que todos los pensamientos razonables se consumían y desaparecían. Me veía arrastrado por la ira. Solo la venganza me proporcionaba fuerza y serenidad. Modelaba mis sentimientos y me permitía pensar con frialdad y estar tranquilo en períodos en los que de otro modo el delirio o la muerte se habrían apoderado de mí. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre. Mi país, al que amaba cuando era feliz y querido… ahora, en la adversidad, se convirtió en un lugar odioso. Me hice con una pequeña suma de dinero, junto con algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.
Y entonces comenzó mi peregrinación, que no terminará hasta que muera. He recorrido vastas regiones de la Tierra y he sufrido todas las penurias que suelen afrontar los aventureros en los desiertos y en otros territorios salvajes. Apenas sé cómo he logrado sobrevivir; muchas veces me he derrumbado, con mi cuerpo rendido, sobre la misma tierra, agotado y sin nadie que me socorriera, y he rogado que me llevara la muerte. Pero la venganza me mantenía vivo. No me atrevía a morir y dejar a mi enemigo vivo.
Cuando abandoné Ginebra, mi primera labor fue obtener alguna clave mediante la cual pudiera seguir el rastro de los pasos de mi diabólico enemigo. Pero mi plan no dio resultado; y vagué durante muchas horas por los alrededores de la ciudad, sin saber a ciencia cierta qué camino debería seguir. Al caer la noche, me encontré a la entrada del cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré y me acerqué a las estelas que marcaban sus sepulturas. Todo permanecía en silencio, excepto las hojas de los árboles, que se agitaban suavemente con la brisa. Era casi noche cerrada, y el escenario habría resultado conmovedor y solemne incluso para un observador desinteresado. Me parecía que los espíritus de los que se habían ido vagaban por el aire, a mi alrededor, y proyectaban una sombra que se sentía, pero no se veía, en torno a la cabeza de aquel que los lloraba. El profundo dolor que esta escena me produjo al principio inmediatamente dio paso a la rabia y la desesperación. Ellos estaban muertos, y yo aún vivía. También vivía su asesino y, para destruirlo, yo debía alargar mi agotadora existencia. Me arrodillé en la tierra y con labios temblorosos exclamé:
—Por la tierra sagrada en la que estoy arrodillado, por estas sombras que me rodean, por el profundo y eterno dolor que sufro, ¡lo juro! ¡Y por vos, oh, Noche, y por los espíritus que te pueblan, juro perseguir a ese diabólico ser que causó este sufrimiento, hasta que él o yo perezcamos en combate mortal! Solo con ese propósito conservaré mi vida. Para ejecutar la ansiada venganza, volveré a ver el sol y pisaré la hierba verde de la tierra, que de otro modo apartaría de mi vista para siempre. ¡Y os invoco, espíritus de los muertos, y a vosotros, heraldos etéreos de la venganza, que me ayudéis y me guieis en esta tarea! ¡Que ese maldito monstruo infernal beba hasta las heces el cáliz de la agonía! ¡Que sienta la desesperación que ahora me atormenta a mí!
Yo había comenzado mi juramento con una solemnidad y un temor reverencial que casi me aseguraban que las sombras de mis seres queridos estaban escuchando y aprobaban mi promesa. Pero las furias se apoderaron de mí cuando terminé, y la rabia ahogó mis palabras. En la quietud de la noche, una carcajada ruidosa y diabólica fue la única respuesta que obtuve. Resonó en mis oídos larga y sombríamente; las montañas repitieron su eco, y sentí como si el mismísimo infierno me rodeara, burlándose y riéndose de mí. Seguramente en aquel momento me habría dejado llevar por la locura y habría acabado con mi miserable existencia, pero ya había lanzado mi juramento y mi vida se había consagrado definitivamente a la venganza. La carcajada se fue desvaneciendo y entonces una voz repugnante y bien conocida se dirigió a mí en un audible susurro:
—Me alegro… pobre desgraciado: has decidido vivir, y yo me alegro.
Corrí hacia el lugar de donde procedía la voz, pero el demonio pudo escapar. De repente, el enorme disco lunar se iluminó y brilló sobre su fantasmal y deforme figura, mientras huía a una velocidad sobrehumana.
Lo perseguí; y durante muchos meses esta persecución ha sido mi único objetivo. Guiado por una pista muy leve, lo seguí por los meandros del Ródano, pero todo fue en vano. Llegué al Mediterráneo, y por una extraña casualidad vi cómo el engendro subía una noche a un barco que iba a zarpar hacia el mar Negro y se ocultaba allí. Fui tras él —yo sabía cuál era el barco en el que se había escondido—, pero se me escapó, no sé cómo. En las tierras inexploradas de Tartaria y Rusia, aunque todavía conseguía esquivarme, ya seguía de cerca sus pasos. Algunas veces, los campesinos, aterrorizados por su espantosa figura, me informaban de cuál era su camino; en otras ocasiones y a menudo, él mismo, que temía que si yo le perdía el rastro, podría desesperar y morir, me dejaba algunas señales para guiarme. La nieve cayó sobre mí, y vi la huella de su tremendo pie en las blancas llanuras. Pero usted, que apenas está comenzando su vida, y las preocupaciones son nuevas para usted y la angustia, desconocida, ¿cómo puede comprender lo que he sentido y lo que aún siento? El frío, las necesidades y el cansancio fueron los males menores que tuve que soportar. Me maldijo algún demonio y tengo que sufrir en mi pecho un infierno eterno. Sin embargo, aún un espíritu bueno me seguía y guiaba mis pasos, y cuando más lamentaba mi suerte, repentinamente me salvaba de lo que me parecían dificultades insalvables. En ocasiones, cuando mi cuerpo, abrumado por el hambre, se desplomaba en el agotamiento, encontraba una comida reparadora en el desierto, que me devolvía las fuerzas y me animaba. La comida era tosca, como la que suelen comer los campesinos de aquellas regiones; pero yo no dudaba que aquello lo habían dispuesto los espíritus que yo había invocado para que me ayudaran. A menudo, cuando todo estaba seco, y no había nubes en el cielo, y me abrasaba la sed, unas nubecillas aparecían el firmamento y dejaban caer algunas gotas de lluvia que me reanimaban, y luego se desvanecían.
Cuando me era posible, seguía los cursos de los ríos; pero el monstruo principalmente los evitaba, porque es en esos lugares donde generalmente