David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens


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Creakle, a quien miré, como era natural, bajó la cabeza y ahogó un suspiro con un enorme pedazo de pan untado de manteca.

      -Eres demasiado pequeño para saber cómo cambian las cosas todos los días, Davy -me dijo mistress Creakle- y cómo aparecen y se van los seres. Pero todos tenemos que aprenderlo, hijo mío: algunos, de muy jóvenes; otros, cuando son viejos, y otros, a todas horas.

      La miré gravemente.

      -Cuando volviste aquí, después de las vacaciones —continuó mistress Creakle, después de un momento de silencio-, ¿todos los de tu casa estaban bien? -y después de otra pausa-: ¿Tu madre estaba bien?

      Sin saber por qué temblé y continué mirándola gravemente, sin fuerzas para contestar nada.

      -Porque -continuó- siento mucho tenerte que decir que he recibido noticias en las que se me informa que ahora está bastante mala.

      Una especie de niebla se levantó entre mistress Creakle y yo, y su figura se movió en ella un momento. Después sentí que lágrimas ardientes corrían por mi rostro, y volví a verla bien.

      -Está enferma de mucha gravedad -añadió.

      Ya lo sabía todo.

      -Ha muerto.

      No era necesario decírmelo. Ya había lanzado un grito, y me sentía huérfano en el mundo vacío.

      Mistress Creakle fue muy buena conmigo. Me retuvo a su lado todo el día y me dejaba solo algunos ratos; yo lloraba, y después me dormía de cansancio y me volvía a despertar llorando. Cuando ya no podía llorar empecé a meditar; pero el peso de mi pena me ahogaba y no tenía consuelo. Y eso que todavía no me daba cuenta totalmente de la desgracia. Pensaba en nuestra casa cerrada y silenciosa. Pensaba en mi hermanito, de quien mistress Creakle me había dicho que iba debilitándose desde hacía ya tiempo y temían que también se muriese. Pensaba en el sepulcro de mi padre y en el cementerio, tan cerca de casa, y veía a mi madre tendida allí, debajo de los árboles, que tan bien conocía. Cuando me encontré solo me subí en una silla y me miré al espejo, para ver cómo estaban de encarnados mis ojos y de triste mi rostro. Después, cuando hubieron pasado algunas horas, pensaba si mis lágrimas se habrían terminado para siempre y ya no lloraría cuando volviera a casa, pues me llamaban para asistir al funeral. Al mismo tiempo pensaba que tenía que demostrar cierta dignidad ante mis compañeros, de acuerdo con la importancia de mi pena.

      Si algún niño ha sentido una pena sincera, era yo; sin embargo, recuerdo que la importancia de mi desgracia me causaba cierta satisfacción mientras me paseaba por el patio mientras los otros niños continuaban en clase. Cuando les veía asomarse furtivamente a las ventanas, sentía una especie de orgullo, y andaba más despacio y más triste, y cuando terminó la clase y se acercaron a hablarme estaba satisfecho de mí mismo por no ser orgulloso con ellos y acogerlos exactamente como antes.

      Debía partir al día siguiente por la noche; pero no en la diligencia, sino en un coche llamado El Labrador», que estaba destinado principalmente para los campesinos que hacían sólo pequeñas distancias. Aquella noche no contamos historias, y Traddles se empeñó en dejarme su almohada. No sé qué bien pensaría hacerme con aquello, pues yo tenía una; pero era todo lo que podia darme el pobre, excepto un papel lleno de esqueletos que me entregó al partir como consuelo de mis penas y para que contribuyera a la paz de mi espíritu.

      Dejé Salem House al día siguiente por la tarde. ¡Qué poco me imaginaba que era para no volver nunca! Viajamos muy despacio por la noche y llegamos a Yarmouth a las nueve o las diez de la mañana. Miré, buscando a Barkis; pero no le encontré. En su lugar estaba un hombrecito grueso y de aspecto jovial, vestido de negro, con unos lacitos en las rodillas de sus pantalones cortos, medias negras y sombrero de ala ancha. Se acercó a la ventanilla del coche y dijo:

      -¿Mister Copperfield?

      -Sí, señor.

      -¿Quiere usted hacer el favor de venirse conmigo —dijo abriendo la portezuela- y tendré el gusto de llevarle a su casa?

