100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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y, con temblorosa ansiedad, evité cualquier encuentro con mis semejantes. Entonces, la luna, que hasta entonces había estado clara, se cubrió repentinamente con una espesa nube, y aproveché el momento de oscuridad para arrojar la cesta al mar. Escuché el burbujeo mientras se hundía y luego me aparté de aquel lugar. El cielo se había nublado; pero el aire era puro, aunque venía helado por la brisa del noreste que se estaba levantando. Pero me reanimó y me imbuyó de sensaciones tan agradables que decidí prolongar mi estancia en el agua y, fijando el timón, me tumbé en el fondo de la barca. Las nubes ocultaron la luna, todo estaba oscuro, y solo podía oír el sonido del barco cuando la quilla cortaba las olas. Aquel sonido me arrullaba y poco después me quedé profundamente dormido.

      Yo no sé cuánto tiempo permanecí en esa situación, pero cuando me desperté, descubrí que el sol ya estaba muy alto. Se había desatado un fuerte viento y las olas constantemente amenazaban la seguridad de mi pequeño bote. Comprobé que el viento era del noreste y que debía de haberme alejado bastante de la costa en la que había embarcado. Intenté variar el rumbo, pero de inmediato supe que si volvía a intentarlo de nuevo, el barco se llenaría de agua al momento. En semejante situación, mi única solución era navegar a favor del viento. Confieso que sentí un poco de miedo. No llevaba brújula y estaba muy poco familiarizado con la geografía de aquella parte del mundo, así que el sol era lo único que podía ayudarme. El viento podría arrastrarme al Atlántico abierto y sucumbir a todas las penalidades de la inanición… o podrían tragarme las aguas insondables que rugían y se levantaban amenazantes a mi alrededor. Ya llevaba muchas horas en el bote y comenzaba a sentir las punzadas de una sed ardiente… un preludio de mayores sufrimientos. Miré a los cielos, que aparecían cubiertos con nubes que volaban con el viento solo para ser reemplazadas por otras. Observé el mar. Iba a ser mi tumba.

      —¡Maldito demonio! —exclamé—. ¡Tu deseo se ha cumplido!

      Pensé en Elizabeth, en mi padre, y en Clerval… y me sumí en una ensoñación tan desesperada y aterradora que incluso ahora, cuando el mundo está a punto de cerrarse ante mí para siempre, tiemblo al recordarla.

      Así transcurrieron algunas horas. Pero poco a poco, a medida que el sol iba descendiendo hacia el horizonte, el viento se fue transformando en una ligera brisa, y el mar se vio libre de grandes olas; pero aquello dio paso a una fuerte marejada; me sentí enfermo y apenas capaz de sostener el timón, cuando de repente vi el perfil de tierra firme hacia el sur. Casi agotado por el cansancio y el sufrimiento, aquella repentina esperanza de vivir me embargó el corazón como una cálida alegría, y mis ojos derramaron abundantes lágrimas. ¡Qué mudables son nuestros sentimientos, y cuán extraño es ese apego tenaz que tenemos a la vida incluso cuando estamos sufriendo horriblemente! Preparé otra vela con parte de mi indumentaria e intenté poner rumbo a tierra con ansiedad. La orilla tenía un aspecto rocoso, pero a medida que me fui aproximando más, vi claramente señales de cultivos. Vi algunos barcos cerca de la orilla y de repente me vi transportado de nuevo junto a la civilización humana. Recorrí con inquietud las formas del terreno y descubrí con alegría un campanario, el cual vi elevarse a lo lejos, tras un pequeño promontorio. Como me encontraba en un estado de extrema debilidad después de tanto esfuerzo, decidí dirigirme directamente hacia la ciudad, porque sería el lugar donde podría procurarme algún alimento más fácilmente. Por fortuna, llevaba dinero.

      Al rodear el promontorio, descubrí un pequeño pueblecito, y un puerto en el que entré, con el corazón rebosante de alegría ante mi inesperada salvación.

      Mientras yo estaba ocupado amarrando el barco y arriando las velas, varias personas se congregaron en el lugar. Parecían muy sorprendidas ante mi aparición, pero, en vez de ofrecerme su ayuda, susurraban y hacían gestos que en cualquier otro momento podrían haberme producido una leve sensación de alarma. Pero en tales circunstancias, simplemente observé que hablaban inglés y, por tanto, me dirigí a ellos:

      —Amigos míos —dije—, ¿serían tan amables de decirme cómo se llama este pueblo… y dónde estoy?

