David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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mi hombro con dulzura y, después, cogiendo la flauta y algunos libros de su pupitre y dejando la llave en él para su sucesor, salió de la escuela. Míster Creakle hizo entonces una alocución por medio de Tungay, en que daba las gracias a Steerforth por haber defendido (aunque quizá con demasiado calor) la independencia y respetabilidad de Salem House; después le estrecho la mano, mientras nosotros lanzábamos tres vivas. Yo no supe por qué; pero suponiendo que eran para Steerforth, me uní a ellos con entusiasmo, aunque en el fondo me sentía triste. Al salir, míster Creakle le pegó un bastonazo a Tommy Traddles porque estaba llorando en lugar de adherirse a nuestros vivas, y después se volvió a su diván o a su cama; en fin, adonde fuera.

      Cuando nos quedamos solos estábamos todos muy desconcertados y no sabíamos qué decir. Por mi parte, sentía mucho y me reprochaba, arrepentido, la parte que había tenido en lo sucedido; pero no hubiera sido capaz de dejar ver mis lágrimas, por temor a que Steerforth, que me estaba mirando, se pudiera enfadar o le pareciese poco respetuoso, teniendo en cuenta nuestras respectivas edades y el sentimiento de admiración con que yo le miraba. Steerforth estaba muy enfadado con Traddles, y decía que habían hecho muy bien en pegarle.

      El pobre Traddles, pasado ya su primer momento de desesperación, con la cabeza encima del pupitre, se consolaba, como de costumbre, pintando un regimiento de esqueletos, y dijo que le tenía sin cuidado lo que a él le pareciera, y que se habían portado muy mal con míster Mell.

      -¿Y quién se ha portado mal con él, señorita? -dijo Steerforth.

      -Tú -dijo Traddles.

      -¿Pues qué le he hecho? -insistió Steerforth.

      -¿Cómo que qué le has hecho? -replicó Traddles-. Herir todos sus sentimientos y hacerle perder la colocación que tenía.

      -¡Sus sentimientos! -repitió Steerforth desdeñosamente-. Sus sentimientos se repondrán pronto. ¿O es que crees que son como los tuyos, señorita Traddles? En cuanto a su colocación, ¡era tan estupenda! ¿Pensáis que no voy a escribir a mi madre diciéndole que le mande dinero?

      Todos admiramos las nobles intenciones de Steerforth, cuya madre era una viuda rica y dispuesta según decía él, a hacer todo lo que su hijo quisiera. Estábamos encantados de ver cómo había puesto a Traddles en su puesto, y le exaltamos hasta las estrellas, especialmente cuando nos dijo que se había decidido a hacerlo y lo había hecho exclusivamente por nosotros y por nuestra causa, y que no había tenido en ello ni el menor pensamiento de egoísmo.

      Pero debo decir que aquella noche, mientras estaba contando mi novela en la oscuridad del dormitorio, me parecía oír en mi oído tristemente la flauta de míster Mell; y cuando, por último, Steerforth se durmió y yo me dejé caer en la cama, al pensar que quizá en aquel momento aquella flauta estaría sonando dolorosamente, me sentí desgraciado por completo.

      Pronto lo olvidé todo, en mi constante admiración por Steerforth, que como interesado y sin abrir un libro (a mí me parecía que los sabía todos de memoria) repasaba sus clases mientras venía un nuevo profesor. El que vino salía de una escuela elemental, y antes de entrar en funciones fue invitado a comer por míster Creakle un día, para serle presentado a Steerforth. Steerforth lo aprobó y nos dijo que era un Brick, y aunque yo no entendía exactamente lo que quería decir aquello, le respeté al momento, y no se me ocurrió dudar de su saber, aunque nunca se tomó por mí el interés que se había tomado míster Mell.

      Sólo hubo otro acontecimiento en aquel semestre de la vida escolar que me impresionara de un modo persistente. Fue por varias razones.

      Una tarde en que estábamos en la mayor confusión, y míster Creakle pegándonos sin descansar, se asomó Tungay gritando con su terrible voz de trueno:

      -Visita para Copperfield.

