David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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su buen humor, no parecía turbado lo más mínimo, y se unía a la admiración general sin la menor vergüenza. Aun no teniendo la menor duda de él, esto podía haberme hecho dudar; pero creo que, con la sencilla confianza de los niños y el natural respeto que se tiene a esa edad por los que son mayores (cualidad que me entristece mucho ver que los niños pierden tan prematuramente), no se me ocurrió sospechar de él ni aun entonces.

      Sin embargo, debo confesar que me molestaba mucho ser el objeto de las bromas entre el cochero y el conductor, y estar oyéndoles, sin poder protestar, decir cosas como que el coche se inclinaba por el peso hacia donde yo estaba, y que sería mucho mejor para mí viajar en furgón. La historia de mi supuesto apetito se extendió pronto entre los viajeros, a los que también divirtió mucho, y me preguntaban si en la escuela iba a pagar como si fuésemos dos hermanos o tres, y que si el contrato lo habían hecho en las mismas condiciones que para los demás, y otras muchas cosas semejantes. Pero lo peor de todo era que estaba convencido de que no me atrevería a comer nada cuando llegara la hora, y que, después de haber comido poco, tendría que aguantar toda la noche el hambre, pues en mi prisa había dejado olvidados los pasteles de Peggotty en el hotel. En efecto, mis temores se confirmaron; pues cuando nos detuvimos para cenar, no tuve valor para tomar nada, aunque tenía hambre, y me senté al lado de la chimenea, diciendo que no quería nada. Esto no me libró de nuevas bromas, pues un caballero de voz ronca y rostro rojizo, que había estado comiendo sandwiches todo el camino, excepto cuando bebía vino, dijo que yo debía de ser como las boas, que en una comida tornan lo suficiente para unos cuantos días; después de lo cual se sirvió un trozo enorme de carne cocida.

      Habíamos salido de Yarmouth a las tres de la tarde y debíamos llegar a Londres a eso de las ocho de la mañana si: Terminaba el verano y la noche era hermosa.

      Cuando atravesábamos una aldea, yo trataba de figurarme cómo sería el interior de sus casas y los que las habitaban; y cuando los chicos se encaramaban en el estribo de la diligencia, pensaba si tendrían padres y si serían felices en sus casas. Como se ve, no dejaba de pensar un momento, aunque lo que más me preocupaba era el sitio donde me dirigía, horrible motivo de reflexión. A veces recuerdo que me ponía a pensar en mi casa y en Peggotty, y trataba confusamente de recordar cómo sentía y qué clase de niño era antes de haber mordido a míster Murdstone; pero no lo conseguía. Me parecía que aquello databa de la más remota antigüedad.

      La noche fue menos alegre que la tarde, porque hacía frío. A mí me colocaron entre dos caballeros (el de la cara roja y otro), por precaución no me fuera a caer. Y aquellos dos señores, a cada cabezada que daban al dormir casi me despachurraban. Algunas veces me oprimían tanto, que no podía por menos de gritar: «¡Oh, por favor»!, lo que les molestaba extraordinariamente.

      Enfrente llevaba a una señora vieja, envuelta en una capa de piel, y que en la oscuridad más parecía un almiar que una señora, de tal modo iba empaquetada. Dicha señora llevaba consigo una cesta que durante mucho tiempo estuvo sin saber dónde ponerla, hasta que se le ocurrió meterla debajo de mis piernas, que eran las más cortitas. Aquello era un horrible tormento y me hacía desgraciado, pues no dejaba de rozarme un instante. Al menor movimiento la loza que contenía la cesta chocaba contra alguna otra cosa, y entonces la señora me daba un golpe terrible con el pie y me decía:

      -¿Quieres estarte quieto? ¡Tan chico y tan inquieto!

      Por último, empezó a amanecer, y entonces me pareció que mis compañeros dormían más tranquilos, desapareciendo las dificultades con que luchaban durante la noche y que habían encontrado expresión en los más horribles ronquidos y resoplidos concebibles. Conforme el sol subía, su sueño era más ligero, y poco a poco se iban despertando. Recuerdo cómo me sorprendió muchísimo la comedia de todos asegurando que no habían dormido en absoluto, y la extraña indignación con que lo aseguraban. Todavía persiste en mí el sentimiento de asombro de aquel día, pues he observado invariablemente que, de todas las debilidades humanas, la que menos dispuesto se está a reconocer es la de haber dormido yendo en coche.

