100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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donde estaban las vacas y caballos.

      La tía Em dejó su trabajo para salir a la puerta, desde donde vio con una sola ojeada el peligro que corrían.

      —¡Aprisa, Dorothy! —chilló—. ¡Corre al sótano!

      Toto saltó de entre los brazos de la niña para ir a esconderse bajo la cama, y Dorothy se dispuso a seguirlo, mientras que la tía Em, profundamente atemorizada, abría la puerta trampa y descendía al oscuro refugio bajo el piso. Al fin logró Dorothy atrapar a Toto y se volvió para seguir a su tía; pero cuando se hallaba a mitad de camino arreció de pronto el vendaval y la casa se sacudió con tal violencia que la niña perdió el equilibrio y tuvo que sentarse en el suelo.

      Entonces ocurrió algo muy extraño. La vivienda giró sobre sí misma dos o tres veces y empezó a elevarse con lentitud hacia el cielo. A Dorothy le pareció como si estuviera ascendiendo en un globo.

      Los vientos del norte y del sur se encontraron donde se hallaba la casa, formando allí el centro exacto del ciclón. En el vórtice o centro del ciclón, el aire suele quedar en calma, pero la gran presión del viento sobre los cuatro costados de la cabaña la fue elevando cada vez más, y en lo alto permaneció, siendo arrastrada a enorme distancia y con tanta facilidad como si fuera una pluma.

      Reinaba una oscuridad muy densa y el viento rugía horriblemente en los alrededores, pero Dorothy descubrió que la vivienda se movía con suavidad. Luego de las primeras vueltas vertiginosas, y después de una oportunidad en que la casa se inclinó bastante, tuvo la misma impresión que debe sentir un bebé al ser acunado.

      A Toto no le gustaba todo aquello y corría de un lado a otro de la habitación, ladrando sin cesar; pero Dorothy quedóse quieta en el piso, aguardando para ver qué iba a suceder.

      En una oportunidad el perrillo se acercó demasiado a la puerta abierta del sótano y cayó por ella. Al principio pensó la niña que lo había perdido; pero a poco vio una de sus orejas que asomaba por el hueco, y era que la fuerte presión del huracán lo mantenía en el aire, de modo que no podía caer. La niña se arrastró hasta el agujero, atrapó a Toto por la oreja y lo arrastró de nuevo a la habitación después de cerrar la puerta trampa a fin de que no se repitiera el accidente.

      Poco a poco fueron pasando las horas y Dorothy se repuso gradualmente del susto; pero se sentía muy solitaria, y el viento aullaba a su alrededor con tanta fuerza que la niña estuvo a punto de ensordecer. Al principio habíase preguntado si se haría pedazos cuando la casa volviera a caer; mas a medida que transcurrían las horas sin que sucediera nada terrible, dejó de preocuparse y decidió esperar con calma para ver qué le depararía el futuro. Al fin se arrastró hacia la cama y se acostó en ella, mientras que Toto la imitaba e iba a tenderse a su lado.

      A pesar del balanceo de la cabaña y de los aullidos del viento, la niña terminó cerrando los ojos y se quedó profunda mente dormida.

      CAPÍTULO 2

      LA CONFERENCIA CON LOS MUNCHKINS

      A Dorothy la despertó una sacudida tan fuerte y repentina que si no hubiera estado tendida en la cama podría haberse hecho daño. Así y todo, el golpe le hizo contener el aliento y preguntarse qué habría sucedido, mientras que Toto, por su parte, le pasó el hocico sobre la cara y lanzó un lastimero gemido. Al sentarse en el lecho, la niña notó que la casa ya no se movía; además, ya no estaba oscuro, pues la radiante luz del sol penetraba por la ventana, inundando la habitación con sus áureos resplandores. Saltó del lecho y, con Toto pegado a sus talones, corrió a abrir la puerta.

      En seguida lanzó una exclamación de asombro al mirar a su alrededor, mientras que sus ojos se agrandaban cada vez más ante la vista maravillosa que se le ofrecía.