      —Pronto lo sabrá —contestó un hombre bruscamente—. Puede que haya llegado a un lugar que al final no le guste mucho. Pero no le van a preguntar dónde le apetece alojarse, se lo aseguro.

      Yo estaba extraordinariamente sorprendido al recibir una respuesta tan desapacible por parte de un extraño, y también me quedé perplejo al ver los rostros ceñudos y enojados de las personas que lo acompañaban.

      —¿Por qué me contesta con tanta brusquedad? —repliqué—. Desde luego, no es costumbre de los ingleses recibir a los extranjeros de un modo tan poco amistoso.

      —No sé cuáles son las costumbres de los ingleses —dijo aquel hombre—, pero la costumbre de los irlandeses es detestar a los criminales.

      Mientras se desarrollaba aquel extraño diálogo, me di cuenta de que rápidamente aumentaba el número de personas congregadas. Sus rostros expresaban una mezcla de curiosidad y enfado que me molestaba y en cierta medida me asustaba. Pregunté por dónde se iba a la posada, pero nadie me contestó. Entonces di un paso adelante, y un murmullo se elevó entre la gente mientras me seguían y me rodeaban… y entonces un hombre de aspecto desagradable, adelantándose, me dio unas palmadas en el hombro y me dijo:

      —Vamos, señor, sígame a casa del señor Kirwin; tendrá que darle explicaciones.

      —¿Quién es el señor Kirwin? —dije—. ¿Y por qué tengo que darle explicaciones? ¿Acaso no es este un país libre?

      —Claro, señor —contestó el hombre—, lo suficientemente libre para la gente honrada. El señor Kirwin es el magistrado, y usted debe dar cuenta de la muerte de un caballero que apareció asesinado aquí la pasada noche.

      Aquella respuesta me asombró, pero inmediatamente me recobré. Yo era inocente, y podía probarlo fácilmente. Así pues, seguí a aquel hombre en silencio y me condujo a una de las mejores casas del pueblo. Estaba a punto de sucumbir al cansancio y al hambre; pero, estando rodeado por una multitud, pensé que lo mejor sería hacer acopio de todas mis fuerzas, no fuera que tomaran mi debilidad física como prueba de mi temor o mi culpabilidad. Poco podía imaginar la calamidad que pocos instantes después se iba a abatir sobre mí, ahogando en horror y desesperación todo temor a la ignominia y a la muerte. Debo detenerme aquí, porque preciso toda mi fortaleza para traer a mi memoria las horrorosas imágenes de los acontecimientos que voy a relatar con todo detalle.

      CAPÍTULO 14

      Inmediatamente me condujeron ante el magistrado, un hombre anciano y benévolo de gestos tranquilos y afables. De todos modos, me observó detenidamente con cierta severidad; y luego, dirigiéndose a las personas que me habían llevado hasta allí, preguntó quiénes habían sido testigos en aquella ocasión. Alrededor de una docena de hombres dieron un paso al frente; y cuando el magistrado señaló a uno, este dijo que había estado toda la noche anterior pescando con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, y que entonces, hacia las nueve de la noche, vieron que se levantaba una fuerte marejada del norte, y que, por tanto, pusieron rumbo a puerto. Era una noche muy oscura, porque no había luna; no atracaron en el puerto, sino, como era su costumbre, en una cala que se encontraba unas dos millas más abajo. Él se adelantó llevando parte de los aparejos de pesca, y sus compañeros le seguían a cierta distancia. Mientras iba caminando por la arena, tropezó con algo y cayó en tierra todo lo largo que era; sus compañeros fueron a ayudarle y a la luz de los faroles descubrieron que se había caído sobre el cuerpo de un hombre que, según todas las apariencias, estaba muerto.

      Su primera suposición fue que se trataba del cadáver de alguna persona que se había ahogado y que había sido arrojado a la orilla por las olas. Pero, después de examinarlo, descubrieron que las ropas no estaban mojadas y que el cuerpo ni siquiera estaba frío todavía. Enseguida lo llevaron a casa de una anciana que vivía cerca del lugar e intentaron, en vano, devolverle la vida. Parecía un joven apuesto, de unos veinte años de edad. Al parecer había sido estrangulado, porque no había señales de violencia, excepto la marca negra de unos dedos en su cuello.

      La primera parte de aquella declaración no tenía el menor interés para mí; pero cuando se mencionó la marca de los dedos, recordé el


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