      Me agarré de su mano preguntándome quién sería, y llegamos por una calle estrecha delante de una tienda en cuya fachada se leía: «Omer, tapicero, sastre, novedades, funeraria, etc.». Era una tienda ahogada y pequeñita, llena de toda clase de vestidos, hechos y sin hacer, con un escaparate repleto de sombreros y cofias. Pasamos a otra habitación que había detrás de la tienda, donde se encontraban tres muchachas cosiendo ropa negra, color del que estaba también cubierta la mesa; asimismo el suelo estaba lleno de trocitos pequeños. Había un buen fuego en la habitación y olía mucho a crespón tostado. Yo no conocía aquel olor hasta entonces; pero ahora lo reconocería siempre.

      Las tres muchachas, que parecían trabajadoras y alegres, levantaron la cabeza para mirarme y después siguieron su trabajo: cosían, cosían, cosían; al mismo tiempo, de un taller que había al otro lado del patio llegaba un martillar monótono: rat-tat-tat, rat-tat-tat, rat-tat-tat.

      -Bien -dijo mi guía a una de las tres muchachas-. ¿Cómo va eso Minnie?

      -Terminaremos a tiempo -replicó alegremente y sin levantar la vista-; descuide, papá.

      Míster Omer se quitó el sombrero, se sentó y resopló. Estaba tan grueso, que se vio obligado a resoplar muchas veces antes de poder decir:

      -Está bien.

      -Padre -dijo Minnie riéndose-, ¡está usted engordando como un cerdo!

      -Tienes razón, querida. No comprendo el porqué —dijo reflexionando-; pero es así.

      -Es que es usted un hombre muy tranquilo —dijo Minnie- y que toma las cosas con calma.

      -¿Y para qué tomarlas de otro modo, querida? -dijo míster Omer.

      -No, naturalmente -replicó su hija—. Aquí todos somos alegres, gracias a Dios. ¿Verdad, papá?

      -Así lo creo -dijo míster Omer-. Ahora que he descansado voy a tomar medida a este niño. ¿Quiere hacer el favor de pasar a la tienda, míster Copperfield?

      Precedí a míster Omer, quien después de enseñarme una pieza de tela, que me dijo era extrafina y demasiado buena, no siendo para luto de parientes muy cercanos, me tomó medida y lo escribió en un libro. Mientras escribía me hacía observar todos los objetos que llenaban su tienda; fijarme en ciertas modas que acababan de llegar y en otras que acababan de pasar.

      -Estas cosas son las que nos hacen perder dinero -dijo míster Omer-; pero las modas son como los hombres, llegan nadie sabe por qué, cuándo ni cómo, y se marchan lo mismo; todo es igual en la vida, según mi opinión, si se mira desde un punto de vista.

      Estaba demasiado triste para discutirle la cuestión; además, es posible que en cualquier circunstancia hubiera estado fuera de mi alcance. Luego míster Omer me llevó al gabinete, respirando con dificultad en el camino, y asomándose a una escalerita llamó:

      -¡Traigan el té con pan y manteca!

      Al cabo de un momento, durante el cual yo había estado mirando a mi alrededor y pensando y escuchando el ruido de las agujas en la habitación y el del martillo al otro lado del patio, apareció el té, que era para mí.

      -Hace mucho tiempo que le conozco -me dijo Omer, después de mirarme unos minutos, durante los cuales yo no había hecho honor al desayuno, pues los crespones negros me quitaban el apetito- Hace mucho tiempo que te conozco, amiguito.

      -¿De verdad?

      -Toda la vida, puedo decirlo; antes que a ti ya conocía a tu padre; era un hombre que medía cinco pies y nueve pulgadas, y su tumba tiene veinticinco pies de larga. (Rat-tattat, rat-tat-tat, rat-tat-tat, se oía por el patio.) Su tumba tiene veinticinco pies de terreno, ni una pulgada menos -dijo míster Omer alegremente- He olvidado si fue ella o él quien lo quiso.

      -¿Sabe usted cómo está mi hermanito, caballero? -pregunté.

      Míster Omer sacudió la cabeza.

      Rat-tat-tat, rat-tat-tat, rat-tat-tat.

      -Está en los brazos


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