100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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usted abandonar su propósito, pero el mío me lo asignó el Cielo, y no puedo hacerlo. Estoy muy débil, pero seguramente los espíritus que me ayudan en mi venganza me concederán la fuerza suficiente…»

      Y al decir eso, intentó levantarse de la cama, pero el esfuerzo fue demasiado para él; se derrumbó hacia atrás y perdió la consciencia. Transcurrió mucho tiempo antes de que se recobrara; a menudo pensaba que la vida le había abandonado por completo. Al final abrió los ojos, pero respiraba con dificultad y era incapaz de hablar. El doctor le dio una medicina reconstituyente y nos ordenó que no lo molestáramos. Entonces me dijo que con toda seguridad a mi amigo no le quedaban muchas horas de vida.

      Así se pronunció su sentencia, y yo solo podía lamentarlo y resignarme. Me senté junto a su cama, velándolo… Tenía los ojos cerrados, y yo creí que dormía. Pero entonces me llamó con un débil susurro y, rogándome que me acercara, me dijo: «¡Dios mío…! Las fuerzas en que confiaba me han abandonado; sé que voy a morir pronto, y él, mi enemigo y mi acosador, aún puede estar con vida. No crea, Walton, que en los últimos instantes de mi existencia siento aquel odio feroz y aquel ardiente deseo de venganza que un día le conté; pero tengo derecho a desear la muerte del monstruo. Durante estos últimos días he estado examinando mi conducta en el pasado… y no creo que sea culpable. En un ataque de apasionada locura creé una criatura racional y me vi obligado a proporcionarle, en lo que me fuera posible, felicidad y bienestar. Ese era mi deber, pero había un deber aún mayor que ese. Mis obligaciones respecto a mis semejantes tenían más fuerza porque de ellas dependían a su vez la felicidad o la desgracia para muchos otros. Apremiado por esta perspectiva, me negué, e hice bien en negarme, a crear una compañera para la primera criatura. Él demostró una maldad insólita. Acabó con mis seres queridos… se consagró a la destrucción de seres que gozaban de una sensibilidad, una alegría y una sabiduría maravillosas. Y no sé dónde puede acabar esa sed de venganza. Miserable como es, para que no pueda hacer desgraciados a otros, debe morir. La tarea de su destrucción me correspondía a mí, pero he fracasado. En cierta ocasión, cuando actuaba por egoísmo y por ansias de venganza, le pedí que completara mi trabajo inacabado; y ahora renuevo mi petición, cuando solo me veo inducido a ello por la razón y la virtud.

      »Sin embargo, no le puedo pedir que renuncie a su país y a sus seres queridos para llevar a cabo esta tarea. Y ahora que usted va a regresar a Inglaterra, tendrá pocas posibilidades de encontrarse con él. Pero le dejo a usted la consideración de esos detalles y la tarea de evaluar lo que usted puede estimar como sus verdaderos deberes. Mi razón y mis ideas ya no están claros por la cercanía de la muerte. No me atrevo a pedirle que haga lo que yo creo que es correcto, porque aún puedo estar perturbado por la pasión.

      »Me enloquece pensar que él pudiera seguir viviendo para ser instrumento del mal, y más en esta hora, cuando de un momento a otro espero mi liberación, la única hora de felicidad que he gozado desde hace tantos años. Ya puedo ver las imágenes de mis seres queridos muertos a mi alrededor, y deseo apresurarme a abrazarlos. Adiós, Walton. Busque la felicidad en la tranquilidad y evite la ambición, aunque sea la ambición aparentemente inocente de sobresalir en las ciencias y los descubrimientos. Pero… ¿por qué digo eso? Yo mismo he fracasado en semejantes esperanzas, pero quizá otro pueda tener éxito…»

      Su voz se debilitó aún más; y, exhausto por aquel esfuerzo, se sumió en el más profundo silencio. Alrededor de media hora después intentó hablar de nuevo, pero no pudo; apretó mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron mientras una amable sonrisa se dibujó en sus labios.

      Margaret… ¿qué puedo decir? ¿Puedo hacer algún comentario acerca de este hombre asombroso? ¡Dios mío! Todo lo que puedo decir sería inapropiado y vulgar. Las lágrimas corren por mi rostro. Pero ya viajo hacia Inglaterra, y quizá allí encuentre algún consuelo.

      Me interrumpen. ¿Qué significan esos ruidos? Es medianoche, la brisa sopla suavemente, y el vigía del puente apenas se mueve. Otra vez he vuelto a oír ese ruido… y procede del camarote donde aún permanecen los restos mortales de Frankenstein. Debo levantarme e ir a ver qué ocurre. Buenas noches, hermana mía.