      El ciclón había depositado la casa con bastante suavidad en medio de una región de extraordinaria hermosura. Por doquier veíase el terreno cubierto de un césped del color de la esmeralda, y en los alrededores se elevaban majestuosos árboles cargados de sabrosos frutos maduros. Abundaban extraordinariamente las flores multicolores, y entre los árboles y arbustos revoloteaban aves de raros y brillantes plumajes. A cierta distancia corría un arroyuelo de aguas resplandecientes que acariciaban al pasar las verdosas orillas, susurrando en su marcha con un son cantarino que resultó una delicia para la niña procedente de las áridas planicies de Kansas.

      Mientras observaba entusiasmada aquel extraño y maravilloso espectáculo, notó que avanzaba hacia ella un grupo de las personas más raras que viera en su vida. No eran tan grandes como los adultos a los que conocía, pero tampoco eran muy pequeñas. En verdad, parecían tener la misma estatura de Dorothy, que era bastante alta para su edad, aunque, a juzgar por su aspecto, le llevaban muchos años de ventaja.

      Eran tres hombres y una mujer, todos vestidos de manera muy extraña. Estaban tocados de unos sombreros cónicos de unos treinta centímetros de altura en la copa, adornados por campanillas que tintineaban suavemente con cada uno de sus movimientos. Los de los hombres eran azules, y blanco el de la mujercita, quien lucía una especie de vestido también blanco que pendía en pliegues desde sus hombros casi hasta el suelo y estaba salpicado de estrellitas que el sol hacía brillar como diamantes. Los hombres vestían de azul claro y calzaban bien lustradas botas negras con adornos del mismo tono de sus ropas. Al observarlos, Dorothy calculó que eran casi tan viejos como su tío Henry, pues dos de ellos tenían barba. Pero la mujercita era sin duda mucho mayor; tenía el rostro cubierto de arrugas y el cabello casi blanco; además, caminaba con el paso propio de las personas de edad avanzada.

      Cuando llegaron cerca de la casa a cuya puerta se hallaba parada la niña, se detuvieron y hablaron por lo bajo, como si no se atrevieran a seguir avanzando. Pero la viejecita llegó hasta Dorothy, hizo una profunda reverencia y dijo con voz muy dulce:

      —Noble hechicera, bienvenida seas a la tierra de los Munchkins. Te estamos profundamente agradecidos por haber matado a la Maligna Bruja del Oriente y liberado así a nuestro pueblo de sus cadenas.

      Dorothy la escuchó con gran extrañeza. ¿Por qué la llamaría hechicera, y qué quería significar al decir que había matado a la Maligna Bruja del Oriente? Ella era una niñita inocente e inofensiva a la que el ciclón había alejado de su hogar, y jamás en su vida mató a nadie.

      Mas era evidente que la mujercita esperaba una respuesta, de modo que la pequeña contestó tras cierta vacilación:

      —Es usted muy amable, pero debe tratarse de un error. Yo no he matado a nadie.

      —Bueno, al menos lo hizo tu casa —rio la viejecita—, lo cual viene a ser lo mismo. Fíjate —continuó indicando una esquina de la vivienda—, allí se ven sus pies que sobresalen por debajo de una de las tablas.

      Al mirar hacia el lugar indicado, Dorothy dejó escapar un gritito de miedo. En efecto, precisamente debajo del rincón de la casa, veíase asomar dos pies calzados con puntudos zapatos de plata.

      —¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó la niña con gran desazón—. Le debe haber caído encima la casa. ¿Qué haremos ahora?

      —Nada se puede hacer —fue la tranquila respuesta de la ancianita.

      —¿Pero quién era? —quiso saber Dorothy.

      —La Maligna Bruja del Oriente, como ya te dije. La que tenía esclavizados a los Munchkins desde hacía años, obligándolos a trabajar para ella noche y día. Ahora se han liberado, y te agradecen el favor.

      —¿Quiénes son los Munchkins? —preguntó Dorothy.

      —La gente que vive en esta tierra del Oriente, donde mandaba la Bruja Maligna.

      —¿Y usted es una Munchkins?

      —No, pero soy amiga de ellos, aunque vivo en las tierras del Norte. Cuando vieron que la Bruja del Oriente estaba muerta, los Munchkins me enviaron un mensajero a toda prisa y vine al instante. Yo soy la Bruja del Norte.

      —¡Cielos! —exclamó Dorothy—. ¿Una bruja verdadera?

      —En efecto —respondió la ancianita—. Pero soy una bruja buena


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