David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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mismo que Las mil y una noches.

      La proposición me halagó de un modo extraordinario, y aquella misma noche la pusimos en práctica. ¿Qué mutilaciones cometería yo con mis autores favoritos en el curso de mi interpretación? No estoy en condiciones de decirlo, y además prefiero no saberlo; pero tenía fe profunda en ellos, y, además, lo mejor que creo que tenía era el modo sencillo y grave de contarlos. Con esas cualidades se va lejos.

      El reverso de la medalla era que muchas noches tenía un sueño horrible o estaba triste y sin ganas de reanudar la historia. En esas ocasiones era un trabajo duro; pero hubiera sido incapaz de defraudar a Steerforth. También había días en que por la mañana me sentía cansado y me habría gustado una hora más de sueño, y en aquellos momentos no era muy agradable el ser despabilado igual que la sultana Sheerezade y forzado a contar durante largo rato antes de que sonara la campana. Pero Steerforth estaba decidido, y como él me explicaba mis problemas y todo aquello de mis deberes que yo no entendía, no perdía en el cambio. Sin embargo, debo hacerme justicia: ni por un momento me movió el interés ni el egoísmo, ni tampoco el temor. Admiraba a Steerforth y le amaba, y su aprobación lo compensaba todo. Y el sentimiento aquel era tan precioso a mis ojos, que aún ahora, al pensar en aquellas chiquilladas, me duele el corazón.

      Steerforth era también muy considerado conmigo y me demostraba mucho interés; sobre todo en una ocasión lo demostró de un modo inflexible. Sospecho que en aquella ocasión debió de ser un poco de suplicio de Tántalo para el pobre Traddles y todos los demás. La prometida carta de Peggotty (¡qué carta tan alegre y animadora era!) llegó en las primeras semanas del semestre, y con ella un bizcocho perfectamente rodeado de naranjas y con dos botellas de vellorita. Este tesoro, como es natural, me apresuré a ponerlo a los pies de Steerforth, rogándole que lo distribuyese.

      -Bueno; pero has de saber, pequeño Copperfield, que el vino lo guardaremos para remojarte el gaznate cuando cuentes historias.

      Enrojecí ante aquel interés, y, en mi modestia, le supliqué que no pensara semejante cosa. Pero él insistió, diciendo que había observado que algunas veces me ponía ronco, y que, por lo tanto, aquel vino se emplearía desde la primera hasta la última gota en lo que había dicho. En consecuencia, lo guardó en su caja y echó un poco en un frasco, y me lo administraba gota a gota por medio de un palito cuando le parecía que lo necesitaba. A veces lo hacía exprimiendo en el vino jugo de naranja y echándole ginebra. No estoy muy seguro de que el sabor mejorase con aquello ni de que resultara un licor muy estomacal para tomar a las altas horas de la noche y de madrugada; pero yo lo bebía con agradecimiento y era muy sensible a aquellas atenciones.

      Me parece que tardé varios meses en contarle la historia de Peregrine Pickle, y más tiempo todavía en las otras novelas. La institución nunca flaqueó por falta de una historia, y el vino duró casi tanto como los relatos. ¡Pobre Traddles! No puedo pensar en él sin una extraña predisposición a reír y a llorar. Por las noches coreaba las historias y afectaba convulsiones de risa en los pasajes cómicos y un miedo mortal en los más peligrosos. A veces casi me cortaba el hilo. Recuerdo que uno de sus grandes gestos era hacer como que no podía por menos de castañetear los dientes cuando mencionaba a los alguaciles en las aventuras de Gil Blas; y recuerdo que cuando Gil Blas se encuentra en Madrid con el capitán de los ladrones, el desgraciado Traddles lanzó tales alaridos de terror, que lo oyó mister Creakle y le dio una soberana paliza.

      Yo tenía ya espontáneamente una imaginación romántica y soñadora, y se me acentuaba cada día más con aquellas historias contadas en la oscuridad, por lo que dudo de que aquella práctica me haya resultado beneficiosa; pero el verme mimado por todos, como un juguete, en el dormitorio, y el darme cuenta de la importancia y el atractivo que tenía entre los otros niños (a pesar de ser yo el más pequeño) me estimulaba mucho. En una escuela regida con la crueldad de aquella, por grande que sea el mérito del que la preside no hay cuidado de que se aprenda mucho. Nosotros, en general, éramos los colegiales más ignorantes que pueden existir; estábamos demasiado atormentados y preocupados para poder estudiar, pues nada se consigue hacer en una vida de perpetua intranquilidad y tristeza. Sin embargo, a mí, mi pequeña vanidad, estimulada por Steerforth, me hacía trabajar, y aunque no me salvaba de castigos, evitó, mientras estuve allí, que me hundiera en la pereza general y me hizo asimilar de aquí y de allá algunas briznas de conocimientos.