      Cambió unas breves palabras con míster Creakle sobre la habitación a que los pasaría y diciéndole quiénes eran. Entre tanto, yo estaba de pie y a punto de ponerme malo por la sorpresa. Me dijeron que subiera a ponerme un cuello limpio antes de aparecer en el salón. Obedecí estas órdenes en un estado de emoción distinta a todo lo que había sentido hasta entonces, y al llegar a la puerta, pensando que quizá fuese mi madre (hasta aquel momento sólo había pensado en miss o míster Murdstone), me detuve un momento sollozando.

      Al entrar no vi a nadie, pero sentí que estaban detrás de la puerta. Miré y con gran sorpresa me encontré con míster Peggotty y con Ham, que se quitaban ante mí el sombrero y se inclinaban para saludarme. No pude por menos de echarme a reír; pero era más por la alegría de verlos que por sus reverencias.

      Nos estrechamos las manos con gran cordialidad, y yo me reía, me reía, hasta que tuve que sacar el pañuelo para secar mis lágrimas.

      Míster Peggotty (recuerdo que no cerró la boca durante todo el tiempo que duró la visita) pareció conmoverse cuando me vio llorar, y le hizo señas a Ham de que dijera algo.

      -Vamos, más alegría, señorito Davy —dijo Ham en su tono cariñoso-. Pero ¡cómo ha crecido!

      -¿He crecido? -dije enjugándome los ojos.

      No sé por qué lloraba. Debía de ser la alegría de verlos.

      -¿Que si ha crecido el señorito Davy? ¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo Ham.

      -¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo míster Peggotty.

      Empezaron a reírse de nuevo uno y otro, y los tres terminamos riendo hasta que estuve a punto de volver a llorar.

      -¿Y sabe usted cómo está mamá, míster Peggotty? -dije- ¿Y cómo mi querida Peggotty?

      -Están divinamente -dijo míster Peggotty.

      -¿Y la pequeña Emily y mistress Gudmige?

      -Divinamente están -dijo míster Peggotty.

      Hubo un silencio. Para romperlo, míster Peggotty sacó dos prodigiosas langostas y un enorme cangrejo; además, una bolsa repleta de gambas, y lo fue amontonando en los brazos de Ham.

      -¿Sabe usted, señorito? Nos hemos tomado la libertad de traerle estas pequeñeces acordándonos de lo que le gustaban cuando estuvo usted en Yarmouth. La vieja comadre es quien las ha cocido. Sí, las ha cocido ella, mistress Gudmige -dijo míster Peggotty muy despacio; parecía que se agarraba a aquel asunto, no encontrando otro a mano- Se lo aseguro; las ha cocido ella.

      Les dije cómo lo agradecía, y míster Peggotty, después de mirar a Ham, que no sabía qué hacer con los crustáceos, y sin tener la menor intención de ayudarle, añadió:

      -Hemos venido, con el viento y la marea a nuestro favor, en uno de los barcos desde Yarmouth a Gravesen. Mi hermana me había escrito el nombre de este sitio, diciéndome que si la casualidad me traía hacia Gravesen no dejara de ver al señorito Davy para darle recuerdos y decirle que toda la familia está divinamente. Ve usted. Cuando volvamos, Emily escribirá a mi hermana contándole que le hemos visto a usted y que le hemos encontrado también divinamente. Resultará un gracioso tiovivo.

      Tuve que reflexionar un rato antes de comprender lo que míster Peggotty quería decir con su metáfora expresiva respecto a la vuelta que darían así las noticias. Le di las gracias de todo corazón, y dije, consciente de que me ruborizaba, que suponía que la pequeña Emily también habría crecido desde la época en que corríamos juntos por la playa.

      -Está haciéndose una mujer; eso es lo que está haciéndose -dijo míster Peggotty-. Pregúnteselo a él.

      Me señalaba a Ham, que me hizo un alegre signo de afirmación por encima de la bolsa de gambas.

      -¡Y qué cara tan bonita tiene! -dijo míster Peggotty con la suya resplandeciente de felicidad.

      -¡Y es tan estudiosa! -dijo Ham.

      -Pues ¿y la escritura? Negra como la tinta, y tan grande que podrá leerse desde cualquier distancia.

      Era un espectáculo encantador el entusiasmo de míster Peggotty por su pequeña favorita.

      Le veo todavía ante mí con su rostro radiante de


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