David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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que era, y ella entonces tocó una campanilla y ordenó:

      -William, conduce a este caballero al comedor.

      Al oír esto, un camarero que salía corriendo del lado opuesto del patio me miró y pareció muy sorprendido al ver que sólo se trataba de mí.

      El comedor era una habitación enorme, rodeada de mapas. Dudo que me hubiera sentido más confuso si los mapas hubieran sido verdaderos países extranjeros donde hubiera caído de improviso. Me parecía que era un atrevimiento enorme el de sentarme allí, con la gorra en la mano, en el borde de la silla más cercana a la puerta. Y cuando el camarero extendió un mantel para mí y puso el salero encima, sentí que me ponía rojo de vergüenza.

      Después trajo unas fuentes con chuletas y legumbres. Pero colocaba las cosas de un modo tan brusco, que yo estaba asustado y con temor de haberle ofendido. Me tranquilicé mucho cuando, poniendo una silla para mí delante de la mesa, me dijo cordialmente:

      -Vamos, gigante, siéntate.

      Le di las gracias y me senté; pero me parecía dificilísimo manejar el cuchillo y el tenedor con algo de soltura y no mancharme con la salsa mientras él continuara enfrente sin dejar de mirarme y haciéndome ruborizar de la manera más horrible cada vez que mis ojos se encontraban con los suyos. Cuando me vio empezar la segunda chuleta me dijo:

      -Le traigo media pinta de cerveza; ¿la quiere usted ahora?

      Le di las gracias y le dije que sí.

      Entonces me la sirvió en un vaso y la acercó a la luz para enseñarme el hermoso color que tenía.

      -¡Pardiez! -dijo-, es buena cantidad.

      -Sí es buena cantidad -le contesté con una sonrisa, pues estaba encantado de verle tan amable. Tenía los ojos muy brillantes, las mejillas muy coloradas y los cabellos tiesos. Y en aquel momento, con un puño en la cadera y en la otra mano el vaso lleno de cerveza, tenía un aspecto de lo más campechano.

      -Ayer llegó aquí un caballero -dijo-, un caballero muy grueso, que se llamaba Topsawyer; quizá le conoce usted.

      -No, no creo…

      -Llevaba pantalones cortos, polainas y sombrero de ala ancha, un traje gris y tapabocas -dijo el camarero.

      -No —dije confuso-, no tengo ese gusto…

      -Pues vino aquí -continuó el mozo mirando la luz a través del vaso- y pidió un vaso de esta misma cerveza y se empeñó en beberla. Yo le dije que no debía hacerlo; pero se la bebió y cayó muerto instantáneamente. Era demasiado fuerte para él. No debían volver a servirla.

      Me impresionó muchísimo aquel triste accidente, y dije que en vez de cerveza pensaba tomar un poco de agua.

      -Pero lo malo -dijo el camarero, mirando todavía la luz a través del líquido y guiñándome un ojo- es que los amos se disgustan si se dejan las cosas después de pedidas. Se ofenden. Lo que sí se puede hacer, si le parece bien, es que yo me la beba; estoy acostumbrado, y la costumbre es todo. No creo que pueda hacerme daño, sobre todo si echo bien la cabeza hacia atrás y la bebo deprisa. ¿Quiere usted?

      Le contesté que lo agradecería; pero sólo en el caso de que pudiera hacerlo sin el menor peligro; de no ser así, de ninguna manera. Cuando le vi echar la cabeza hacia atrás y beberla deprisa, confieso que sentí un miedo horrible de verlo caer muerto como a míster Topsawyer. Pero no le hizo daño; por el contrario, hasta me pareció que le sentaba bien.

      -¿,Qué estábamos comiendo? -dijo después, metiendo un tenedor en mi plato- ¡Ah! ¿Chuletas?

      -Sí, chuletas —dije.

      -¡Dios me bendiga! -exclamó-. No sabía que fueran chuletas. Precisamente es lo único para evitar los malos efectos de esta cerveza. ¡Cuánta suerte tenemos!