      En esto me ayudaba mucho míster Mell. Me tenía cariño, lo recuerdo con agradecimiento. Observaba con pena cómo Steerforth le trataba con un desprecio sistemático, y no perdía ninguna ocasión de herirle ni de inducir a los demás a hacerlo. Esto me preocupó durante mucho tiempo, porque yo ya le había contado (no hubiera podido dejarle sin participar de un secreto, como de ninguna otra posesión material) lo de las dos ancianas del hospicio que mister Mell había visitado, y temía que Steerforth se aprovechara de ello para hacerle sufrir.

      ¡Qué poco podíamos imaginar míster Mell y yo, cuando estuve desayunando y durmiendo, escuchando su flauta, las consecuencias que traería la visita al hospicio de mi insignificante personilla! Tuvo las más inesperadas y graves consecuencias.

      Sucedió que un día míster Creakle no salió de sus habitaciones por estar indispuesto; esto, naturalmente, nos puso tan contentos, que armamos la mayor algarabía. La enorme satisfacción que experimentábamos nos hacía muy difíciles de manejar, y aunque Tungay apareció dos o tres veces con su pierna de palo y tomó nota con su voz estentórea de los más revoltosos, no causó la menor impresión en los niños. Estaban tan seguros de que hicieran lo que hicieran al día siguiente los castigaban, que preferían divertirse y aprovechar el día.

      Era sábado y, por consiguiente, medio día de fiesta; pero el tiempo no estaba para ir de paseo, y para que el ruido en el patio no molestara a míster Creakle, se nos ordenó continuar en clase por la tarde haciendo unos deberes más ligeros, que había preparados para estas ocasiones. Era el día de la semana en que míster Sharp salía siempre a rizar su peluca. Por lo tanto, fue míster Mell, a quien siempre tocaban las cosas más difíciles, quien tuvo que quedarse a pelear con todos aquel día.

      Si pudiera asociarse la imagen de un toro, de un oso o de algo semejante a la de míster Mell, yo la compararía con alguno de aquellos animales acosados por un millar de perros, aquella tarde, cuando el ruido era más fuerte. Lo recuerdo apoyando la cabeza en sus delgadas manos, sentado en su pupitre, inclinado sobre un libro y esforzándose en proseguir su cansada labor a través de aquel ruido que habría vuelto loco hasta al presidente de la Cámara de los Comunes. Había chicos que se habían levantado de sus sitios y jugaban a la gallina ciega en un rincón; los había que se reían, que cantaban, que hablaban, que bailaban, que rugían; los había que patinaban; otros saltaban formando corro alrededor del maestro y gesticulaban, le hacían burla por detrás y hasta delante de sus ojos, parodiando su pobreza, sus botas, su traje, hasta a su madre; se burlaban de todo, hasta de lo que más hubieran debido respetar.

      -¡Silencio! -gritó de pronto míster Mell, levantándose y dando un golpe en el pupitre con el libro- ¿Qué significa esto? No es posible tolerarlo. ¡Es para volverse loco! ¿Por qué se portan así conmigo, señores?

      El libro con que había dado en el pupitre era el mío, y como yo estaba de pie a su lado, siguiendo su mirada vi a los chicos pararse sorprendidos de pronto, quizá algo asustados y también un poco arrepentidos.

      El pupitre de Steerforth era el mejor de la clase y estaba al final de la habitación, en el lado opuesto al del maestro. En aquel momento estaba Steerforth recostado en la pared, con las manos en los bolsillos, y cada vez que míster Mell le miraba adelantaba los labios como para silbar.

      -¡Silencio, míster Steerforth! -dijo míster Mell.

      -Cállese usted primero! -replicó Steerforth, poniéndose muy rojo- ¿Con quién cree usted que está hablando?

      -¡Siéntese usted! -replicó míster Mell.

      -¡Siéntese usted si quiere! —dijo Steerforth-, y métase donde le llamen.

      Hubo cuchicheos y hasta algunos aplausos; pero míster Mell estaba tan pálido, que el silencio se restableció inmediatamente, y un chico que se había puesto detrás de él a imitar a su madre cambió de parecer a hizo como que


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