      ¡Dios mío! ¡No sabes lo que acaba de ocurrir! Aún estoy aturdido ante el recuerdo de lo que he visto. Apenas sé si tendré fuerzas para contártelo con precisión; sin embargo, lo intentaré, porque el relato que he transcrito hasta aquí estaría incompleto sin este episodio final y asombroso.

      Entré en el camarote donde yacían los restos de mi desdichado huésped. Sobre él se inclinaba una figura para cuya descripción no tengo palabras… de una estatura gigantesca, pero desproporcionado y deforme. Como estaba inclinado hacia el ataúd, su rostro permanecía oculto por largos mechones de pelo desgreñado; pero su mano extendida parecía como la de las momias, porque no sé de otra cosa que pueda parecérsele en color y textura. Cuando escuchó un ruido y me vio entrar, interrumpió sus exclamaciones de dolor y se apartó hacia la ventana. Jamás vi una cosa tan espantosa como su rostro, tan asquerosa y tan aterradora. Cerré los ojos involuntariamente mientras le gritaba que se quedara quieto. Se detuvo. Mirándome con asombro y volviéndose luego hacia la figura exánime de su creador, pareció olvidar mi presencia, aunque todos sus movimientos y sus gestos parecían movidos por la ira más violenta. «Esta es también mi víctima», exclamó. «Con su asesinato culmino mis crímenes. ¡Oh, Frankenstein…! ¡Ser generoso y abnegado…! ¿Me atreveré a pediros que me perdonéis? Yo, que os maté porque maté a aquellos que vos más queríais… ¡Oh, ha muerto y no puede responderme…!»

      Su voz pareció ahogada; y mi primer impulso, que había sido obedecer la petición de mi amigo moribundo y acabar con su enemigo, ahora parecía atenazado por una mezcla de curiosidad y compasión. Me aproximé a él, aunque no me atrevía a mirarlo: había algo demasiado aterrador y sobrehumano en su horrenda fealdad. Intenté decir algo, pero las palabras murieron en mis labios. El monstruo continuó culpándose y reprochándose locuras e incoherencias. Al final, dije: «De nada sirve ya tu arrepentimiento. Si hubieras sentido la punzada de los remordimientos antes de haber llevado tu diabólica venganza hasta este extremo, Frankenstein aún estaría vivo.»

      «¿Es que piensa que yo era insensible a la angustia y a los remordimientos?», dijo aquel ser demoníaco. «Él», añadió, señalando el cadáver, «él no ha sufrido más en la consumación de los hechos que yo en su ejecución. Un espantoso egoísmo me animaba, al tiempo que mi corazón sufría la más dolorosa angustia. ¿Acaso cree que los gemidos de Clerval eran música para mis oídos? Mi corazón estaba hecho para el amor y la comprensión; y, cuando las desgracias me empujaron hacia la maldad y el odio, no soporté la violencia del cambio sin un sufrimiento tal que usted sería incapaz de imaginar. Cuando murió Clerval, regresé a Suiza, con el corazón destrozado y vencido. Sentía compasión por Frankenstein y por sus amargos sufrimientos; mi piedad se tornó en horror; me aborrecía a mí mismo. Pero cuando vi que de nuevo se atrevía a tener esperanzas de felicidad… que mientras amontonaba desdichas y desesperación sobre mí, buscaba su propia alegría en los amables sentimientos y las pasiones que a mí me estaban absolutamente vedados, de nuevo me asaltó la indignación y la sed de venganza. Recordé mi amenaza y decidí ejecutarla. Y cuando ella murió… no, en aquel momento no lo lamenté… abandoné cualquier sentimiento y cualquier angustia. Disfruté enloquecidamente en mi absoluta desesperación; y habiendo llegado tan lejos, decidí concluir mi diabólico plan. Y ya ha concluido. He aquí mi última víctima».

      Me conmovieron los lamentos por sus desdichas, pero recordé lo que Frankenstein me había dicho a propósito de su elocuencia y su capacidad de persuasión; y, cuando de nuevo volví la mirada a los restos de mi amigo, mi indignación se encendió: «¡Miserable!», grité. «¡Muy bien: así que vienes aquí a lloriquear sobre las desgracias que has causado…! Arrojas una antorcha en medio de una aldea, y cuando ha quedado destruida, te sientas en mitad de las ruinas y lamentas que se hayan quemado… ¡Maldito hipócrita! Si el hombre por quien gimoteas aún viviera, lo seguirías acosando y persiguiendo con tu maldita sed de venganza. No es compasión lo que sientes… ¡solo es la pena porque se ha terminado tu excusa para causar el mal!»

      «No es eso…», dijo el engendro demoníaco, «y sin embargo, tal debe de ser la impresión que usted tenga de mí,


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