      Con una mano me cogió una chuleta, con la otra, una patata, y lo comió con el mayor apetito. Yo estaba radiante. Después cogió otra chuleta y otra patata; después otra patata y otra chuleta. Cuando terminó, me trajo un pudding, y sentándose enfrente de mí rumió algo entre dientes, como si estuviera pensando en otra cosa durante unos minutos.

      -Qué, ¿cómo está ese bizcocho? —dijo de pronto.

      -Es un pudding -le contesté.

      -¡Pudding! -exclamó-. ¡Dios me bendiga! ¿De verdad es pudding? ¡Cómo! -dijo mirándolo más de cerca—. ¿Pero no será un pudding de frutas?

      -Sí, precisamente.

      -Es que el pudding de frutas -dijo cogiendo una gran cuchara- es lo que más me gusta. ¿No es una suerte? Vamos, pequeño, ¡a ver cuál de los dos lo come más deprisa!

      Como es natural, él era quien comía más deprisa. De vez en cuando me animaba para que intentara adelantarle; pero no había competencia posible entre su cucharón de servir y mi cucharilla de café, entre su agilidad y la mía, entre su apetito y el mío; tanto es así, que desde el primer momento perdí las esperanzas de ganarle. Pienso que nunca he visto a nadie saborear un pudding de aquel modo, y después de terminar, todavía se reía como si lo estuviera saboreando.

      Le encontré tan amable que me atreví a pedirle pluma, tinta y papel para escribir a Peggotty. No sólo me lo trajo al momento, sino que estuvo mirando por encima do mi hombro mientras escribía la carta. Cuando terminé me preguntó que a qué escuela me mandaban. Yo dije:

      -A una cerca de Londres —que era lo que sabía.

      -¡Oh, Dios mío! -exclamó mirándome con compasión-. ¡Cuánto lo siento!

      -¿Por qué? -le pregunté.

      -Porque -dijo moviendo la cabeza- esa es la escuela donde han roto a un muchacho dos costillas, a un niño. Tendría, vamos a ver.. ¿Cuántos años tienes?

      Le dije que ocho y medio.

      -¡Precisamente su edad! -dijo-. Ocho años y seis meses tenía cuando le rompieron la primera costilla, y ocho años y ocho meses cuando le rompieron la segunda, y murió a consecuencia de ello.

      No pude disimular ante mí mismo ni ante el camarero la impresión que me hacía aquella desgraciada coincidencia, y pregunté cómo había sucedido. Su contestación no fue para animarme, pues consistió en estas terribles palabras:

      -De una paliza.

      El ruido de la diligencia en el patio fue una distracción oportuna, que me hizo preguntar algo confuso y en un tono entre orgulloso y desafiante, si le debía algo.

      -Un pliego de papel -me contestó—. ¿Has comprado alguna vez papel de cartas?

      No recordaba haberlo comprado nunca.

      -Es raro -dijo- a causa de los derechos. Tres peniques. Es la tarifa en esta región. Y no creo que lo tenga nadie, excepto el camarero. La tinta no se cuenta; soy yo quien pierde en ello.

      -¿Y qué sería… . cuánto sería… , cuánto daré… , cuánto será razonable para pagar al camarero? Dígame -balbucí enrojeciendo.

      -Si no tuviera una familia y esta familia no estuviera ahora enferma -dijo el camarero- no aceptaría seis peniques. Si no tuviera que sostener a una madre anciana y a una encantadora hermanita (al llegar aquí pareció muy conmovido), no aceptaría ni un cuarto de penique. Si tuviera un buen sueldo y me trataran bien, sería yo el que de buena gana ofrecería algo en lugar de aceptarlo. Pero vivo de los desperdicios y duermo en la carbonera… (Al llegar a esto el camarero se deshizo en lágrimas.)

      Me conmovieron mucho sus desgracias y sentí que una propina menor de nueve peniques demostraría un corazón muy duro. Así es que le di uno de mis relucientes chelines. Lo recibió con muchas bendiciones, y un momento después lo hacía sonar con la uña, para estar seguro de que no era malo.

      Lo que me desconcertó bastante al ir a subirme al coche fue observar que todos suponían que me había comido el almuerzo sin ayuda de nadie. Lo descubrí porque oí a la señora de la ventana, que le decía al cochero: «George, cuida bien de ese niño,


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