      Lo extraño que me pareció Londres cuando lo vi a distancia, el convencimiento que tenía de que todas las aventuras de mis héroes favoritos se renovaban allí, y cómo me parecía que la ciudad aquella estaba más llena de maravillas y de crímenes que todas las ciudades, no terminaría nunca de contarlo. Fuimos acercándonos poco a poco, y por fin llegamos al barrio de Whitechapel, donde paraba la diligencia. He olvidado si aquello se llamaba « El toro azul» o «El jabalí azul»; pero era algo azul, y lo que fuese estaba pintado en la portezuela del coche.

      El conductor me miró fijamente mientras bajaba y preguntó asomándose a la puerta de las oficinas:

      -Si hay alguien que pregunte por un muchacho llamado Murdstone, que viene de Bloonderstone Sooffolk, que se acerque a reclamarle.

      Nadie contestó.

      -Intente usted diciendo Copperfield, ¿quiere hacer el favor? —dije bajando con temor los ojos.

      -Si hay alguien que busque a un muchacho inscrito con el nombre de Murdstone, procedente de Bloonderstone Sooffolk, pero que responde al nombre de Copperfield, y que debe esperar aquí a que le reclamen -dijo el conductor-, que venga. ¿No hay nadie?

      No, no había nadie. Miré ansiosamente a mi alrededor; pero la pregunta no había impresionado a ninguno de los presentes; sólo un hombre con polainas y tuerto sugirió la idea de que lo mejor sería ponerme un collar y atarme en el establo como a un perro sin dueño.

      Pusieron una escala y bajé detrás de la señora que parecía un almiar, pues no me había atrevido a moverme hasta que hubo quitado su cesta. Entre tanto, los viajeros ya habían desocupado el coche; también habían sacado los equipajes, desenganchado los caballos, y hasta la diligencia había sido conducida entre varios empleados fuera del camino, cuando todavía no se había presentado nadie a reclamar al polvoriento niño que venía de Bloonderstone.

      Más solitario que Robinson Crusoe, pues aquel, por lo menos, no tenía a nadie que le mirase mientras estaba solitario, entré en las oficinas de la diligencia, y por invitación de un empleado pasé a sentarme detrás del mostrador, en la báscula de pesar los equipajes. Mientras estaba allí mirando los montones de maletas y libros y percibiendo el olor de las cuadras (que para siempre estará asociado en mi memoria con aquella mañana), una procesión de los más terribles pensamientos empezó a desfilar por mi cerebro. Suponiendo que nadie se presentase a buscarme, ¿cuánto tiempo me permitirían estar allí? ¿Podría estar hasta que se me terminaran los siete chelines? ¿Dormiría por la noche en uno de aquellos departamentos de madera con los equipajes? Y por las mañanas, ¿tendría que lavarme en la bomba del patio? ¿O tendría que marcharme todas las noches y esperar a que fuese de día y abrieran la oficina para entrar, por si acaso me habían reclamado? ¿Y si aquello sólo hubiera sido una invención de míster Murdstone para deshacerse de mí? ¿Qué me ocurriría? Si al menos me dejaran permanecer allí hasta que se me terminaran los chelines; lo que no podía esperar ni remotamente era que me dejasen continuar cuando empezase a morirme de hambre. Sería muy molesto para los empleados, y además se exponía «El yo no sé qué azul» a tener que pagarme el entierro. Si intentara volver a mi casa, ¿conseguiría encontrar el camino? ¿Sería posible que pudiera ir andando hasta tan lejos? Y además, ¿estaba seguro de que en casa quisieran recibirme si volvía? Sólo estaba seguro de Peggotty. ¿Y si fuera a buscar a las autoridades y me ofreciera como soldado o marino? Era un niño tan chico, que seguro no querrían tomarme. Estos pensamientos y otros mil semejantes me tenían febril de miedo y emoción. Y estaba en lo más fuerte de mi fiebre cuando se presentó un hombre, cuchicheó con el empleado, y este, levantándome de la báscula, me presentó como si fuera un paquete vendido, pagado y pesado.

      Mientras salía de la oficina con mi mano en la de aquel señor, le lancé una mirada. Era un joven pálido y delgado, de mejillas hundidas y barbilla negra como la de míster Murdstone. Pero esa era la única semejanza, pues llevaba las patillas afeitadas y sus cabellos eran duros y ásperos. Iba vestido con un traje negro, también viejo y raído y que le estaba corto, y llevaba un pañuelo blanco que no estaba muy limpio. No he supuesto nunca, ni quiero suponerlo, que aquel pañuelo fuese la única prenda de ropa blanca que llevase el joven; pero desde luego era lo único que se


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